El carruaje se puso en marcha, salió del patio del hospital y se internó en el concurrido barrio popular della Pignasecca.
Pese a la llovizna el mercado era un bullir de mil sonidos, reclamos, riñas, ruidosos regateos; cuando el blanco carruaje apareció cayó un silencio espectral y la multitud se partió en dos columnas para darle paso. Los caballos conocían su oficio y, aunque la carga era ligera, adoptaron unos andares acompasados y majestuosos.
El padre Antonio abría el cortejo, con su hisopo, seguido de los mellizos vestidos de monaguillos; su aspecto, por completo idéntico siempre que el desdentado no abriera la boca, resultaba muy coreográfico.
Seguía Carmen, que no dejaba de llorar, sostenida por una Eleonora seria y matronal.
Los otros tres chicos caminaban con la cabeza gacha; Cristiano lanzó una veloz mirada a Ricciardi, tras lo cual clavó los ojos en el suelo y no volvió a levantarlos. Un paso por detrás de ellos iba el sacristán, vigilando sus movimientos como un carcelero.
Ricciardi y Modo, el primero con la cabeza descubierta, el otro con el sombrero bien calado, cerraban el séquito. Detrás de ellos, rugiendo como una pantera dispuesta a atacar, el Fiat Torpedo en el que habrían llegado las dos mujeres.
Los hombres se descubrían o hacían un saludo militar; las mujeres se persignaban, hubo quien llegó a sacar un rosario y se puso a rezar en silencio. Muchos preguntaban con curiosidad a la persona que tenían a su lado quién era el muerto: a un pobre no lo enterraban con tanto fasto, carruaje y flores, y cuando moría un niño de buena familia, de inmediato se corría la voz.
Al llegar a la esquina de la basílica dello Spirito Santo, cuando la calle se juntaba con la via Toledo, Carmen abrió su bolso negro, sacó un puñado de confites blancos y los lanzó hacia los costados como quien siembra. Cual enjambre, los niños descalzos y desharrapados, se abalanzaron en silencio para recuperar las golosinas y empezaron a disputárselas.
Ricciardi y Modo se miraron, conocían la costumbre; aquellos confites representaban todas las fiestas que el niño muerto ya no celebraría: la comunión, la confirmación, el matrimonio. Observaron a aquellos niños, alegres y hambrientos, que iban detrás del cortejo fúnebre. La muerte y la vida entrelazadas por toda la eternidad.
Saverio, uno de los muchachos de Santa Maria del Soccorso, obedeció a su instinto y se abalanzó sobre un puñado de confites para disputárselos a dos granujillas, pero el sacristán lo agarró por el pescuezo con un rápido ademán y lo devolvió a su sitio.
El cortejo mantuvo la formación hasta la piazza Dante, donde se disolvió. Uno de los enterradores se acercó a Carmen, que sacó un sobre de su bolso; el hombre se tocó el ala del sombrero y volvió al carruaje, que partió en dirección al cementerio de Poggioreale. Ricciardi esperó aparte con Modo, mientras el padre Antonio se detenía a saludar ceremonioso a las dos damas. Al comisario no se le escapó la elegancia y la rapidez con que ocultó entre los pliegues de la sotana el otro sobre que Carmen sacó del bolso.
Tras dedicar unos minutos a intercambiar las condolencias al uso, el cura se fue hacia Capodimonte, seguido de los muchachos y el sacristán. Antes de marchar se volvió en dirección a Ricciardi y lo miró brevemente a los ojos. El comisario le sostuvo la mirada, hasta que el cura apartó la suya.
Modo se acercó a Ricciardi y lo aferró del brazo.
—Hasta la vista, amigo mío. Después de haber acompañado a un muerto voy a ver si puedo hacer algo bueno por algún vivo, que a lo mejor no lo seguirá siendo por mucho tiempo. Vete con cuidado. Estoy preocupado por ti, aunque este Ricciardi que investiga por su cuenta no me disgusta.
Ricciardi lo obsequió con la mueca que tenía por sonrisa.
—Siempre ponemos fin a nuestros encuentros recomendándonos mutuamente ir con cuidado. Hay algo que no funciona.
Se acercó a las dos mujeres. Eleonora lo miró de reojo con cierta hostilidad y se dirigió a Carmen:
—Si quieres te espero en mi coche. Cuando hayas terminado te llevo a tu casa.
—No, vete tranquila. Le pediré al comisario que me acompañe a casa. Vivo aquí cerca, a pie son diez minutos, y no llueve demasiado. Me vendrá bien tomar un poco el aire. Gracias, Eleonora. Más tarde te telefoneo.
