36

Carmen se detuvo cerca del portón de uno de los edificios más hermosos de la via Toledo, poco antes del largo della Carità.

—El hijo que no tuve. No sé por qué me encariñé tanto con él. Habría podido elegir un niño más pequeño aún, y… sano, sin defectos. Quizá una niña, para educarla y vestirla como a una muñeca. Muchas lo hacen, ¿sabe usted, comisario? Muchas de mis amigas tienen un pupilo con el que dan rienda suelta a su instinto maternal. Pero yo no quería un juguete, y Tetté no lo era.

Ricciardi recordó el intercambio de sobres blancos y le preguntó:

—He visto que el padre Antonio, en el hospital y al terminar la ceremonia, se acercó a usted. Me dijo que le preocupaba que usted no volviera a ver a los demás chicos ahora que Tetté ha muerto. ¿Es cierto?

Carmen esbozó una amarga sonrisa. Poco a poco, siguiendo un proceso que Ricciardi tenía la desgracia de conocer a fondo, el dolor sordo fue dando paso a una muda tristeza que tardaría mucho tiempo en desaparecer y que tal vez no desaparecería nunca.

—El dinero. Al padre Antonio le preocupa el dinero, ¿cree acaso que no lo sé? Lo sé muy bien y no me importa. Dispongo de mucho más dinero del que necesito. Y él, como usted mismo ha dicho, al menos hace algo por esos niños. No sé si conseguiré volver a la parroquia. No me siento con ánimos de ver ese lugar sin…

Rompió a llorar otra vez. Algunos viandantes se volvieron a observarla; su traje negro hablaba de un luto reciente, de modo que la gente le echaba miradas de conmiseración. Carmen se calmó y siguió diciendo:

—Jamás volveré a encariñarme con ningún niño, comisario. De eso estoy segura. Le acariciaba la cabeza, y él la apretaba contra mi mano para no perderse un solo momento. Nunca más podré acariciar a otro niño.

Ricciardi sentía una gran pena por aquella mujer a la que la naturaleza primero y la suerte después había privado del único sentimiento que le habría gustado experimentar.

—Señora, no debería hablar ahora, con la pérdida tan reciente. Espere. En eso estoy de acuerdo con el padre Antonio. Son tan pocas las personas que hacen algo por esos niños perdidos. No puede renunciar.

Carmen no escuchaba, estaba sumida en sus recuerdos.

—Le había comprado un traje de marinerito. Cuando iba a recogerlo para dar nuestros paseos, le pedía al padre Antonio que se lo pusiera. Estaba guapísimo, y se lo veía tan feliz. Me di cuenta de que solo le ponían esa ropa cuando salía conmigo, porque no se le estropeaba nunca. ¿Cómo pudo haber ocurrido, comisario? ¿Tan hambriento estaba para comerse los cebos para ratas? ¿Cómo es que no me lo dijo a mí que podría haberle dado de todo?

—No lo sé, señora. Estoy tratando de averiguarlo. Antes hablaba con el doctor Modo, que se ocupó de…, de practicar los estudios necesarios en el cuerpo del niño; encontró muchas marcas, morados, equimosis. Aunque nada vinculado al momento de la muerte o inmediatamente anterior.

Carmen abrió los ojos como platos.

—No tuve valor para verlo muerto, comisario —dijo—. Eleonora me lo contó…, estaba escandalizada. Dijo que era atroz, ensañarse así con el pobre cuerpo de un niño muerto. Yo…, yo no sé qué pensar, la verdad. No consigo hacerme a la idea de que no lo veré más. Pero, dígame, ¿qué marcas tenía? ¿De qué eran esas heridas que tenía?

—No, señora, no se trataba de heridas propiamente dichas. Más bien marcas de malos tratos. Por ejemplo, alguien lo había agarrado del cuello un par de días antes.

La mujer se tapó la boca con la mano para ahogar un grito.

—¿De veras? Del cuello… ¿Acaso querían matarlo? Entonces su muerte podría ser… ¡Ay, Dios mío!

Ricciardi levantó una mano para detener el flujo de tales pensamientos.

—No, señora, no. No es así. Le repito que la muerte fue por completo accidental. No hay señales de ingestión forzada. Tetté comió voluntariamente esos cebos. Me gustaría saber si últimamente él le había hablado de algún maltrato. De algún enfrentamiento violento. En una palabra, si había alguien que la hubiera tomado con él.

