30

Esa noche, el Gambrinus estaba abarrotado. La lluvia y el frío impedían usar las mesitas al aire libre y a la gente le apetecía tomar algo caliente.

Ricciardi llegó a la cita con Maione antes de la hora acordada y tuvo que esperar para ocupar su mesa de siempre, un tanto apartada, delante de la cristalera que daba a la via Chiaia; veía pasar un flujo constante de personas que, tratando de refugiarse de la lluvia, regresaban a casa de las tiendas y las oficinas del centro.

Casi fuera de su campo visual, sentada en el suelo, vio a una mujer, andrajosa y empapada, que pedía limosna con la mano tendida. Detrás de ella había un niño debajo de una cornisa, envuelto en una manta. La madre, suponiendo que lo fuera, farfullaba una petición a cada transeúnte. Ricciardi no oía lo que decía; eran muy pocos los que le dejaban alguna moneda sin detenerse siquiera.

De pie, a unos metros de allí, un joven elegante, ataviado con un traje blanco, se burlaba ruidosamente mientras por un desgarrón del chaleco la sangre negra manaba a borbotones. Decía: «A ver si te atreves, a ver si te atreves a hacerlo». Ricciardi recordaba la riña ocurrida dos meses antes: el joven había sido asesinado a puñaladas por su mejor amigo; se había hartado de que se burlara de su excentricidad en el vestir y de su supuesta bellaquería. Entre camorristas una forma civilizada como cualquier otra de manifestar un desacuerdo sobre la elegancia masculina.

Si algo afligía a Ricciardi en relación con el Asunto era el tener que ser consciente de la inutilidad de algunas muertes. No es que hubiese muertes útiles, desde luego; en eso estaba completamente de acuerdo con Modo. Pero la futilidad de algunos motivos para asestar una cuchillada o cometer un suicidio lo ofendían profundamente.

Mientras esperaba a Maione para pedir algo, reflexionó sobre el contraste que se ofrecía a sus ojos: la forma desesperada con que aquel niño se aferraba a la vida, temblando bajo la manta, junto a su madre, que quizá sacaba partido del espectáculo de sufrimiento de su hijo para apiadar a los transeúntes, y la carcajada a mandíbula batiente, signo de exclamación con que había concluido la vida del camorrista acuchillado. Vida por la que se lucha, vida tirada a la basura. Pero era siempre la misma vida. O no.

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por la llegada de un Maione mojado y circunspecto, que miraba a su alrededor como un adúltero sorprendido en flagrante.

—Buenas noches, comisario. Debemos ser muy precavidos, en la jefatura el ambiente es cada vez más irrespirable. Lo único que nos faltaba era la carta del secretario del arzobispo. Si viera a Garzo y a Ponte, parecen dos bailarinas del San Carlo: saltan de puntillas, no paran, se abren las puertas de los despachos y uno entra y el otro sale.

Ricciardi se encogió de hombros.

—Me alegro de no estar, pues. Siéntate, te esperaba para pedir algo. ¿Qué tomarás?

—No, comisario, no se moleste, que tengo que irme a casa a cenar, Lucia y los niños me esperan. Aunque… pensándolo mejor no estaría mal picar algo. Traiga tres buñuelitos, una sfogliatella de crema y una copita de rosado, gracias.

—Bien, así te queda sitio para el ragú de tu mujer, ¿eh? Yo me tomaré una sfogliatella y un café, gracias.

Al retirarse el camarero, Ricciardi le preguntó:

—¿Has conseguido averiguar algo de lo que te pedí?

—La duda ofende, comisario. ¿Acaso le consta que alguna vez no haya conseguido averiguar lo que me había pedido? Le cuento. Me acordé de que el cabo Antonelli tiene un hijo mayorcito que va mucho por Capodimonte; la muchacha que le gusta vive por esa zona. Los mandé llamar, a él y a la muchacha, y les hice unas preguntas sobre la parroquia y Tetté. Al niño lo conocía todo el mundo, inspiraba ternura, siempre estaba con su perro, lo veían ir de acá para allá; al principio pensaron que era mudo porque nunca lo oían hablar, pero luego se dieron cuenta de que tartamudeaba tanto que con el único que conseguía mantener una charla era con el perro. La muchacha, que trabaja en una tienda cerca de la iglesia, me contó que precisamente por ser tartamudo los demás chicos de la casa se metían con él, se burlaban y le pegaban. La vida del pobre niño debió de ser un verdadero infierno.

