42

Al terminar la misa Maione se fue a esperar en la esquina de la parroquia de Santa Maria del Soccorso. Había calculado el tiempo que tardaría Cristiano en salir e irse a dar una vuelta tras haber hecho de monaguillo.

Con puntualidad milimétrica, el chico pasó con las manos en los bolsillos, la vista clavada en el suelo, silbando una melodía en boga. El sargento dio un paso al frente, salió de la sombra y plantó ante él su considerable mole. Cristiano estuvo a punto de llevárselo por delante.

Su primer impulso fue salir corriendo; Maione lo había previsto, saltó como un resorte y lo agarró del brazo. Cristiano trató de soltarse, pero Maione no aflojó la presión.

—Si te quedas quieto, terminamos enseguida y te dejo marchar. Si no, te llevo a la jefatura y hablamos allí. Tú decides.

El plan, susurrado a la cara del muchacho como una bofetada, surtió el efecto esperado. Cristiano se calmó y miró con descaro al sargento.

—Yo no he hecho nada. ¿Qué quiere de mí?

—¿Desde cuándo hace falta que hayáis hecho algo para que os lleven a la jefatura? —dijo Maione—. No te preocupes, que si es por eso, el motivo lo encuentro. Bastará con que pregunte por ahí. Solo quiero charlar un poco contigo, con calma.

Cristiano miró a su alrededor con circunspección; en su mundo, no era nada bueno que lo viesen hablando con un policía. Maione notó la tensión; inclinó la cabeza para indicarle el callejón oscuro al cual, una semana antes, el cojo había arrastrado al aterrorizado Tetté.

En cuanto estuvieron al reparo de miradas indiscretas, Cristiano reconquistó la arrogante seguridad que solía exhibir.

—Yo no he hecho nada y no sé nada, ya se lo dije a su colega. No tengo nada que decir.

Maione le sujetó la barbilla entre los dedos y apretó, sin que Cristiano pestañeara.

—Escúchame bien, bonito, mi colega, que no es un colega sino un comisario, es demasiado blando con vosotros, que sois carne de acera. Yo os conozco bien, y sé cuándo decís la verdad y cuándo contáis mentiras. Pero sobre todo, sé cómo hay que hacer para que nunca más volváis a estar tranquilos. Así que te lo pediré una sola vez, ¿cuéntame cómo pudo ocurrir que tu amigo se muriera envenenado? Y no me digas que no sabes nada, porque te juro que te quito de la circulación por una buena temporada.

Cristiano sopesó a su interlocutor con ojo crítico; tenía pocos años pero llevaba en la calle desde hacía tanto tiempo que sabía valorar muy bien a quién tenía enfrente, las oportunidades y los riesgos que determinada situación podría suponerle. Esta vez, su valoración no lo condujo a nada bueno. Le pareció que Maione se había distraído un momento y fintó hacia un lado, pero el sargento movió veloz una pierna y le puso una zancadilla; antes de que tocara el suelo, lo agarró por el cuello de la camisa y lo puso otra vez de pie.

—Cuidado, que te vas a caer. ¿O es que no ves por dónde caminas? Inténtalo de nuevo y ya no volverás a casa por tu propio pie, ¿entendido?

Cristiano volvió a mirarlo, masajeándose el cuello. Ya lo sabía, pero debía intentarlo.

—¿Qué quiere de mí, si puede saberse? ¿Qué tengo que decirle?

—Ya te lo he dicho. ¿Qué le pasó a tu amigo?

—¿A mi amigo? El tartaja tonto no era amigo mío. Era uno de la casa, el más pequeño. Nada más.

Maione no le quitaba la vista de encima.

—¿En serio? Pero alguien nos contó que tú eras el único con el que hablaba de vez en cuando. El único que no se metía con él.

—¿Hablaba? El tartaja no hablaba. Cuando lo intentaba se bloqueaba y decía siempre lo mismo: ma-tte-tte-tte… Por eso lo llamaban Tetté. Pero nosotros le decíamos el tartaja tonto.

—¿Por qué lo llamabais así?

