Maione localizó a Cosimo, el jabonero, a última hora de la tarde, tras hacer un par de preguntas por ahí con el fin de averiguar su trayecto. Fue cosa sencilla, el personaje era bastante conocido.
Lo encontró en las inmediaciones de un edificio señorial, encima de Montecalvario, mientras arengaba a un grupo formado por media docena de mujeres. Lo observó un rato de lejos, sin hacerse notar: exhibía modales falsamente afectados, gesticulaba mucho para subrayar las tonterías que soltaba; vestía una chaqueta de frac viejísima y raída, un sombrero de copa torcido y un tanto abollado. Ofrecía su mercancía como si se tratara de auténticas joyas y, en cierto modo, conseguía resultar más atractivo que ridículo. Maione pensó una vez más que aquella era una ciudad de actores.
Esperó a que las mujeres se hubiesen alejado, muchas de ellas llevando algo en la mano, una cazuela o una prenda. Quedó solo una, y Cosimo adoptó un aire de confidencia; tras echar una mirada furtiva a su alrededor, de un hueco de su carrito sacó un envoltorio del que asomó un objeto metálico, tal vez un cubierto, que soltó un destello bajo la luz gris. Maione escogió ese momento para ir a su encuentro.
—Buenas tardes. ¿Qué está pasando aquí?
Al ver al sargento, la mujer, una joven coqueta, abrió los ojos como platos.
—Buenas tardes, comisario. Si me disculpa, yo ya me marchaba, que a mi señora le gusta cenar temprano. Adiós, Cosimo. Nos vemos la próxima vez que pases.
El trapero se debatía entre las ganas de continuar con el trato que estaba a punto de concluir y el miedo al policía; tras un instante de indecisión, ganó el miedo.
—¡Mi querido sargento, qué honor recibir sus saludos! Ya iba a terminar mi recorrido y estaba aquí entretenido con esta joven y guapa señorita, para que estos ojos míos tan cansados se quedaran con su hermosa imagen. Pero como ella misma nos decía, se aproxima la hora del descanso, de manera que será mejor que me vaya yo también, el día ha sido largo y duro. Si me permite…
—No te permito, Cosimo Capone. Tu descanso tendrá que esperar un poco; antes tú y yo tenemos que conversar.
La mente del trapero registró que el enorme sargento, al que no conocía de nada, lo conocía a él por el nombre y el apellido. Un prolongado estremecimiento le recorrió la espalda; la humedad no tenía nada que ver.
—¿Nos conocemos, sargento? Yo no me acuerdo, y le puedo asegurar que una persona de su categoría e importancia se me habría quedado grabada en la memoria. Se ve que me estoy haciendo viejo.
—Te conozco, con eso es suficiente, Capone. Te conozco a ti y a los de tu calaña. Yo trabajo con gente como tú, igual que tú trabajas con las cacerolas de cobre y las lavanderas.
Capone adoptó un aire perplejo.
—Sargento, no lo entiendo. Yo soy un trabajador que se desloma todo el santo día, empujando este carrito de acá para allá por Nápoles, para ganarme el sustento. En el Vomero tengo una familia que mantener. ¿Qué quiere usted decir?
—Yo también tengo una familia que mantener; todos la tienen, pero para mantenerla no se quedan con lo ajeno.
El trapero puso cara de escandalizado.
—¡No sé quién ha sido el infame que le ha dicho algo así, pero es falso! ¡Sargento, le juro por mi honor que jamás se me ha pasado por la cabeza robar nada! Me acusaron en el pasado, pero fue por la envidia podrida de algún hijo de buena madre que quiso arruinarme. Lo llevaré a hablar con mis clientas, que me aprecian y me compran mercancía desde hace años, ya verá cómo le dicen…
Maione lo interrumpió con un gesto seco de la mano.
—Capone, a mí no me embaucas, tú eres un ladrón. Y de los peores, porque no pareces ladrón. Yo aprecio a los que salen de noche, con sus ganzúas, vestidos de negro; nosotros los atrapamos y los enchironamos; nosotros trabajamos de policías y ellos, de ladrones. No lo niegan y, cuando ven que no han podido salir por piernas, se resignan. Son ladrones. Es su oficio. Pero los tipos como tú son la ruina de este lugar. Se fingen honrados y son unos corruptos.
Capone empezaba a estar realmente espantado.
—Sargento, no lo entiendo. ¿Por qué me dice estas cosas? ¿De qué me está acusando?
Maione se encogió de hombros:
—No me costaría nada encontrar un motivo para meterte en la cárcel. No está descartado que cuando termine con lo que estoy haciendo ahora no vaya a buscarte para registrar a fondo ese carrito tuyo.
Dio una patadita a la altura del hueco del que el trapero había retirado el envoltorio para enseñárselo a la muchacha. El interior emitió un tintineo metálico. Capone palideció, y tentó a la suerte jugándose la carta equivocada:
—Sargento, no me lleve a la ruina. Soy padre de familia. Aquí dentro llevo mercancía de valor. Hagamos lo siguiente, yo le doy una parte y usted… la devuelve por mi cuenta. ¡Y cada cual por su camino!
Maione no daba crédito a sus oídos. ¡Aquel gusano trataba de sobornarlo! Guiñó los ojos y contó hasta diez. Luego tendió la mano, aferró a Capone del brazo y apretó con todas sus fuerzas. El hombre soltó un lamento de sorpresa y dolor.
—Escúchame bien, vil gusano, te rompo todos los huesos y después te mando a la cárcel y digo que opusiste resistencia. Total, para mentiras me gusta más la mía. Tú ni siquiera eres digno de mirarme a la cara, ¿lo has entendido o no? Imagínate si vas a hacer negocios conmigo.
El trapero empezó a balbucear.
