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Viernes, 23 de octubre de 1931 – IX

En el cuarto hace un frío tremendo. Es temprano todavía, aunque Tetté lleva rato despierto, arrebujado bajo una pila de sacos que le sirven de manta.

La lluvia que golpetea en los postigos cerrados y la humedad deberían entristecerlo; pero Tetté sonríe feliz. Ese es el día más hermoso de la semana. El día de su ángel.

Tetté sueña despierto y espera. Cuando Nanni abre la puerta y grita arriba todos, salta de la cama y se pone a doblar las improvisadas mantas, saca de debajo de la yacija los pantalones y la camisa. Se estremece al ponérselos, son de hielo sobre la piel desnuda.

Tras asegurarse de que incluso los más recalcitrantes se han despegado de las mantas, el sacristán se acerca a Tetté y le indica por señas que lo acompañe a la otra habitación. Tetté lo sigue, embargado por la alegría. Los demás chicos lo miran, y los mellizos intercambian un guiño cómplice.

En la otra habitación hace más frío aún, porque allí no duerme nadie; es un cuarto minúsculo que el sacristán mantiene cerrado con llave. Hay una mesa, dos sillas y un armarito de hierro cubierto de herrumbre, también cerrado. El sacristán saca la llave del bolsillo y lo abre. Tetté no puede disimular la sonrisa, y Nanni le lanza una mirada ceñuda.

El hombre saca del armario unos pantalones cortos y una blusa de marinerito, un sombrero y un par de zapatos negros de cuero. Las prendas están inmaculadas, perfectamente planchadas. Nanni las despliega sobre la mesa como si fueran una reliquia y se sienta a ver cómo se cambia Tetté.

A Tetté no le gusta la mirada del sacristán porque en ella no se lee nada. Siempre tiene los ojos enrojecidos; Tetté sabe, como todos los chicos, que por las noches se emborracha en una taberna del puerto. Muchas veces, en verano lo han visto tirado en la calle, roncando con la boca abierta.

Te estás haciendo mayor, dice Nanni mientras lo mira. Mayor de verdad. Tetté se apura, quiere terminar de ponerse la ropa limpia; con las prisas pierde el equilibrio y a punto está de desgarrar el pantalón. El hombre salta como un resorte y le suelta una bofetada.

Tartaja imbécil, le dice: estos pantalones valen mucho más que tú. No tienes idea de lo que te hará el padre Antonio si llegas a romperlos. A Tetté le zumba el oído en el que acaba de recibir el golpe, pero se traga las lágrimas. Quiere terminar enseguida y salir del cuarto.

Nanni sigue hablando: recuerda que conozco tu secreto, tartaja. El secreto que solo sabemos tú y yo. Y recuerda que puedo contarlo, y si lo cuento, lo pierdes todo, tartaja tonto. Te quedarás sin nada, incluso sin esos bonitos paseos en coche con la señora y tu ropa nueva.

A Tetté le gustaría contestar: querría decirle no, yo no quiero ese secreto, ¡quédatelo! Yo solo quiero estar con mi ángel y nada más. ¿Por qué no me dejas en paz?

Le gustaría; pero la serpiente ha subido desde su estómago y se le ha enroscado en la garganta, cortándole el aliento. Y, como siempre, le impide hablar.

El hombre se ríe, abre la boca llena de dientes podridos. A Tetté le llega el aliento a vino. Tetté cierra los ojos y piensa: total dentro de dos minutos yo ya me habré ido de aquí. Dentro de dos minutos estaré en la calle, el padre Antonio me llevará de la mano, y así vestido con mi ropa nueva esperaré a que llegue el coche y me lleve.

Con mi ángel.