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—¿Señora? Señora, ¿cuál le gusta más?

Livia abandonó sus pensamientos y por enésima vez trató de concentrarse en los dos trajes que la modista le proponía. Se la había recomendado su nueva amiga napolitana, la marquesa De Luca di Roccatagliata, y estaba satisfecha con las pruebas que le había hecho, pero no conseguía decidirse.

Su mente vagaba sin orden ni concierto, iba con frecuencia a la ventana surcada por la lluvia. Las pocas palabras arrancadas a Maione la habían dejado en un estado de nervios y preocupación por Ricciardi, sobre todo por lo que se refería a sus contactos con el doctor Modo, al que la policía secreta vigilaba de cerca.

Había ido a la jefatura para avisar a Ricciardi, sin decírselo abiertamente, que frecuentar al médico constituía un riesgo muy serio; en esos tiempos bastaba el pretexto más nimio para acabar en el exilio.

Pero después Maione le había hablado del niño muerto, y aquello le partió el corazón. Ella había sido madre, aunque por poco tiempo, pues una enfermedad se había llevado a su hijo; el hecho de que un hombre se ocupara con tanto empeño en averiguar los motivos de la muerte de un huérfano la acercaban aún más, si cabía, a Ricciardi.

Además del repiqueteo de la lluvia y del ruido de los coches que circulaban, llegaban desde la calle los gritos alegres de los granujillas que jugaban en los charcos. Quien siente amor por los niños tiene mucho amor que dar, pensó. Y le sonrió a la modista.

—Son una preciosidad, me llevo los dos.

En el mismo café pequeño donde se había reunido con Ricciardi, Maione ocupaba una mesa con Nenita, que se calentaba las manos sosteniendo una taza de té. Le preocupaba la expresión de su informante; en general estaba alegre y se mostraba irónica, vulgarmente afectuosa, con tendencia a la broma y el recochineo, pero ahora la veía seria, sombría, pensativa.

—¿Se puede saber qué pasa, Nenita? Siempre dices que es peligroso que nos veamos en la calle, y ahora te pones a esperarme nada menos que en la esquina de la jefatura para hablar conmigo.

Nenita dejó la taza y con sus largos dedos de uñas pintadas cogió una servilleta.

—Sargento, se trata de la muerte del niño, el chiquillo de Santa Maria del Soccorso. Me enteré de un detalle y, como me pareció una información interesante, he venido a contársela. ¿He hecho mal?

—No, no, has hecho bien. Pero es que tienes una cara…, en fin, que no es tu misma cara fea de siempre.

Nenita hizo una mueca.

—Lo sé, he salido de casa tal como estaba, sin retocarme el maquillaje. Pero si una es guapa, es guapa siempre, sargento.

—Tú lo has dicho, si una es guapa. Anda, cuéntame, ¿de qué te has enterado?

—Preste mucha atención, sargento, esta mañana ha venido ese cliente mío, el verdulero ambulante que me contó que había visto al niño con ese hombre elegante, el cojo, ¿se acuerda?

Maione asintió.

—Sigue —dijo.

—La vez que me lo contó, ya me había dicho que le había parecido que el hombre y el chiquillo estaban discutiendo, que el cojo lo tenía agarrado del brazo y lo zamarreaba, en fin, que lo sacudía un poco. Tal es así que pensó incluso en intervenir, porque le había parecido que el niño necesitaba ayuda.

—Sí, ya me lo contaste. ¿Y qué más?

—Hoy me dijo que volvió a ver al cojo —prosiguió Nenita con paciencia—. Salía de un edificio en Santa Lucia, el número doce; y preguntó quién era ese señor. El portero, que es amigo suyo, le dijo que el cojo vive allí, y que se llama Sersale, Edoardo Sersale. Se trata de un noble, de no sé qué antigua familia, mi cliente no se enteró muy bien. A mí ese nombre me sonaba de algo, y cuando el verdulero se fue, bajé a hablar con una compañera que trabaja justo encima de un burdel de la Torretta.

Maione abrió los brazos.

—No hay caso, tú tienes compañeras que trabajan en todos los rincones de esta ciudad, eso sí, siempre se trata de sitios asquerosos. Burdeles, tabernas, garitos de todos los rincones.

—Cierto, sargento. Y fue una suerte que, como siempre, lo recordara; mi compañera me había hablado de un cliente del burdel que estaba encaprichado con una de las chicas, a la que conozco pero de vista nada más, es guapa, para qué negarlo, pero yo la encuentro un poco vulgar, tiene unas tetorras así de grandes y una boca…

Maione la interrumpió con vehemencia.

