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Todo aquel que hubiese entrado en el despacho del final del pasillo de la segunda planta de la jefatura se habría encontrado con un solícito subjefe de policía a punto de espulgar unos informes en un ambiente reluciente, donde todo era orden y limpieza. Un auténtico himno a la eficiencia y a la devoción por el trabajo del nuevo Estado fascista.

La realidad era un tanto diferente. Los ojos recorrían las líneas mecanografiadas, pero la mente seguía otros derroteros y volaba en alas de negros pensamientos.

Garzo echó una fugaz mirada de reojo al aparato de teléfono plantado sobre su escritorio. Oyó nuevamente la odiosa voz nasal del jefe de policía que le advertía de la inminente llegada de un funcionario de una organización sin identificar; ante la próxima visita del Duce el hombre debía recibir de Garzo algunos datos relacionados con la seguridad y, más en general, con las investigaciones que en ese momento se llevaban a cabo en la jefatura y, por supuesto, referidas a los delitos comunes, que eran de su competencia.

Aquello no le gustaba, no le gustaba ni medio. Y por varios motivos. Primero: ¿cuál era esa organización? ¿No tenía nombre? ¿Se trataba de una estructura del Ministerio del Interior? ¿De una rama del ejército? Segundo: ¿qué significaba «por supuesto, referidas a los delitos comunes»? ¿Cuáles eran los otros delitos bajo observación para los cuales la jefatura de policía carecía de competencia? Tercero: ¿la seguridad objeto de la entrevista era la del Duce y de su séquito? ¿Y quién era ese funcionario? ¿Cómo lo reconocería si no le habían dicho su nombre?

El subjefe de policía era de los que no soportaban los imprevistos, le daban una sensación de desorden, le impedían planificar. Le gustaba ceñirse al surco trazado por el procedimiento, cuando cada hecho contaba con un precedente al que referirse y un esquema que seguir al pie de la letra. Y que él recordara, esa visita, anunciada y no anunciada, no contaba con precedente alguno.

Mientras recorría con la vista el informe sin leerlo, oyó un discreto golpe de tos a su derecha. Dio un brinco espectacular; la pluma salió volando de su mano y trazó en el aire una estela de tinta dejando caer una llovizna de negras gotas sobre su escritorio; se le cayeron las gafas, que por suerte no se rompieron, y de su boca salió un grito en falsete un tanto mortificante.

De pie, ante él, con el sobretodo colgando del antebrazo y un paraguas cerrado en la mano, vio a un hombre de mediana edad, con algunas canas y un traje oscuro más bien corriente.

—¿Quién… quién diablos es usted? ¿Y qué hace aquí dentro? ¿Cómo ha entrado? ¡Ponte! ¡Ponte!

El desconocido esbozó una leve sonrisa.

—Cálmese, dottore. No hay problema. Ponte no está, recibió orden de tomarse un descanso antes de que yo llegara. Una orden que usted le dio y que nos hará el favor de confirmar. Soy la persona que estaba esperando. Puede llamarme Falco. Pertenezco a la organización que prepara lo necesario para la visita del Duce.

Garzo no había recobrado el aliento y seguía mirando al supuesto Falco con ojos desorbitados:

—¡Pero… pero… estas no son formas! ¿No acostumbra usted a llamar a las puertas? ¡Podía haberme dado un ataque!

Falco no dio señales de disculparse.

—No podemos demorarnos demasiado en los pasillos, dottore. A veces, ello supone un acto de aparente falta de educación. Vayamos a lo nuestro, si le parece. Imagino que ya le han anticipado lo que nos interesa saber.

Tras recuperar un mínimo de control, Garzo trató de pensar lo más rápido posible. Esa especie de espectro que se le había plantado delante pertenecía, sin duda, a la policía secreta; en todas las jefaturas de policía y en los periódicos sediciosos impresos clandestinamente y lanzados a escondidas sobre la multitud se contaban historias de todo tipo. Eso implicaba que debía ir con pies plomo; había oído decir que algunas personas e incluso familias enteras habían desaparecido de la noche a la mañana sin dejar rastro. Era preciso complacerlos.

Se calzó otra vez las gafas.

—Siéntese, por favor —dijo—. Usted dirá.

Al cabo de más de tres horas habían planificado de manera minuciosa cada instante de la visita del Duce, evaluado trayectos alternativos a los que se anunciarían, las personas presentes en los encuentros, institucionales y privados. Cuando Garzo manifestaba su preocupación por la escasa disponibilidad de hombres, Falco lo pasaba por alto diciendo:

—No supondrá ningún problema. No se preocupe.

El subjefe de policía comprendió que un contingente bien dotado, de paisano y uniforme, haría de muro de contención. En vez de tranquilizarlo, ese detalle lo inquietaba; pero comprendía que tratándose de prudencia más valía que sobrara y no que faltara.

