Viernes, 23 de octubre de 1931 – IX
Tetté suelta la mano del padre Antonio y sube al coche. Entorna los ojos: el olor a cuero de los asientos, a aceite caliente del motor, a gasolina. El ruido de la velocidad, la leve brisa que entra por la ventanilla.
Hola, amor mío, dice su ángel. Él le sonríe, enamorado. Adora cada momento que pasa con ella, no importa dónde estén ni adónde vayan. Le apena un poco haber dejado al perro, pero sabe que él lo entiende porque se lo ha explicado: solo será un rato, nada más, le susurró acariciándolo, una hora, como mucho dos.
Ella le acaricia el pelo, él sostiene la gorra en la mano. ¿Adónde quieres ir?, le pregunta. ¿Qué tal una buena pastelería? Sí, contesta él. Claro que sí.
Piensa que los demás niños no disponen de un momento así. Sueñan con él, eso sí. Una de las primeras veces le pidieron que les contara, venga, tartaja tonto, cuéntanos adónde fuiste con la señora Carmen. Y a él le hubiera gustado contarles, pero la serpiente le subió desde el estómago y ya no pudo; entonces le pegaron, los mellizos lo aguantaban, Saverio le daba patadas en el estómago y Amedeo reía. Cristiano salió, para no ver.
Cristiano le cae bien a Tetté. Piensa que hasta podrían llegar a ser amigos, si él pudiera hablar. Es el único que a veces lo protege, el único que se interpone.
Desde aquella paliza, cada vez que salen, le ruega al ángel que le deje llevarse algo, un pastel, una galleta, unas pastas. Así puede dárselas, ellos comen y él se ahorra los golpes.
Todos la tienen tomada con él porque su ángel lo quiere. Pero como todos reciben algo a cambio, dejan que se quede con eso, y no lo muelen a palos ni le cuentan a ella mentiras, algo feo.
Mientras el coche llega a la pastelería y se detiene, Tetté piensa en lo que Nanni, el sacristán, le ha dicho. Piensa en esa cosa fea que está ocurriendo, ese secreto que él no quería, piensa que si el ángel llegara a enterarse, como ha dicho Nanni, no querría volver a verlo.
Tetté podría perderlo todo. Hasta al perro podría perder, y él lo quiere con locura, es su único amigo. Jamás renunciaría a esos momentos en compañía del ángel. Jamás.
Ahora han entrado en la pastelería, el propietario hace una reverencia, les asigna un camarero que los acompaña a una mesa. El ángel le pregunta qué quiere, él señala un pastelito de crema.
Come, no se lo termina porque no puede más. El ángel ríe, dice, será posible que tengas tanta hambre, seas tan flaquito y comas como un pajarito. Él se ríe, ¡cómo un pajarito! Le ruega al ángel que pida que le envuelvan el pastelito sobrante, así se lo lleva a los otros chicos. Ella se conmueve y, enternecida, le dice que eso está muy bien, que es muy bueno por pensar en los niños menos afortunados. Tetté piensa, sí, claro, así nadie me aporrea como un tambor en la fiesta de Piedigrotta.
Piensa que a lo mejor consigue guardar un pedacito para dárselo al perro, pero debe buscar otro sitio donde esconderlo, ahora que ya saben lo del ladrillo suelto de la pared.
Su ángel le pregunta lo de siempre. ¿Cómo estás? ¿Cómo te tratan en la parroquia? ¿Alguien te hace daño? ¿Y el trapero?
¿Qué debería contestar, Tetté? ¿Acaso debería estropear esos momentos que tanto espera, que tanto anhela? ¿Debería hablar del odio, de los desprecios, de las burlas? ¿No es mejor, piensa Tetté, separar las dos vidas y disfrutar de esos momentos en el cielo?
No. Dice que no con la cabeza y sonríe. Va todo bien, ángel mío.
Todo bien, si tú estás a mi lado.