—¿A ti te parece que tengo que estar aquí contigo, arriesgándome a que alguien me vea y después se chotee de mí el resto de mis días, solo para enterarme cómo tiene las tetorras una puta del burdel de la Torretta? ¿Por qué no vas un poquito al grano?

—Tiene razón, sargento, perdone, pero yo soy así, me distraigo. En fin, que el cliente de la amiga de mi compañera responde a la descripción, cojo, elegante, etcétera. Entonces le pedí a mi compañera que me llevara a hablar con la chica; perdone, pero el nombre no se lo digo porque me hizo jurar por la Virgen de Pompeya, y ya sabe usted lo devota que soy yo de esa Virgen. A lo que iba, el nombre corresponde, y él, el tal Sersale, está metido en unos líos que ni le cuento.

Maione aguzó el oído.

—¿En qué clase de líos?

—Será noble, pero está de deudas hasta más arriba de las orejas. Le gustan las mujeres, los burdeles y la baraja. Ha derrochado su fortuna y ahora está en manos de los usureros, que lo amenazan con hacerlo picadillo si no paga sus deudas hasta el último céntimo.

—¿Y eso qué tiene que ver con el niño?

—Ah, eso no lo sé, lo tendrá que averiguar usted. La cuestión es que la chica dijo que en los últimos días a su amigo le había cambiado la cara. Reía, se divertía a lo grande como antes, en una palabra, que había recuperado la alegría. Le contó que dentro de poco iba a tener dinero para saldar todas las deudas y resolver su situación. Y cuando la muchacha le preguntó cómo, le dijo: encontré al niño. Solo le dijo eso.

Maione se quedó perplejo.

—¿Y qué significa «encontré al niño»? —dijo—. ¿Qué quería decir? El pobre Tetté era huérfano, no tenía ni para comer, y fíjate el hambre que pasaría que acabó comiéndose los cebos envenenados para las ratas. ¿Qué podía darle alguien así?

—No tengo la menor idea, sargento. Pero el corazón me dice que ese cojo de mierda tiene que ver, tiene mucho que ver con la muerte del pobre chiquillo.

Maione asintió.

—Tenga o no que ver, lo que es seguro es que esto habrá que investigarlo. Gracias, Nenita. No te equivocabas, la información era valiosa y debía llegar con urgencia. Pero ¿puedo preguntarte algo? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te has puesto a buscar y has ido a la Torretta con esta lluvia y después has venido aquí a esperarme en la esquina, arriesgándote a no verme pasar?

Nenita tomó el último sorbo de té y sonrió con tristeza.

—Porque yo también fui huérfana, sargento. Sin padre ni madre, abandonada en las calles de esta ciudad. Ya sé que no eres nada, que si vives o mueres da igual, a nadie le importa una mierda. Tuve que ganarme la vida a mordiscos, como ese pobre chiquillo desgraciado que encontró en Capodimonte. Digamos que ha sido como poner una flor sobre la caja del niño. Una flor de parte de Nenita.

Las manos de Enrica volaban entre los platos mientras iba poniendo la mesa para la cena. Y del mismo modo que volaban sus manos, volaba su corazón, muy por encima de los nubarrones cargados de lluvia que se cernían sobre la ciudad.

Había recibido otra carta. Entregada con una sonrisa pícara por su padre, que la había seleccionado entre las otras con gesto veloz para no ser visto por su mujer; una sonrisa cómplice que la hizo enrojecer como un tomate, antes de que lograra refugiarse en su alcoba.

Esta vez el tono era más dulce, sin salirse del surco de la discreción que ella misma había trazado con su misiva; Ricciardi se disculpaba torpemente por su timidez, quizá excesiva, que le impedía acercarse a ella de un modo directo como otros, en su lugar, no habrían dudado en hacer.

Sin embargo, no debía pensar que ella, Enrica, no ocupaba el centro de sus pensamientos; lo que sentía, y que un día esperaba animarse a decirle, era algo muy importante (aquí había tenido que interrumpir la lectura, pues el corazón amenazaba con saltársele del pecho). Pero no estaba en absoluto habituado a estas situaciones, en las que nunca antes se había encontrado.

Terminaba diciéndole que confiaba en que ella también pensara alguna vez en él, y que sus pensamientos fuesen parecidos a los suyos. Confiaba mucho en que así fuera. Y se despedía deseándole lo mejor de este mundo, de todo corazón.

Enrica no recordaba haberse sentido tan feliz. Nunca. Ni siquiera remotamente.

Solo deseaba ser capaz de transmitir toda su emoción en la carta que se disponía a escribirle: ella también se mostraría más afectuosa.

Se preguntó cuándo se decidiría a pedirle un encuentro.