Viernes, 30 de octubre de 1931 – X
Ricciardi llegó al hospital muy temprano. Quería ver a solas al doctor Modo y hablarle con tranquilidad antes del funeral de Tetté.
Para variar, llovía, aunque esa mañana la lluvia también estaba de entierro. Leve, constante, teñía de gris el aire, las almas. El color adecuado, pensó el comisario. A lo largo del trayecto no vio al perro; pero no se sorprendió. Lo encontró en el lugar que esperaba, el patio que daba al depósito de cadáveres del hospital, a una distancia discreta, echado en un entrante de la tapia. Fumando debajo de la marquesina estaba Modo, que lo miraba.
—Ese perro me pone nervioso. Lo veo mucho por aquí, desde que llegó el niño. De vez en cuando se va, como si respondiera a una llamada; aunque después vuelve. El otro día hice el turno de noche y no se movió en todo el rato. Le di algo de comer, pero no se acercó. Esperó a que me alejara, y después se lo zampó todo en un visto y no visto.
—Ya. Últimamente yo también me lo he encontrado. Recorre las mismas calles por las que iba con Tetté —asintió Ricciardi.
—Conque Tetté, ¿eh? Tanto investigar, tanto investigar, te has encariñado con el niño después de muerto. Por lo demás, es algo que te pega. El sombrío Ricciardi siente más apego por los muertos que por los vivos. A lo mejor te has equivocado de oficio, deberías dedicarte al mío. O al de esos de ahí —dijo Modo.
Indicó con la cabeza el blanco carruaje fúnebre tirado por dos caballos, en el que dos hombres fumaban y zapateaban para quitarse el frío.
—No han reparado en gastos ¿te has fijado? Quien haya pagado el entierro quiso uno de buen nivel. Nada exagerado, nada pomposo, pero de buen nivel. El último viaje lo hará en carruaje, tu… ¿cómo lo has llamado? Tetté. Pocos años, pero su salida de escena será digna de mención.
—Por cierto, Bruno, ¿quién paga el funeral? El cura no me pareció muy propenso a los gastos de representación.
—¡Qué va! Esos cobran también por la ilusión del Paraíso, imagínate si van a soltar un céntimo para enterrar a un huerfanito. El cura ese no, seguro. Se lo pregunté a los enterradores; el funeral lo pidió y lo pagó una tal señora Fago di San Marcello que, según parece, era dama de la caridad e iba a la parroquia de Santa Maria del Soccorso. Se ve que le sobra el dinero. Podía haberlo gastado mejor dándole de comer al niño, así no se habría visto obligado a zamparse los cebos envenenados y ahora seguiría vivo, jugando con su perro.
—Siempre cínico y materialista. Sin embargo, es bonito que al menos ahora que está muerto tenga quien lo llore. Estuve preguntando por ahí y me pareció entender que a nadie le importaba un rábano este niño —dijo Ricciardi negando con la cabeza.
—En una palabra, un fantasma. Uno de los miles, tal vez de los centenares de miles de fantasmas de esta ciudad. Esos a los que nadie ve.
Serás tú, pensó Ricciardi. Hay alguien que, por desgracia, sí ve a esos fantasmas.
—Así es, Bruno. Pero por lo menos después de muertos tienen derecho a obtener una respuesta.
Modo aspiró una bocanada de humo del cigarrillo.
—Por eso el comisario Ricciardi, caballero de las almas perdidas, se pone a investigar el caso. Pero ojo, ten en cuenta que tu jefe máximo, botas y uniforme negro incluidos, está a punto de llegar y querrá encontrarlo todo en orden. Verás cómo acaba agarrándote de la oreja y a fuerza de patadas y aceite de ricino te explica lo contrario, que todo va bien, que la ciudad es maravillosa y está en orden, y que el rancho es excelente y abundante.
—Te estás haciendo viejo, Bruno. Y con la vejez te entran unas feas obsesiones. Todos tus comentarios conducen siempre a la política. ¿Es que no te das cuenta de que así no resultas muy distinto de aquellos a los que odias? Ellos también hablan siempre y únicamente de política. A mí la política no me interesa nada. Lo que me interesa es hacer lo que puedo. Si todos hiciéramos lo mismo, a lo mejor ya nadie hablaría de esos grandes temas. Por fin —respondió Ricciardi.
—Luigi Alfredo Ricciardi, alias san Francisco. ¡Bravo! Mándalo todo a paseo, dejémoslo en manos de esa gente. Total, ya son amos y señores.
Ricciardi se encogió de hombros.
—Basta, basta, te lo pido por favor —dijo—. He aprendido la lección: debo darte la razón enseguida, así podemos cambiar de tema. Hablando de cambiar de tema, aparte de la forma en que murió, el otro día comentaste que el niño estaba muy deteriorado. ¿Me lo explicas mejor?
Modo aplastó la colilla en el suelo y exhaló la última bocanada de humo.
—Déjame que haga memoria… Estaba flaco, esquelético, tú también lo viste. La capa de grasa debajo de la piel era una delgada película. Excoriaciones en las rodillas, moretones en las piernas, producidos días y semanas antes, no en el momento de la muerte. Una quemadura en un brazo, más bien grave, pero antigua, de hace uno o dos años. Bastante profunda. Una fea cicatriz. Como detalle raro, unos moretones en el cuello de tres o cuatro días antes de la muerte, porque las marcas eran azuladas, no rojas; alguien lo agarró del cuello. Esos chicos sostienen unas peleas tremendas para sobrevivir, a menudo entre ellos. Pero él no devolvía los favores: tenía las manos en condiciones, las uñas no estaban rotas, no había morados en los nudillos. Aguantaba y punto. No obstante, la piel de la planta de los pies era gruesa como una suela por su costumbre de andar descalzo.
