39

Subiendo la cuesta con la lengua fuera, maldiciendo la lluvia que a pesar del paraguas se le colaba por el cuello del abrigo, Maione pensaba, y cuanto más pensaba, más se preocupaba. Las preguntas de Livia, la creciente tensión que se respiraba en la jefatura, la terrible inclinación de Ricciardi a meterse de cabeza en camisa de once varas contribuían a que se angustiara por él.

Lo que más lo afligía era no descubrir el motivo que impulsaba al comisario a hurgar en la vida de aquel pobre niño. Con el paso de los años se había acostumbrado a no poner en tela de juicio las intuiciones de Ricciardi, pues aunque no lograba seguir sus deducciones lógicas, estas a menudo eran corroboradas por los hechos. Los análisis, los procesos mentales que tanta desconfianza inspiraban en los demás policías, que evitaban llevarle la contraria a su superior, y que, rencorosos, no perdían ocasión de definirlo como gafe, para Maione eran verdades reveladas, fruto de una misteriosa capacidad que no habría osado discutir ni en sueños.

Pero en esta ocasión, pensó mientras atacaba el último tramo de la cuesta, el riesgo era muy grande; la protesta semioficial del arzobispado, recibida en un momento tan delicado como el de la próxima visita de Mussolini, ponía en manos del imbécil de Garzo un arma demasiado peligrosa. ¿Qué había visto Ricciardi en el trágico fin del huerfanito? ¿Qué pequeño indicio, qué sensación tenía de que el hecho ocultaba algo más?

No acababa de entenderlo, y precisamente porque no estaba habituado a discutir lo que Ricciardi le ordenaba, estaba decidido a acompañarlo en aquel peligroso recorrido, y que todo lo demás se fuera a freír pimientos.

Miró con desconsuelo el empinado tramo de escaleras que debía acometer; el comisario le había pedido que buscara información, y él había puesto a trabajar al mejor informador con el que contaba. Y si este último tenía la excéntrica costumbre de dar audiencia única y exclusivamente en su domicilio, que se encontraba nada más ni nada menos que en lo alto de las escaleras situadas en lo más alto de la cuesta más empinada de Nápoles, las subiría.

Un sargento exhausto, empapado por la lluvia y el sudor, con un hambre canina, fue el que llamó a la puerta de Nenita.

Muy pocos conocían el verdadero nombre de este peculiar personaje, pero el sobrenombre por el que era universalmente famoso en los callejones más sórdidos derivaba de una canción de Raffaele Viviani, muy en boga en los últimos años, cuya protagonista era una prostituta hermosa y enamorada. Quien abrió la puerta, envuelta en un quimono de seda de colores chillones, pintarrajeada a más no poder, tenía unos rasgos hermosos y quizá también estuviera enamorada, aunque la capa de maquillaje no lograba disimular del todo la incipiente y negra barba que contribuía al equívoco suscitado por su altura y la anchura de sus hombros.

—Eh, sargento, ¡qué sorpresa más grata con este tiempo de perros! A estas horas ya pensaba que no vendría. Pase, pase, póngase cómodo, por favor. Como si estuviera en su casa.

La voz grave, de garganta, era masculina, pero la modulación, dulce y afectada, no dejaba lugar a dudas sobre la completa feminidad de quien hablaba. Nenita caminaba, respiraba y vivía perfectamente a sus anchas al borde de una delgada línea fronteriza, algo solo posible allí, en la ciudad más tolerante del mundo. Estaba tan integrada en ese ambiente que, por su natural tendencia al cotilleo, era capaz de saberlo todo de todos casi al instante y, en nombre de una extraña y peculiar amistad entre dos personas que no podían ser más distintas, el sargento Raffaele Maione era destinatario único y exclusivo de ese cúmulo de información.

—Nenita, tengo que decirte que entre todos tus defectos, este de querer hablar conmigo solamente en tu casa, en lo alto de una montaña, es el que menos soporto. El día menos pensado, por tu culpa me dará un infarto y llevarás mi muerte sobre tu conciencia.

Maione se dejó caer en un silloncito de mimbre, que gimió bajo su peso, se desabrochó el cuello de la camisa y se abanicó con el pañuelo. Nenita se sentó frente a él, recogiendo coquetamente las piernas embutidas en unas medias transparentes.

—Ay, lo único que nos faltaba, que nos vieran juntos charlando en un café. Y así luego a mí me rajan el vientre con un cuchillo, y a usted, como mínimo, van y le cuentan a su señora que lo vieron con la cabaretera más despampanante de Nápoles, y entonces ella también le rajará el vientre.