Sin dejar de escrutar con gesto torvo al impasible Ricciardi, Eleonora dijo:
—De acuerdo, si así lo quieres. Recuerdos para tu marido. Hasta luego.
Y se marchó sin saludar.
—Me temo que no le caigo muy bien a su amiga. Interpreta mis preguntas acerca de la vida de Matteo como una duda sobre la forma en que el padre Antonio ayuda a los muchachos, sensación que él también comparte —comentó Ricciardi.
—¿No es así, comisario? Si no es ese, ¿cuál es el motivo de sus preguntas? —contestó Carmen con la voz aún ronca por el llanto.
Echaron a andar y recorrieron la via Toledo en sentido contrario al cortejo fúnebre. Carmen había abierto un gracioso paraguas para protegerse de la lluvia. Ricciardi comprobó que era joven, quizá no tendría más de treinta años, pero sus ojos reflejaban un dolor insoportable.
—No, señora —contestó—, no tengo dudas sobre el padre Antonio. Pero considero que se podría hacer algo más; aunque lo que hace ya es mucho. Tampoco tengo dudas sobre la trágica casualidad de la muerte de Tetté, dicho sea de paso. Lo que quiero saber es cómo evitar que eso le ocurra a algún otro niño, si fuera posible. Y para saberlo tengo que averiguar más cosas sobre la vida del niño, es todo.
Carmen se sonó la nariz con el pañuelo que guardaba en el guante.
—Comprendo. Verá, comisario, yo soy estéril. Desde niña he soñado con una sola cosa: tener un hijo mío. Vengo de una familia sencilla; mi padre era maestro, mi madre, ama de casa. Yo la miraba y ansiaba llegar a ser como ella con mi hermanito: una madre, solo una madre. Después conocí a mi marido, y con él me hubiera gustado tener diez, doce hijos. Una familia numerosa de esas sanas y alegres. Pero no hubo manera, los hijos no llegaron.
Ricciardi percibía la incesante oleada de melancolía en la voz de la mujer: un flujo como la resaca del mar, tranquilo y terrible.
—He perdido la cuenta de los médicos a los que consultamos, de los santuarios que visitamos. Mi marido es rico, ¿sabe? Muy rico. Habría podido adoptar cien niños, pero yo no quise. Yo quería sostener entre mis brazos a la carne de mi carne, el fruto de mi amor, no el de los otros. Al cabo de diez años nos resignamos. Envejeceremos solos, con nosotros desaparecerá el apellido de mi marido. Yo me he dedicado a las obras de caridad. Esta ciudad las necesita con desesperación, comisario.
Ricciardi asintió; lo sabía perfectamente.
—Un año más tarde, más o menos, conocí a Tetté. Era el más pequeño, tartamudo, ni siquiera conseguía hablar. Pero tenía una sonrisa, comisario, una sonrisa que me deshacía el nudo que llevaba en el pecho sin saberlo. Lo recuerdo…, disculpe…
Carmen tuvo un acceso de llanto. Ricciardi esperó a que se le pasara.
—Nos entendimos enseguida con solo mirarnos. Él no hablaba con nadie, su defecto impacientaba a los adultos, incluso a Eleonora, y los demás chicos le tomaban el pelo. Yo nunca he ido sobrada de paciencia, pero con él no se me agotaba nunca. Nos pasábamos horas juntos, él dibujaba y yo le hablaba con dulzura, al final conmigo ya casi no tartamudeaba. Era capaz de hablarme de su mundo, de sus cosas. Yo le contaba mis cosas, él me contaba las suyas. Era como si nuestras dos soledades se hubiesen encontrado, tras haberse esperado durante mucho tiempo.
Ricciardi escuchaba en silencio.
—¿Lo veía a menudo, señora? —le preguntó—. Quiero decir, aparte de las clases que le daba dos veces por semana.
Carmen suspiró.
—Iba a recogerlo al menos una vez por semana. Le encantaba mi coche, no cabía en sí de gozo cada vez que podía venir. Le había comprado unos trajes que le guardaban en la parroquia, y se los ponían solo cuando salía conmigo. Lo llevaba a comer, pero con poca cosa se llenaba, porque tenía el estómago pequeñito. Me lo llevaba a pasear sin el chófer, a él le encantaba asomarse a la ventanilla para que el viento lo despeinara, y en verano bajaba la capota y qué manera de reírnos, cuánto nos reíamos. Para él y para mí eran los momentos más felices. Era el hijo que no había tenido, comisario. Por fin Dios me lo había dado.