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Livia decidió pasar por la jefatura para enterarse de dónde estaba Ricciardi y qué hacía; ella había contribuido de un modo determinante a que le dieran vacaciones y luego no había vuelto a saber de él.

Las noticias recibidas a través de la organización de Falco, con la lectura del informe, habían dado lugar a una larga reflexión tras la cual la fascinación que el comisario ejercía sobre la mujer fue aún mayor.

De modo que era noble y rico; disfrutaba de una posición que le habría permitido desempeñar un papel importante en la vida de la alta sociedad. No era homosexual, eso confirmaba lo que el instinto le había sugerido. No tenía una mujer. Había elegido vivir con modestia, en compañía de su vieja tata, en una zona no elegante y apartada. Incluso su amistad con Modo, por peligrosa que fuese, indicaba que Ricciardi tenía unos valores que prescindían de la utilidad personal.

Aquel hombre era un auténtico misterio. Fascinante, pensó Livia, y se apeó mientras el chófer le mantenía la portezuela abierta. Muy fascinante.

En el zaguán se materializó Ponte, el servil ayudante de Garzo, que vigilaba la entrada a la espera de novedades.

—Bienvenida, señora. El dottor Garzo estará encantado de recibirla. Por favor, sígame, que la acompañaré a su despacho.

Livia no estaba allí por Garzo, como era lógico.

—No, gracias. En realidad me gustaría ver al comisario Ricciardi.

Ponte la aferraba por el codo y no la soltaba.

—Pero el comisario no está, señora. Ha tomado vacaciones, ¿no se acuerda? Es más, me parece que quizá estos días lo vea usted más que nosotros, ¿no? Venga, pase. Es solo un momento, el dottore la saluda y luego se marcha. ¡Si se entera de que ha venido y no la he llevado a verlo, ya sabe usted cómo se enfada!

Sin dejar de charlar, la condujo escaleras arriba, hasta el despacho de Garzo, que la vio llegar por la rendija de la puerta.

—¡Mi querida señora! ¡Por fin un rayo de luz en este día oscuro y húmedo! ¡Por favor, póngase cómoda, pase, pase!

Livia estaba francamente arrepentida de haber tenido la idea de pasar por la jefatura.

—No, dottore, no quiero hacerle perder el tiempo, con lo ocupado que estará. He pasado solo para…, quería comentable algo a Ricciardi, pero su ayudante acaba de decirme que no está, de manera que…

Garzo hizo que se sentara casi a la fuerza y cerró la puerta a su espalda.

—Cinco minutos no son una pérdida de tiempo y menos si se emplean en hablar con usted y, sobre todo, en verla. ¿Cómo está? ¿Cómo van las cosas?

—Bien, muy bien, gracias. Voy completando mi organización doméstica.

Garzo intentaba resultar fascinante y mundano, pero a los ojos de Livia era más soso que nunca.

—Hablando de organización, ¿qué tal va la de la recepción? En la ciudad no se habla de otra cosa. Personalmente, me cuido muy mucho de comentar que hemos hablado de ello y que usted ha manifestado su deseo de invitarnos a mí y a mi esposa, pero escucho los comentarios con gran atención.

—Sí, sé que la gente se ocupa demasiado de estos pequeños acontecimientos mundanos. Para mí no es más que una oportunidad de ver a una antigua amiga y presentarle a mis nuevos conocidos, es todo.

El subjefe de policía adoptó un aire conspirador.

—Hablemos claro, señora. Su papel y su presencia en la ciudad están bajo observación. Bajo atenta observación.

Siguió un momento de silencio. Livia miraba al funcionario con nuevos ojos; ¿acaso era posible que ese hombre insignificante, ese burócrata vanidoso estuviera al tanto de la actividad de la misteriosa organización a la que pertenecía Falco? En el fondo se trataba de una especie de policía, y la jefatura podía estar al tanto. En tal caso, tal vez en su afán por complacerla, Garzo podría darle algún dato que le aclarara hasta qué punto Ricciardi estaba sometido a su vigilancia. Por extraño que pareciera, Livia sentía que podía proteger al comisario.

Decidió darle a entender que estaba al corriente de la vigilancia de la policía secreta y ver si así conseguía que Garzo le hiciera alguna confidencia.

—Claro, dottore; sé muy bien que la hija del Duce y, de paso, esta insignificante amiga suya, debemos ser vigiladas. Son tiempos difíciles, quién mejor que usted para saberlo. Pero como no tenemos nada que ocultar, resulta tranquilizador sentirnos protegidas. En especial cuando quien nos vigila tiene la gentileza de informarnos. En cuanto a la recepción estará rodeada de las máximas medidas de seguridad, de modo que, como invitado, puede estar tranquilo.

A Garzo se le iluminó la cara: oír que lo incluían explícitamente entre los invitados y descubrir al mismo tiempo que Livia estaba al corriente de la vigilancia de la policía secreta y que se alegraba de ello, era más de lo que podía esperar.

—Señora, yo también lo sé y estoy muy contento. Lo ha dicho usted muy bien, cuando no se tiene nada que ocultar, ser vigilados resulta tranquilizador.

No era verdad; los dos lo sabían. Corrían demasiados rumores sobre personas inocentes y poco advertidas que eran conducidas a lugares secretos para someterlas a procedimientos que, de manera inevitable, desembocaban en condenas; pero la desconfianza que ambos se tenían les impidió expresar esos temores.

—Dottore, yo venía para tener noticias de Ricciardi, al que no veo desde la última vez que estuve aquí. ¿Sabe usted algo? ¡Es un artista de la fuga!