Maione fue recuperando el aliento.

—No te falta razón, por eso vengo hasta aquí. Pero habría otra posibilidad, te detengo y así podemos hablar cómodamente cuanto me venga en gana, sin tener que subir escaleras. ¿Qué te parece?

Nenita batió palmas.

—Estupendo, mi sargento, qué idea más maravillosa. Así yo tengo cama y comida gratis y usted se tendrá que conformar con la información que pueda conseguir en chirona. ¿Qué le parece, le va bien así?

Maione resopló.

—De acuerdo, por ahora te dejo libre. Veamos si lo que tienes para mí es suficiente, si no, después decido. ¿Qué me cuentas?

Nenita volvió los ojos al cielo, como para traer a la memoria los datos.

—Veamos, ¿qué quería saber? Ah, sí, Cosimo el trapero. Pero ¿para qué le interesa? Si es un pobre pelagatos que no tiene ni arte ni parte, ¿qué puede haber hecho ese?

—A ver si te enteras, Nenita, tú conmigo tienes que cumplir. Pero solo conmigo, porque si no ya no serás útil y no me quedará otra que enchironarte.

—¡Ay, mi madre, qué arisco! Es que a mí los hombres de uniforme me vuelven loca y, claro, no puedo decirle que no. A ver… hablábamos de Cosimo. Tenía usted razón, me lo confirmó una compañera mía que sirve en el edificio de la esquina de San Giovanni Maggiore con la via Sedile di Porto y lo vio en acción. En efecto, sargento, Cosimo roba. El método es simple: él va dando charla, que para eso tiene un pico de oro, se inventa las historias, reparte cumplidos y así tiene a las mujeres distraídas. Es que nosotras, las mujeres, somos bobas, nos dejamos encandilar por el primero que pasa y nos suelta un cumplido.

Maione consideró la sombra de barba y pelos hirsutos que asomaban por el quimono que la manaza de Nenita procuraba cerrar sobre el pecho.

—Tienes razón —dijo—. Vosotras, las mujeres, sois así. Sigue.

—Total, que mientras él hablaba, el crío que iba con él y que era precisamente el pobre niño que encontraron muerto en Capodimonte, se metía a hurtadillas en las casas y birlaba algo. Cositas con las que iba redondeando el sueldo. A ver ahora cómo se las arregla sin el niño.

Maione se rascó la cabeza.

—De modo que en vida el niño se dedicaba al delito, menor pero delito al fin. Aunque por experiencia sé que los ladrones difícilmente son asesinos.

Nenita se enderezó en la silla.

—¿Asesino? ¿Por qué, cree que al chico lo asesinaron? Ay, Virgen Santa, ¿y según usted ha sido Cosimo?

—No, Nenita, ¡cálmate, por favor! No he dicho eso. Además, ya te he comentado que el niño murió tras haber comido sin querer veneno para ratas. Solo intento explicarme por qué el comisario me ha pedido que buscara esta información, es todo.

Nenita suspiró.

—Ese comisario suyo cada vez que duda de algo al final resulta que tenía razón. Madre santa del cielo, ¡qué hombre más apuesto! Lástima que tenga mal carácter y sea un gafe…, lagarto, lagarto… Si no me lo pensaba, en vista de que usted no me quiere.

Maione protestó.

—¡Claro que no te quiero, Nenita! Yo estoy aquí para evitar que te detengan, ya lo sabes, que tu oficio no se puede ejercer como haces tú en plena calle. Y que no te vuelva yo a oír eso de que el comisario es gafe, porque con información o sin ella, te enchirono y sanseacabó.

Nenita cogió un abanico y empezó a abanicarse con coquetería.

—¡Ay, pero cómo se enciende usted por cualquier cosita! De acuerdo, no volveré a decir que es gafe, aunque en la jefatura lo diga hasta el último mico. En cuanto a mi oficio, sargento, yo no tengo la culpa si los burdeles solo son para las que están apuntadas en el registro civil como hembras. Que yo, para vivir, me las tengo que ingeniar, ¿no?

Maione agitó las manos en señal de rendición.

—Está bien, me rindo, tienes razón, me basta con que sigas hablando. ¿Te has enterado de algo más?

Nenita siguió contando.