Carmen trató de hacer memoria.

—Sé que la vida en la parroquia no era fácil. No le gustaba hablar de ello, quizá temía que yo me quejara al padre Antonio y que tomasen represalias con él. Los demás chicos le gastaban bromas pesadas porque era tartamudo, se desquitaban con él porque era el más pequeño, el más indefenso. Una vez apareció con un morado en la cara, pero no me quiso decir cómo se lo había hecho, dijo que se había caído, aunque no le creí. Se lo dije al párroco y me prometió que se ocuparía del asunto, luego ya no supe más.

Ricciardi aprovechó la ocasión.

—¿Le habló alguna vez de las personas con las que tenía tratos, de lo que hacía? De su trabajo de aprendiz, por ejemplo, del sacristán, del propio padre Antonio; si visitaba algún sitio, si iba a algún sitio, no sé, tal vez con ese trapero llamado Cosimo Capone, o con otras personas.

Carmen se pasó una mano temblorosa por los ojos, tratando de recordar.

—No lo sé, la verdad, en este momento, creo que no… Me hacía daño pensar en él abandonado a sí mismo, y él lo sabía, por eso no me contaba demasiadas cosas. Ese hombre, el trapero con el que hacía de aprendiz, por ejemplo, un día me los encontré juntos por casualidad, primero vi a Tetté; me dio una pena inmensa, tan desharrapado, con ese perrito. Pero sonreía, no me pareció infeliz. El hombre era raro, llevaba un frac mugriento y un sombrero deformado, recitaba una poesía, me parece recordar, rodeado de gente que se reía. Me marché para que Tetté no me viera, a él le gustaba mucho ir pulcro y bien vestido cuando me veía. El trapero no me pareció mal hombre y, le repito, Tetté sonreía.

Ricciardi insistió.

—Aparte del recorrido que hacía con el trapero, ¿iba a otros sitios? Por las noches, por ejemplo, ¿iba a algún sitio?

Carmen arrugó la frente, esforzándose por hacer memoria.

—No, comisario. Eso sí que me parece raro, Tetté en la calle por la noche, lo encuentro absurdo. Le tenía mucho miedo a la oscuridad, no le gustaba; no lo veo yo recorriendo las calles en noches de lluvia, con rayos y truenos. Y mucho menos en sitios insólitos, distintos de los que estaba habituado a recorrer. Por Dios, comisario, no quiero ni pensarlo, que su muerte hubiese podido evitarse.

Ricciardi pensó que era mejor terminar la conversación; la mujer parecía al borde de un ataque de nervios.

—Señora, dejémoslo aquí por ahora. Necesita usted descansar. Si se acordara de algo, en la jefatura encontrará al sargento Maione. Yo estaré ausente unos días, pero él sabrá dónde localizarme.

Carmen asintió, aún pensativa, y se dirigió hacia el portón. Luego se detuvo y volvió sobre sus pasos.

—Comisario, quiero decirle algo. Tal vez piense que si lo hubiese querido como le cuento, habría adoptado a Tetté para que estuviera conmigo.

—Señora, yo…

La mujer lo interrumpió levantando una mano enguantada.

—Sé que lo piensa. Yo también lo pienso. Y esa era mi intención, a Dios pongo por testigo. Pero ha de saber que mi marido está enfermo, muy enfermo. La enfermedad lo ha dejado completamente inválido, y llevar un niño a casa, estando él en esas condiciones, le hubiera hecho daño.

A Ricciardi lo turbó esa confidencia.

—Por favor, señora, ¿quién soy yo para pensar nada ni para juzgar? Lo único que pretendo es descubrir si en esa desgraciada muerte puede haber algo que la explique. Es todo.

Carmen asintió.

—Pero yo me sentiré condenada para siempre, comisario. Condenada por la idea de que si hubiese estado conmigo esa noche y no abandonado a su propio destino, ahora tal vez Tetté estaría vivo. Y yo habría tenido una posibilidad de ser feliz.

Dio media vuelta y se marchó, cargando sobre sus hombros un inmenso dolor. Ricciardi sintió pena por ella; lo que había dicho era verdad.