Sábado, 31 de octubre de 1931 – X
Desde hacía unos días a Maione se le hacía cada vez más cuesta arriba ir a trabajar. En eso pensaba tratando de no resbalar en las losas de piedra negra, relucientes de lluvia, mientras bajaba la larga cuesta que llevaba de su casa a la jefatura.
En primer lugar, no estaba acostumbrado a la ausencia de Ricciardi. El comisario no era una gran compañía, desde luego, ni siquiera él, el único que sentía aprecio por su superior, habría podido sostener algo semejante. No obstante, era siempre un constante punto de referencia, un centro de gravedad alrededor del que giraba la jornada del sargento.
Por otra parte, no le gustaba el ambiente que en los últimos días se respiraba tanto en la jefatura como en la ciudad: una especie de euforia amenazante, un estado de excitación constante por la inminente visita del Duce. A medida que las paredes de los edificios se iban cubriendo de retratos y letreros, y las autoridades iban fijando carteles en los que se ensalzaba a Mussolini y los grupos de holgazanes comenzaban a recorrer las calles cantando agarrados del brazo, Garzo se ponía más histérico y, de paso, contribuía a que todo el personal tuviese los nervios a flor de piel. No solo era un fastidio, sino un auténtico peligro: en ese estado de inflamabilidad bastaba una chispa para que estallara el caos, de hecho en las últimas horas se habían producido peleas en varios puntos de la ciudad, con llamadas y carreras de las patrullas a las que, con frecuencia, no les cabía más labor que tomar nota de los daños.
Por último, y no menos fastidioso que los demás factores, estaba el mal tiempo. Llovía, desde hacía dos semanas llovía sin parar, con breves intervalos nubosos. Chubascos, lloviznas intermitentes, lluvia con rachas de viento. El agua se infiltraba y provocaba inundaciones, desprendimientos, caídas, accidentes de tráfico. Para un policía no había nada peor que la lluvia.
Sumido en esos negros pensamientos, mientras ponía cuidado de no caer, Maione estuvo a punto de no percatarse de la silueta que lo esperaba, de pie, bajo una cornisa en la esquina de la via della Tofa, a pocos metros del edificio de la jefatura de policía.
—¡Comisario! ¿Qué hace por aquí a estas horas? ¡Qué coincidencia, pensaba en usted y me lo encuentro delante! ¿Cómo se siente? ¿Está usted bien?
Ricciardi no tenía buen aspecto: estaba pálido, tenía los ojos enrojecidos. Parecía afiebrado.
—Me siento bien, gracias. Me duele un poco la cabeza, pero se me pasará. Quería hablar contigo antes de que llegaras al trabajo; si te parece, te invito a un café.
Maione miró a su alrededor, quería asegurarse de que no hubiera ojos indiscretos que los viesen y le fueran a Garzo con el cuento. No estaba de humor para enfrentarse a un interrogatorio del subjefe de policía sobre la forma en que Ricciardi pasaba sus vacaciones.
Siguió al comisario hasta un pequeño local que ya estaba abierto a esas horas; se sentaron y pidieron, Maione, como siempre, algo de comer, Ricciardi, un vaso de tinto. El sargento lo miró con sorpresa.
—Comisario, creo que si no se siente bien no debería andar por la calle con esta lluvia. Me parece que tiene fiebre, y la verdad es que un vaso de vino tan temprano por la mañana no ayudará a que se cure.
—Así entro en calor. Tengo escalofríos, esta maldita humedad que no se va nunca. Y ahora, cuéntame, ¿qué has averiguado?
Maione le refirió con todo detalle la información que le había pasado Nenita sobre el trapero, el cura y el sacristán; todo cuadraba con la idea que se habían hecho de la vida real del niño, más allá de las halagüeñas descripciones de los interrogados.
—Son todas personas violentas, que en un arranque de ira pueden hacer daño, sí, pero de forma burda. Pueden ser, y seguramente serán, los responsables de las marcas que el pobre Tetté llevaba en el cuerpo, morados, cortes, incluso la quemadura del brazo; pero no los veo planificando su muerte con premeditación. Además, ¿por qué iban a querer hacerlo? —dijo Ricciardi pensativo.
—Y de hecho no lo hicieron, comisario —intervino Maione con fuerza—. Ninguno de ellos mató al pobre niño. Incluso usted lo admitió, ¿no? Y también el doctor Modo lo dijo, si no me equivoco. Yo todavía no entiendo qué estamos buscando.
Ricciardi consideró que algo debía contarle a Maione, aunque solo fuera para justificar las investigaciones que le encargaba.
—Raffae’, tengo motivos para pensar que el cadáver de Tetté fue trasladado. No quiero decir que alguien lo matara, ojo; pero dudo que muriera donde nos lo encontramos.
Maione abrió bien los ojos; estaba francamente sorprendido.
—¿En serio? ¿Y por qué lo piensa? ¿Qué signos vio?
Ricciardi tenía la respuesta preparada.