Acompañó el comentario con una carcajada alegre, para disimular la preocupación que empezaba a embargarla.

—No sé nada, señora —dijo Garzo—. Es más, debo decirle que me gustaría enterarme de sus movimientos. Ya que estamos hablando en confianza, le comento que a veces toma iniciativas personales con las que corre el riesgo de meterse en aprietos. Algunos de sus comportamientos y de las personas que frecuenta podrían dar lugar a interpretaciones nada convenientes. Como sus amigos, usted y yo deberíamos presionarlo para que tuviera más cuidado.

Livia captó al vuelo que Garzo disponía de la misma información que le habían dado a ella. ¿Sabría algo más?

—Fíjese usted, eso mismo haré en cuanto se digne a dejarse ver. Pero usted, dottore, ¿tiene alguna idea de los compromisos que lo han llevado a tomarse estas vacaciones? ¿Dónde puedo localizarlo para hablar con él?

El subjefe de policía no tenía la menor intención de revelar nada más. Toda precaución era poca: ¿y si la propia Livia fuese una informante de Falco y su gente? No había que olvidar que venía de Roma, era imposible saber con certeza si la habían enviado para averiguar cosas sobre él y la jefatura.

—La verdad, no sabría decirle. La última vez que lo vi estaba usted presente. Además, ya sabemos que con Ricciardi uno nunca puede estar seguro de nada. Confío en que no se meta en ningún lío que exceda mi capacidad de protegerlo. Lo digo porque ha de saber usted, mi querida señora, que pese a mi afecto y simpatía personal, jamás haría nada que se opusiera ni por asomo a la voluntad del régimen.

Livia contuvo una mueca de disgusto. Qué ruin era ese hombre, sospechaba que ella era una informante.

—De eso no me cabe la menor duda, dottore. Gracias. Y ahora sí debo marcharme, que aún me queda mucho por hacer.

Garzo se levantó para acompañarla a la puerta.

—Claro, claro, me hago cargo. Hasta pronto, mi querida señora. Espero entonces una carta suya.

—La recibirá sin falta. Que tenga usted buenas tardes —dijo Livia.

Mientras el automóvil salía del edificio, Livia entrevió la silueta maciza de Maione. Le pidió al chófer que parara, bajó y fue hacia el sargento.

—Sargento, buenas tardes. ¿Cómo está? Acabo de ser secuestrada por su dottor Garzo, que no sabe nada de Ricciardi. ¿Por casualidad sabe dónde se ha metido?

Maione miró a su alrededor; parecía en apuros.

—No, señora. ¿Cómo voy a saber yo lo que hace el comisario? Está de vacaciones, ya lo sabe usted, dichoso él. Mientras nosotros seguimos aquí, trabajando.

Livia pasó por alto la reticencia del sargento con un rápido ademán.

—No me venga con numeritos, sargento. A usted y a mí nos preocupan el bienestar y la salud de Ricciardi. ¿Puede saberse en qué lío se ha metido? Un hombre no desaparece así de la noche a la mañana, y sé que usted no estaría mucho tiempo sin saber nada y él sin informarle. De manera que dígame, ¿qué está pasando?

Maione era un hombre casado, por lo que conocía de sobra la fuerza de la obstinación de las mujeres y sabía que no disponía de recursos suficientes para resistir. Será mejor que le diga algo, así le bailamos el agua a la señora, pensó.

—No sé si se acordará de que la última vez que se vieron yo estaba presente, el comisario le habló de la muerte de un niño de Capodimonte. Un huerfanito, pobrecito mío. Pues la última vez que hablé con él estaba investigando el caso, quería terminar de aclarar unos cabos sueltos. Le pidió al doctor Modo que hiciera unos estudios del cadáver, para establecer cómo había muerto, en fin, ese tipo de cosas. Es todo lo que sé. Y ahora, señora, tendrá que perdonarme pero me tengo que ir. He terminado mi turno y antes de irme para casa debo hacer una gestión. Hasta pronto, señora.

Y después de tocarse la visera del sombrero, abrió un paraguas enorme y se marchó bajo la lluvia.

Al oír el nombre del médico, Livia se preocupó todavía más. Esperó con todas sus fuerzas que Ricciardi no se estuviese metiendo en un buen embrollo.

Por enésima vez Enrica pasó delante de la ventana y echó un vistazo al otro lado de la calle. Oscuridad. En la casa de Ricciardi no se veía una sola luz encendida. Era angustiante, porque no tenía manera de saber si había leído o no su carta de respuesta.

Había elegido un tono cortés, cordial pero no afectuoso, mediante el cual informaba a Ricciardi que no le disgustaba en absoluto que la saludara, y que para ella era un placer verlo y retribuir sus saludos. Se refirió a las relaciones de buena vecindad y a la educación recibida. Con aparente desenvoltura, hacia el final de la hoja escrita con prolija caligrafía de zurda, a la que ni siquiera las monjas habían podido corregir, había dejado caer el comentario de que no había nadie que pudiera ofenderse si la saludaba, y que esperaba que en su caso ocurriera lo mismo.

Ahora estaba muy preocupada. Temía que aquella mención de la inexistencia de un prometido y de una prometida pudiera interpretarse como una advertencia y diera a entender que ella aspiraba a una relación seria y definitiva. ¿Y si llegaba a pensar que su condición de seguir soltera a esa edad la convertía en una cazadora a la búsqueda desesperada de una boda? Y si no le escribía nunca más, ¿qué haría?

Suspiró; para alguien tan paciente como ella, esa ansiedad de la espera era una situación nueva y difícil de soportar. Decidió que si al día siguiente no recibía una respuesta, volvería a ver a Rosa para tener noticias.