Al final Falco le preguntó:

—Y ahora, dottore, dígame cuáles y cuántas son las investigaciones por delitos graves que tiene en marcha en este momento. Como habrá comprendido ya, nos gusta tener toda la situación bajo control y no queremos que salga algo en la colada precisamente cuando están presentes los más altos cargos del Estado después del rey y los principales funcionarios del ministerio, ¿no le parece?

Garzo sostuvo orgulloso la mirada del hombre.

—Por supuesto que no. A Dios gracias recientemente no se han producido incidencias, y las investigaciones en curso se refieren a delitos menores y contra el patrimonio. Esta ciudad, mi querido señor, se mantiene en perfecto orden.

Falco lo miró fijamente durante un buen rato, momento incómodo tras el cual en el cuello de Garzo se formó la famosa mancha roja que comenzó a extenderse hacia el norte. Al final asintió.

—De acuerdo —dijo—. De hecho, es lo que nos consta. ¿Y toda la plantilla está en su puesto?

Garzo cogió los registros de personal y los hojeó delante de su invitado.

—Hemos suspendido los turnos de vacaciones. El único ausente es el comisario Luigi Alfredo Ricciardi, que ha pedido unos días de descanso pero que se reincorporará al servicio la víspera de la visita del Duce. Consideramos oportuno autorizarlo porque frecuenta…, quiero decir, es amigo de una persona cercana a la familia de Su Excelencia, una amiga de su hija, que organizará una recepción a la que asistirá doña Edda.

Falco adoptó un aire pensativo.

—Ah, la señora Ciano. Ese es otro problema que, sin embargo, no le concierne directamente. Por desgracia, la señora es mucho menos controlable que Su Excelencia. No soporta ningún tipo de vigilancia y es muy dinámica y emprendedora. Hay que protegerla sin que se entere.

Garzo dedujo de inmediato que cualquier comentario podría ser utilizado en su contra, de modo que guardó silencio. Falco continuó.

—Lógicamente estamos al corriente de esa recepción. Y sabemos quién es el tal Ricciardi, y conocemos su amistad con la señora… Vezzi, ¿es así? La viuda de Arnaldo Vezzi, que llegó a esta ciudad hace poco. Una mujer hermosísima, muy apreciada en Roma. Su comisario Ricciardi es un hombre afortunado.

Garzo creyó intuir un mensaje entre líneas y comentó entusiasmado:

—Es uno de nuestros mejores hombres, créame. Capaz y fiable, para mí una ayuda indispensable. No sé cuántas veces, por supuesto con mis indicaciones, ha conseguido cerrar investigaciones complicadísimas.

Falco asintió.

—Ya, ya. Eso también me consta. Pero no todas las personas con las que se relaciona son tan apreciadas; algunos personajes cercanos a él nos causan cierta perplejidad, todo sea dicho. Modo, el médico forense, por citar uno. Un hombre que no pierde ocasión para lanzar a los cuatro vientos pesadas críticas contra el régimen. Lo cual, como imaginará usted, no nos gusta.

Garzo boqueó como un salmonete a punto de morir, tras lo cual dio un giro de ciento ochenta grados francamente espectacular.

—¡Ah, pero fuera del trabajo yo no tengo ninguna relación con Ricciardi! Es más, le diré una cosa, excelencia, ciertos aspectos oscuros de ese hombre no me gustan nada. En el futuro, me propongo vigilarlo mejor, quédese tranquilo.

Falco se levantó.

—No exageremos, Garzo. Y no me llame excelencia. Es más, tendrá usted la bondad de olvidarse de este encuentro y de no reconocerme en el caso, por lo demás improbable, de que nos crucemos en la calle. Buenas tardes, y que usted y su señora disfruten de la recepción en casa de la viuda de Vezzi. Y pierda usted cuidado que la velada transcurrirá alegre y sin imprevistos.

Salió tan silencioso como había entrado.

Al quedarse solo Garzo empezó a temblar; ni siquiera podía encenderse un cigarrillo. Se sentía como quien ha estado a punto de morir y lo descubre con culpable retraso. Abrió el cajón y echó un vistazo al sobre de la curia que contenía la carta en la que le solicitaban aclaraciones sobre la presunta investigación de la muerte del niño; se pasó la mano por el pelo y se desabrochó el cuello de la camisa, soltando un prolongado suspiro.

Era necesario, absolutamente indispensable que nadie soñara siquiera con volver a importunar al párroco de Santa Maria del Soccorso. Se ocuparía de ello en persona si hacía falta.

Dio gracias al cielo porque la organización de Falco no estuviera al corriente de aquella carta.