—Verá usted, Cosimo es un miserable; como mucho puede enfadarse, pillar una cogorza y molestar a alguna mujer por la calle, pero a mí me parece que no le haría daño a nadie. Va diciendo por ahí que mató a un tipo cuando era jovencito, pero es sabido que no fue él sino otro que después se largó a América. Pregunté por ahí sobre la vida en la parroquia, y me confirmaron lo que le dijeron a usted. Además, me enteré de que el padre Antonio presta dinero a interés. No en grandes cantidades, un poquito por aquí, un poquito por allá, y a todo aquel que no se lo puede devolver, lo amenaza con contarlo a los cuatro vientos. No tiene usted idea de lo que soporta la gente con tal de que nadie se entere de que pasa hambre. También se comenta que compra y vende casas, apartamentos, tiendas y los pone a nombre de testaferros que le cobran los alquileres y se los dan a él. En fin, un especulador que se dedica al sacerdocio como pasatiempo.

Maione negaba con la cabeza, disgustado.

—Vaya con el cura. Pregona vino y vende vinagre, está clarísimo. ¿Qué más?

Nenita sonrió, orgullosa.

—Una compañera mía que peina a las viejas de la zona de Santa Teresa me contó otra buena noticia. Dice que el sacristán, un borrachín llamado Nanni, además de beber tiene el vicio de ponerle las manos encima…, encima, ya me entiende… a las mujeres y, óigame bien, también a los muchachitos. En una palabra, que está obsesionado con eso. A mi compañera se lo contó una vejestoria que lo puso en su sitio, pero esa compañera mía dijo que más le hubiera valido aceptar, porque con lo vieja y fea que era, algo así no le volverá a pasar nunca más. Dicen también que en plena borrachera lo vieron tratando de abrazar a uno de los chicos más grandes, y que el chico le dio una patada y salió corriendo. No sé si le servirá de algo, pero yo se lo quería contar.

Maione asumió un aire pensativo.

—Gran ambiente el de la parroquia del Soccorso. Vaya asco, en esta ciudad levantas la tapa de cualquier alcantarilla y las alimañas te salen a puñados. Bien, con esto me arreglo, gracias, Nenita. Si necesitara algo más, te aviso. Mientras tanto, hazme un favor, pórtate bien y no te dejes acuchillar por nadie.

Nenita se puso de pie para acompañarlo a la puerta.

—Sargento, ya sabe que aquí siempre tiene la puerta abierta. No hay ningún peligro de que lo vean, porque si me preguntan, diré que es un cliente fiel.

Maione le lanzó una mirada arisca.

—Tú prueba a decir algo así y si no te mato, te mando treinta años a la sombra, ¿entendido?

—Entendido, entendido. Entonces diré que viene de incógnito para que nadie se entere, ¿le parece?

Maione tiró la toalla, derrotado.

—¡Di lo que te dé la gana! Si te enteraras de algo más, avísame.

Cuando el sargento estaba en el rellano, Nenita lo llamó.

—Por cierto, casi se me olvida. Quería contarle que uno de mis clientes que trabaja de vendedor ambulante de fruta, un muchacho honrado que va corto de dinero porque tiene seis hijos y entonces yo se lo hago a mitad de precio porque me da pena, vio al niño, el que murió, dice que andaba por ahí con un perro, ¿es cierto?

Maione asintió.

—Sí. ¿Y qué más?

—Que lo vio no muy lejos de la parroquia el sábado pasado. Mi cliente se quedó sorprendido porque siempre lo había visto solo, a él y al perro, y alguna vez le regalaba una nuez o una cereza en mayo, le daba pena porque, como le he dicho, él también tiene hijos pequeños. Pero esa vez el niño no iba solo.

—¿Y con quién iba? ¿Con los demás muchachos, con el sacristán?

—No, no —dijo Nenita negando con la cabeza—. Con un hombre alto, elegante, un señor. Y a mi cliente le llamó la atención, porque no caminaba bien, cojeaba un poco. Y mi cliente pensó: mira tú, un tartaja y un cojo. Linda pareja.

Nada mejor que la cena de Rosa si llegas con jaqueca, pensó Ricciardi; es una bomba con un poder tan destructor que el estómago, en su ímproba tarea de digerir, exige la máxima atención y cualquier otro malestar pasa a un segundo plano. Y cuidadito con no comer, se pondrá de morros y el ambiente de casa se volverá irrespirable.

Esa noche, con el pretexto de que entrara en calor, le había infligido una sopa de boda: en un cuenco con las dimensiones de una plazoleta flotaban salchichas, tocino, alubias, apio y otros ingredientes no identificables. El ajo y la cebolla dominaban, tal como se podía percibir desde el zaguán del edificio. Ricciardi calculaba que tardaría al menos cuarenta y ocho horas en completar la digestión de aquello, siempre y cuando no feneciera antes.