—Pero… sa… sargento, pe… pero ¿qué ha entendido? Jamás se me habría ocurrido… ¡Suélteme, que me romperá el brazo!
Maione aflojó la presión y suspiró profundamente, tras lo cual recuperó el tono sosegado.
—Entonces terminemos de una vez, no sabes el asco que me da tener que hablar contigo. Tú no me interesas, vales demasiado poco. Yo quiero noticias del niño, y será mejor que me digas lo que quiero saber ahora mismo.
Capone se cayó de espaldas.
—¿El niño? ¿Qué niño?
—Tetté, el de Santa Maria del Soccorso. El niño que llevabas contigo, el que se murió.
El trapero estaba francamente desorientado; oscurecía y aquel sargento enorme parecía loco y le daba miedo.
—Claro que me acuerdo. Era como un hijo para mí. Me echaba una mano y yo le enseñaba el oficio y…
El sargento apretó con fuerza.
—Vamos a ver, Capone, ¿tú sigues pensando que me puedes tomar el pelo? ¡Te he dicho que quiero la verdad! Ya sé lo que hacías, cómo usabas al crío, sé que lo mandabas a robar en las casas mientras tú atontabas con tus charlas a esas cretinas de tus clientas. Yo lo sé todo.
Cosimo se sentía en una pesadilla.
—Pero si ya lo sabe todo, ¿qué quiere de mí? ¡Le pido perdón, le juro que no lo haré nunca más! Si me deja marchar…
—Pero antes tienes que hablarme del niño. De lo que sabes de él, de lo que le hiciste.
El trapero se puso tieso, estaba aterrado.
—Pero ¿qué se piensa, sargento? ¡Eso sí que no, no le permito que piense eso! ¡Además no sabía nada, me contaron que el crío comió veneno pero yo no tengo nada que ver!
Maione lo miraba fijamente, serio.
—Habla. Quiero saber cómo era el niño. Y no me vengas con el cuento de que era como un hijo para ti, porque a los hijos no se los manda a robar.
Capone comprendió que le convenía contar las cosas tal cual eran y tratar de poner fin a la pesadilla.
—Era un niño, sargento. Un niño igual a esos que se encuentran a millares por las calles. No hablaba, si lo intentaba, tartamudeaba; pero era pequeño, enternecía a las mujeres y por eso me resultaba cómodo. Yo… yo le decía que si se lo contaba a alguien, le haría daño, pero nunca, nunca le hubiera hecho nada. Además, no me convenía, ¿no le parece? Ahora que le había enseñado a… a hacer lo que hacía, ¿cómo iba a perderlo?
Maione estaba asqueado, pero creyó lo que le decía.
—Háblame de los últimos días. ¿Cuándo lo viste por última vez? ¿Notaste algo raro, fuera de lo normal? ¿Lo viste en compañía de alguien? ¡Habla!
—No, sargento, yo al niño no lo veía desde el jueves. Pensé que había enfermado; el pobre estaba en los huesos, era debilucho, parecía siempre a punto de caerse al suelo, no tenía fuerzas. No supe nada, pero tampoco fui a buscarlo porque no tuve tiempo. Después, anteayer, viene un amigo suyo, Cristiano, el otro muchacho de la parroquia, y me dice que Tetté se ha muerto y si puede trabajar conmigo en el puesto del chico. Y así fue como supe que se había muerto. Con él nunca había nadie, solo ese perro mestizo que lo seguía a todas partes. ¡Y no sé nada más, se lo juro!
El sargento lo miró durante un buen rato. Quería que su desprecio le quedara en el cuerpo a aquel hombre, como una amenaza; si llegaba a saber que le había mentido, si llegaba a encontrárselo alguna vez por la calle, si llegaba a enterarse de que había vuelto a robar o engañar, sería su fin. Capone lo entendió y bajó la vista.
—Te encuentro, Capone. Como te he encontrado hoy, te encuentro otra vez. Que no se te olvide. Y ruega a Dios no haberme mentido.
—No le he mentido, sargento. Una cosa es robar y otra muy distinta matar, o permitir que se mate. No sé nada de lo que le pasó al niño, tampoco sabría a quién preguntar. Se lo he dicho, era un niño igual a esos que se encuentran a millares por las calles.
Mientras iba hacia la jefatura, Maione no conseguía quitarse de la cabeza el eco de las últimas palabras del jabonero: un niño igual a esos que se encuentran a millares por las calles. Con un escalofrío se dio cuenta de que él también había pensado lo mismo cuando no lograba explicarse el porqué de la obsesión de Ricciardi por esa muerte.
Aquello lo aterraba: un niño como tantos otros. ¿Y si él también hubiese muerto como Luca, su hijo policía, acuchillado por un delincuente? ¿Sus hijos, sus pequeños habrían terminado así, «igual a esos que se encuentran a millares por la calle»?
Para variar, pensó, el comisario tenía razón. Los niños de la calle son hijos de alguien, mejor dicho, de todos. Y él, Maione, se avergonzaba de no haberlo entendido desde el principio. No se liquida la vida de un niño en dos palabras escritas en un informe. Hay que comprender bien. Tal como indicaban las investigaciones, en la vida breve de Tetté habían ocurrido cosas extrañas y oscuras.
Al pasar por la esquina de la via della Tofa, donde esa mañana lo había esperado Ricciardi, oyó un susurro suave, se volvió instintivamente; en las sombras vio a Nenita con un pañuelo en la cabeza, arrebujado en un abrigo vuelto un par de veces.
—Nenita, ¿eres tú? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué has venido?
El travesti tenía una expresión seria que Maione no recordaba haberle visto nunca, con dos profundas arrugas en las comisuras de la boca.
—Buenas noches, sargento. Tengo que hablar con usted.