—Porque era tartaja y porque era tonto. Se lo creía todo, alguien le decía, ve para allá que te están llamando, y él iba. No se avivaba ni a tiros, siempre se lo tragaba todo. Y los demás lo pisoteaban, se divertían haciéndole de todo.

—¿Qué le hacían?

Cristiano se encogió de hombros.

—Bromas. Le metían animales muertos en la cama, le robaban la comida del plato. Le llenaban los zuecos con mierda de perro. Cosas así.

—¿Y tú? ¿Qué le hacías tú?

Le lanzó otra de sus miradas de desprecio.

—Yo no perdía el tiempo haciéndole bromas al tartaja. Una broma sirve para que todos vean que alguien es tonto, pero si eso ya se sabe, ¿para qué sirve? Además, me daba pena el tartaja.

—¿Por qué te daba pena? —le preguntó Maione.

—Ya se lo he dicho, porque se creía todo lo que le decían. No sé cómo explicárselo, buscaba a alguien que no le hiciera daño. Buscaba, miraba con esos ojos, sin decir nada. Me parecía inútil meterme con él.

Un razonamiento simple. Maione asintió.

—Está bien. Y ahora hablemos de la noche anterior, de la última vez que viste a Tetté. ¿Qué me cuentas?

—¿Y yo qué sé? Yo no era su guardián. El tartaja iba a la suya y yo a la mía. Parece ser que después salió y no lo vi más, es todo.

Maione creyó percibir una vacilación:

—Haz memoria, te conviene. ¿Había ocurrido algo raro, distinto de lo habitual? ¿Ese día o el día anterior?

—No me acuerdo. Creo que no —dijo Cristiano.

—Crees que no, ¿eh? Fíjate tú que a mí me parece que sabes algo y no quieres contármelo. Yo diría que el aire de la jefatura le viene de perlas a la gente como tú. Nos vamos para allá y seguimos hablando, vamos. Es un aire que ayuda a recordar lo que se olvida.

Cristiano se soltó.

—Pero ¿qué quiere de mí? El tartaja era tonto y punto. Se murió porque era tonto. ¡La culpa la tuvo él, solo él!

Maione trataba de ponerlo entre la espada y la pared.

—Pues, mira, yo creo que sabes algo. Cuéntame lo del veneno para ratas. Dime cómo es posible que uno de vosotros, que os conocéis las calles hasta la última piedra, se equivoque y coma un cebo envenenado, ni que fuera un animal vagabundo.

El muchacho comenzó a mostrarse exasperado.

—¿Y yo qué sé? Todos sabían que en el almacén había cebos envenenados. Todo el mundo. Incluso uno de los otros los cogía y se los hacía comer a los gatos para ver cómo saltaban antes de estirar la pata. Lo sabíamos, pero no nos los comíamos. No sé si el tartaja también lo sabía, porque no venía con nosotros; él era un señorito, era el ojito derecho de la maestra, que se lo llevaba a la pastelería de la via Toledo a comer pasteles. Y si no lo sabía, si no sabía que los cebos mataban, entonces era más tonto de lo que parecía.

Maione insistió.

—¿Y tú no viste nada raro? ¿Cómo es posible que no te acuerdes de cuándo salió y por qué?

Cristiano lo miró desafiante.

—Sargento, métame en la cárcel si quiere, porque yo no sé adónde fue el tartaja esa noche. Y tampoco sé por qué se comió el veneno para ratas, a lo mejor se lo comió porque quería morirse, o porque era tonto. Yo no le tenía manía al tartaja. No era malo, y además era pequeño, y los que se meten con los más pequeños son unos cobardes, y a mí me dan asco. Por eso yo no le hacía daño. ¿A usted qué le parece, que los que se meten con los más pequeños no son cobardes?

Maione lo miró durante un buen rato. Después le soltó el brazo con cara de disgusto.

—Anda, lárgate. Pero que no se te olvide que yo sigo buscando. Y si llego a enterarme de que me has contado mentiras, voy a buscarte a la iglesia si hace falta.

Cristiano corrió a la entrada del callejón, se detuvo, dio media vuelta, miró hacia donde estaba Maione, le hizo una ruidosa pedorreta y echó a correr.

Al sargento le resultó imposible no soltar una carcajada.