Los pensamientos no lo habían abandonado ni un instante mientras se peleaba con el mejunje bajo la atenta mirada de la cocinera que, como tenía costumbre, vigilaba que comiera desde el umbral de la cocina. Las caras del padre Antonio, de Carmen y Eleonora, los ojos gachos de los chicos, la figura ambigua del sacristán desfilaban por su cabeza, alternándose con el misterioso trapero, el propietario del almacén de comestibles, los mil ojos desconfiados y malévolos que lo veían pasar desde la penumbra de los callejones, como los del jovenzuelo que le había preguntado a Cristiano si necesitaba ayuda. No lograba hacerse una idea cabal de la vida del niño muerto: algo se le seguía escapando.

Empezaba a comprender la muda e intensa necesidad de afecto que impulsaba a Tetté a complacer a cuantos lo rodeaban y a estos a aprovecharse de esa necesidad para perseguirlo; excepto Carmen y el perro. Al pensar en el animal sintió un escalofrío mientras escuchaba en la radio las filigranas de una orquesta de jazz. Todavía no se acostumbraba a encontrárselo a pocos metros, silencioso, apenas visible bajo la lluvia. Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que era aquel chucho mestizo, de pelambre manchada y una sola oreja erguida, el que le encargaba la investigación.

Tosió, notó un pinchazo en la garganta. Exceso de lluvia y viento frío, preludio de un resfriado. Notaba ese cansancio en el cuerpo que anticipa la fiebre.

Con dolorosa ironía pensó que lo habría tranquilizado ver el fantasma del niño, quizá en un callejón de la zona donde había muerto.

Tal vez un hombre, al regresar tarde del trabajo, se había encontrado con el cadáver delante de la puerta de su casa, bajo la lluvia, y para no verse implicado en la investigación policial, para no tener que responder sobre algo que no sabía, lo había llevado en brazos hasta la escalinata, donde lo había depositado con respeto y ternura.

Tal vez una mujer lo había encontrado muerto en el zaguán de un edificio, no había tenido el valor de avisar a nadie y lo había llevado a un sitio donde pudiera descubrirlo el primer viandante.

Quizá sus mismos compañeros de correrías lo habían llevado lejos de donde habían robado algo juntos. En el fondo, Cristiano lo había conducido enseguida hasta el almacén para enseñárselo.

Pero allí no vio la imagen del Asunto. Tampoco la vio en el dormitorio de la parroquia, ni en la calle que llevaba al Tondo di Capodimonte, ni en ningún otro de los lugares que había recorrido en los últimos días, siguiendo las huellas de la vida de Tetté.

El pensamiento lo condujo hasta la imagen de la nuca colgando, hasta el dolor que desprendía su soledad. Aunque resulte paradójico, pensó, habría sido tranquilizador volver a experimentar una vez más el mal extremo del Asunto y percibir las últimas y afligidas palabras pronunciadas por el niño al abandonar su vida terrenal. Verlo presa del intenso ardor del veneno, de las convulsiones, contemplar la baba amarillenta colarse de su boca, los miembros rígidos en un último espasmo. Lo habría observado, habría clavado los ojos en sus ojos muertos. Habría oído sus últimas palabras que, incoherentes con el momento final, constatarían una vez más cómo al morir se va hacia la nada mirando atrás.

Pero al menos habría sabido y se habría resignado. Se habría acercado al perro, le habría dado algo de comer y después, cada uno por su lado. Cada uno con sus recuerdos insoportables.

El locutor anunció que un tónico digestivo ofrecía a los oyentes la siguiente canción, «Polvo de estrellas», y la orquesta atacó una melancólica melodía.

Se levantó del sillón, la cabeza en llamas, la garganta en llamas, el estómago en llamas. Ajeno a todo, seguido por dos ojos escrutadores que lo espiaban desde la cocina, vio en la repisa del vestíbulo un sobre cerrado que hasta ese momento le había pasado inadvertido. Lo cogió, indeciso, imaginó de inmediato de quién se trataba y le entró un miedo atroz.

La respuesta de Enrica. Ella también le había escrito.

Sintió un mareo que llegó acompañado de náuseas; disimuló el malestar, para ahorrarse la tisana terrible de la zona de Cilento de la tata, pues habría sido el golpe de gracia a su precaria condición. No tenía la menor intención de perder las escasas posibilidades de no vomitar.

—¿Quién ha traído esta carta? —le preguntó a Rosa, y añadió—: No ha llegado por correo ordinario, no lleva matasellos.