—Signos propiamente dichos, como pruebas, por ejemplo, no hay, de lo contrario las habrías visto tú también o te las habría comentado enseguida. Pero, veamos, en primer lugar y según dijo Modo, la muerte por ingestión de estricnina produce convulsiones, y dudo mucho que morir con convulsiones te deje sentado tan tranquilo, con las piernas rectas y las manos sobre el regazo como encontramos a Tetté, con los ojos tristes mirando al vacío. Se habría caído, ¿no crees? Lo habríamos encontrado tirado en el suelo, bajo la lluvia. Y después está el perro.
Maione estaba cada vez más perplejo.
—¿El perro? ¿Qué tiene que ver el perro, comisario? ¿Y a qué perro se refiere?
Ricciardi tamborileó con el índice en el vaso vacío.
—¿No te acuerdas del perro que encontramos cerca del niño? Todas las personas con las que hablamos nos contaron que Tetté no se separaba nunca de él. De modo que también le daba de comer, ¿no? ¿Cómo es entonces que el perro seguía vivo? Él también tendría que haberse envenenado, ¿no crees? Pero no, estaba echado tan tranquilo, cerca del cadáver del pobre chico.
Maione asintió, pensativo. No acababa de convencerse del todo.
—Sin duda, es algo raro. Pero también es posible, comisario, que el niño entrara solo en el almacén, se llevara comida, y como estaba oscuro y no veía nada, por desgracia se llevó también uno de los cebos envenenados, solo uno. El doctor Modo dijo que bastaba una pequeñísima cantidad de veneno para matar a un niño tan pequeño. Además, lo de las convulsiones…, el niño ya estaba muy débil, a lo mejor se murió en el acto de un ataque al corazón, y no le dio tiempo a sufrir. Sería lo mejor, ¿no?
Ricciardi asintió.
—Claro que sería lo mejor. Pero hasta que esté seguro, me gustaría encontrarle una explicación. No dispongo de pruebas, se trata solo de un pálpito que tengo. Ya me conoces, si algo no me cuadra, quiero verlo bien claro. Es todo.
—Huy, si sabré yo lo tozudo que puede llegar a ser —dijo Maione—. Está bien, comisario, sigamos adelante; incluso porque por la información que nos pasó Nenita, que como usted sabe es de fiar, sabemos que el mundo en el que viven estos niños es realmente asqueroso. Todavía tengo que contarle el dato más importante que me pasó, se refiere a un verdulero ambulante que es su cliente; le dijo que vio al niño una semana antes en compañía de un extraño personaje.
Y le refirió a Ricciardi el encuentro con el hombre alto y elegante, que caminaba con una cojera, y discutía con Tetté. De inmediato, el comisario prestó más atención.
—¿Y cómo discutían? ¿Se estaban peleando o solo hablaban? ¿Cómo era esa persona? ¿Qué edad tendría? ¿Cómo era de alto?
Maione extendió los brazos.
—¿Cómo voy a saberlo, comisario? —dijo—. Estamos hablado de algo que vio de pasada un vendedor ambulante, hace ya una semana, en plena calle. Bastante hemos hecho con enterarnos gracias a Nenita, que parece el centro de información de la ciudad. Yo creo que los periódicos deberían contratarlo, sería capaz de escribirlos todos de cabo a rabo él solo sin ayuda de nadie, de la primera a la última página.
Ricciardi se pasó la mano por la frente, la notó muy caliente.
—Debemos averiguar quién era este señor. Se trata de algo insólito ocurrido la víspera de la muerte, un hecho importantísimo. Así las cosas, creo que será necesario hablar directamente con quienes no hemos interrogado: el vendedor de jabón y el sacristán. También deberíamos interrogar a Cristiano, el chico, que además es el hueso más duro de roer.
Maione terció con decisión.
—Entonces nos los repartimos, comisario. Usted podría encargarse del sacristán y yo del trapero y el muchacho, si ven un uniforme les entra más miedo. Ya sabe usted que el miedo suelta la lengua más que un vaso de vino.
—De ninguna manera —protestó Ricciardi—. Ya sabes los vientos que soplan en la jefatura. Solo faltaría que te acusaran de insubordinación y te metieran en chirona. Deja que me ocupe yo, gracias.
Pero cuando Maione tomaba una decisión, no había quien lo apeara del burro.
—No, comisario. Esta vez lo haremos como le digo yo. En primer lugar, porque me parece que usted no está en condiciones de pasearse por la ciudad bajo la lluvia; en segundo lugar, porque no me fío de ir a la jefatura con el loco de Garzo que está a la que salta. Y, por último, porque lo más seguro es que tengamos que volver a hablar con Nenita, y ya sabe usted que él solo habla conmigo. Así que tómeselo con calma y, por una vez, haga usted lo que yo digo, y no al revés.
Ricciardi levantó las manos.
—Está bien, me rindo. Puedes proceder, yo hablaré con Nanni, el sacristán. Y démonos prisa, tengo la sensación de que cuanto más tiempo pase, menos descubriremos.