—O sea, nada que fuera muy reciente. Nada que lleve a pensar en un forcejeo anterior a la muerte —apostilló Ricciardi.
—No, ya te lo he dicho. La ingestión de los cebos fue voluntaria, no forzada. La cavidad oral, el esófago, el interior de las mejillas: todo en orden. Las que acabo de mencionarte son heridas de guerra, la guerra que un niño como ese entabla a diario para vivir en esta tu hermosa ciudad fascista.
—Que es también la tuya, por cierto. Por lo menos hasta que vengan a llevarte dos hombres de negro y no volvamos a saber nada más de ti.
Modo se restregó las manos para calentárselas.
—Me dicen que muchas veces el exilio es en lugares cálidos, de playa. Aunque el mayor premio será no tener que volver a verte la cara.
Se interrumpieron cuando llegó el pequeño cortejo de la parroquia de Santa Maria del Soccorso: a la cabeza iba un afligido padre Antonio, con paramentos sacerdotales y sombrero saturno; detrás iban los cinco muchachos, que lucían sus mejores ropas y aun así estaban bastante raídas, sus cabezas rapadas brillaban con la lluvia; cerraba el cortejo el sacristán, la gorra de paño con visera calada hasta las orejas y las manos en los bolsillos. El párroco cruzó unas miradas con Ricciardi y Modo y los saludó con una fría inclinación de la cabeza antes de entrar en la capilla del hospital.
Instantes más tarde hizo su entrada en el patio un Fiat Torpedo color crema, conducido por un chófer con librea. El hombre se apeó y, tratando de no embarrarse, abrió la portezuela posterior por la que descendió la señora De Nicola Bassi, majestuosa como el automóvil, con abrigo marrón; detrás de ella iba otra mujer, más joven, completamente de negro. Ricciardi observó con curiosidad su figura: esbelta y muy elegante, bajo el sombrero con velo negro se vislumbraba la piel clara. Caminaba inclinada hacia adelante, cubriéndose la boca con un pañuelo; parecía la alegoría del sufrimiento.
Las dos mujeres entraron en la iglesia. Modo y Ricciardi las siguieron y se quedaron de pie en el fondo de la nave. En el centro, sobre un catafalco, un ataúd blanco de pequeñas dimensiones; dentro del cajón Tetté parecía más diminuto.
Los muchachos se apretujaban en el mismo banco; trataban de mantenerse lejos del cajón, como si la muerte fuese contagiosa. Al pasar cerca para ocupar la primera fila, sostenida por la señora De Nicola, la otra mujer estalló en desconsolados y roncos sollozos. El padre Antonio se le acercó para sostenerla y acompañarla hasta su asiento.
El oficio fúnebre fue breve y solemne. Ricciardi tuvo la impresión de que el padre Antonio no se lo tomaba con auténtico interés, aunque habló muy bien; atribuyó esa impresión a su propio prejuicio. Durante todo el oficio Carmen Fago di San Marcello, así se llamaba la otra dama de la caridad, no dejó de sollozar y toser. Un dolor así no se fingía: el comisario sintió de inmediato una fuerte afinidad con ese sufrimiento tan profundo.
Al final entraron los enterradores y se llevaron el ataúd para depositarlo en el carruaje. Entretanto habían llegado algunas coronas de flores en cuyas cintas se indicaban como remitentes a la señora De Nicola y la organización de las damas de la caridad. En una, la más hermosa, solo ponía: a Tetté, con todo mi amor. La señora Fago se acercó, sacó una rosa blanca, la besó y luego la depositó con cuidado sobre el pequeño ataúd mojado de lluvia. Ricciardi fue hasta donde ella estaba y tras una leve inclinación de la cabeza, le dijo:
—Señora, me llamo Ricciardi. Siento mucho esta pérdida. No conocí al niño, pero lo lamento en el alma y la acompaño en el sentimiento.
La mujer se subió el velo, dejando al descubierto unos ojos enrojecidos e hinchados y una cara hermosa atormentada por el dolor.
—El comisario, sí, me han hablado de usted. Yo soy Carmen Fago; gracias. La pérdida es de todos, era imposible no querer a Tetté.
—No me cabe duda. Le pido disculpas por molestarla en estas circunstancias, pero para mí sería muy conveniente hablar con usted un momento, luego…, al finalizar la ceremonia.
La señora De Nicola, que se había acercado para avisar a Carmen de que el cortejo fúnebre se disponía a partir, fulminó a Ricciardi con la mirada.
—¿Le parece a usted que es momento para esto? Es usted un insensible, no tiene corazón. ¿No ve lo desesperada que está mi amiga?
La señora Fago apoyó una mano enguantada en el brazo de su amiga.
—No, Eleonora, te lo ruego, quiero hablar con el comisario. Él quiere entender, yo también.
La otra trató de protestar.
—Carmen, ya te lo he dicho, no hay nada que entender. Fue una desgracia, una terrible desgracia. ¿Por qué quieres seguir atormentándote?
La más joven negó con la cabeza, decidida.
—Yo lo vi apenas dos días antes. Lo vi y estaba bien, ¿lo entiendes? Estaba bien. Era mi niño, el que me permitió sentir la ternura que me niega la naturaleza. No puedo, no quiero dejar que se vaya así.
Se dirigió otra vez a Ricciardi.
—Comisario, estaré con usted enseguida, en cuanto Tetté… cuando lo hayamos dejado. Le ruego que me espere.