La tata, que no se había perdido un solo movimiento de Ricciardi, fingió un sobresalto.

—Madre santa, qué susto me ha dado, creía que se había dormido en el sillón. ¿Esa carta? ¿Y qué sé yo quién la habrá traído? Me la encontré en el buzón, en el zaguán del edificio.

—¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo miras tú lo que hay en el buzón?

Rosa adoptó el aire belicoso que sacaba a relucir siempre que se sentía entre la espada y la pared.

—¿Por qué, acaso no puedo mirar lo que hay en el buzón? ¿Y las cuentas que llegan del pueblo, las facturas y todos los papeles necesarios para sacar adelante las tierras, quién los mira, acaso el señorito? Yo ya no puedo arreglármelas sola, estoy vieja, los ojos no me funcionan más y me duelen todos los huesos.

Comprendido el error, Ricciardi se retractó enseguida.

—Olvídalo, por favor. Haz de cuenta que no he dicho nada. Claro que puedes mirar en el buzón, solo faltaba que no pudieras hacerlo. Me preguntaba quién pudo haber dejado la carta, es todo.

Consideró una posible complicidad entre Rosa y Enrica, pero desechó enseguida la idea: no era posible que la tata supiera que la miraba desde la ventana, y mucho menos que le había escrito. Había puesto el máximo cuidado, no podía haberse dado cuenta. Quedaba por completo descartado.

Afectando indiferencia, se sentó otra vez en el sillón. Le temblaban las manos; no quería correr el riesgo de rasgar la carta al abrir el sobre. Cuando se hubo calmado, lo abrió. Nada más ver la letra se enterneció, inclinada del lado contrario: era zurda y no la habían corregido. Por absurdo que pareciera, pensó que había sido capaz de conservar ese rasgo de su personalidad, y ni que decir tiene que le gustó.

No se decidía a leer. Vio la firma al final, una sola cara, «cordialmente suya, Enrica Colombo». No era muy extensa; por otra parte, la suya tampoco. Tuvo miedo: no hay nada más breve de expresar que un rechazo.

Llevaba más de un minuto dándole vueltas a la hoja cuando Rosa le dijo:

—¿A qué espera? Yo cuando quiero enterarme de lo que dice, leo.

La voz de la tata sonó como el disparo de un fusil, y Ricciardi dio un brinco.

—Leo, leo. Es para mí, algo de…, algo del trabajo. Cosas de la oficina, no te preocupes. Anda, vete a dormir, que es tarde. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó la tata, arisca.

Pero se fue sonriendo para su alcoba.

Ricciardi leyó al fin, de un tirón; luego releyó, y al final volvió a leer, saboreando las palabras una por una, desmenuzándolas en la boca, pronunciándolas en voz baja, como si memorizase un poema. En aquellas líneas encontró la imagen que se había hecho de ella, y le pareció perfecta, serena, dulce, seria pero de sonrisa fácil.

Sabía ahora lo más importante, que no tenía novio, no se había comprometido con nadie. Sabía que algún día quería tener una familia, una casa propia en la que moverse con naturalidad, pausada y tranquilamente.

Que él no le resultaba molesto ni le provocaba disgusto por su brusquedad, por su incapacidad para relacionarse con la gente. Que sus ojos, acostumbrados a observar el dolor y a reconocer su sonido, le resultaban gratos.

Como le ocurría siempre que pensaba en ello, su parte racional le ordenaba que se alejara, que rompiera aquella carta, que cerrara los postigos y no volviera a verla nunca más; que no soñara con un futuro en el que transmitiría el Asunto a sus hijos inocentes, en el que se vería obligado a compartir su condena con la persona que más amaba.

Pero su otra parte, la que ansiaba cada día más llevar una vida normal, esa cotidianidad que solo a él le era negada, lo impulsaba a correr a la ventana, a abrirla de par en par y a llamar a Enrica a voz en cuello.

Como era obvio, se decantó por una solución intermedia: se levantó del sillón, apagó la radio y la luz, entró en su alcoba y fue a la ventana; al otro lado de la calle vio una luz encendida, como todas las noches; saludó con un leve ademán, la muchacha de las gafas que bordaba con la mano izquierda retribuyó el saludo con una graciosa inclinación de la cabeza.

Sonrió, indeciso, y le enseñó la carta que sostenía con mano temblorosa. Ella se sonrojó y apoyó un momento el bordado sobre el regazo. Luego se puso a bordar otra vez, sonriendo.

Ricciardi pensó que seguramente tenía fiebre.