Ricciardi asintió.

—Eso sospeché desde el momento en que el cura me dijo que todos lo querían mucho. Detalle que nadie le pidió. Sigue.

—A pesar de eso, el chico nunca reaccionaba. Tenía hambre de afecto; la muchacha recuerda que buscaba la mirada de los otros para conseguir una sonrisa, una manifestación de amistad; y por eso mismo lo trataban peor. Ya se sabe, a veces los chicos pueden ser muy malvados. Averigüé también con quién trabajaba Tetté; fue otra bonita sorpresa. Era aprendiz de Cosimo Capone, un viejo conocido nuestro. Es jabonero, o sea, hace de trapero, va por ahí con uno de esos carritos cargados de mercancía, ya sabe usted, por aquí los trapos, por aquí el jabón. Pero ha visitado nuestras dependencias en varias ocasiones, lo recuerdo muy bien. Lengua viperina, elegante, una sonrisa como un sol: un bellaco de la peor calaña. Comentan por ahí que de jovencito mató a un hombre, y aunque nunca fue formalmente acusado, él se jacta de esa leyenda para meter miedo a los más tontos que él. Ah, gracias, déjelo por aquí.

Cuando el camarero se alejó, Maione siguió con su relato.

—En fin, que Tetté no era un aprendiz propiamente dicho. Capone lo usaba para causar pena a las señoras, enredarlas y subir más los precios. Cuando llegamos a esta parte, la noviecita del joven Antonelli se mostró evasiva, entonces yo me fui a ver a los colegas que se encargan de tramitar las denuncias de esa zona, entre Capodimonte y la Sanità. Me enteré de que se habían presentado tres o cuatro quejas por pequeños hurtos durante el día, y que en esas quejas nombraban a nuestro amigo Capone. En fin, que aquí hay algo; es posible que el niño encontrara el veneno cuando «trabajaba» para ese señor, y que se lo comiera por casualidad.

—¿Crees que utilizaba al niño para robar?

Maione contestó con la boca llena, esparciendo azúcar por todas partes.

—Ya sabe usted, comisario, lo que pasa con las plantas bajas de los callejones. Si a mí se me da bien charlar, consigo la atención de las señoras, y un niño pequeño y rápido puede entrar y salir con facilidad sin que nadie se dé cuenta. Rápido e indoloro, como dice el doctor Modo, ¿no? Tal vez, y solo digo que tal vez, el desgraciado de Capone trabajaba así. De lo contrario no entiendo qué oficio podía aprender Tetté, ni qué ayuda podía prestar a ese hombre. Hablar no podía porque era tartamudo, tampoco podía cargar pesos porque era enclenque y no tenía fuerza. Lo único que podía hacer era dar pena.

El comisario asintió mientras miraba a través de la cristalera al niño envuelto en la manta raída y empapada de lluvia.

—Tienes razón. Solo podía dar pena. Habrá que hablar con el tal Capone, quizá apremiarlo un poco para que se asuste, y comprobar si la muerte accidental del chico tiene alguna relación con él.

Maione negó con la cabeza, se zampó un buñuelo casi sin masticarlo.

—Aunque yo, para serle sincero —dijo—, creo que Capone no tiene nada que ver, comisario. Por dos motivos: primero, es de los que le gusta hablar pero no haría daño a nadie, es demasiado cobarde para eso; segundo, vive en el Vomero, lejos de donde encontramos a Tetté; baja todas las mañanas para trabajar, si es que puede llamarse trabajo, por la tarde sube hacia su casa y tarda casi dos horas, y los domingos no viene. El doctor Modo dejó bien claro que la muerte del chico se produjo a última hora de la tarde del domingo. Si Capone hubiese estado dando vueltas a esa hora y en un día tan insólito para él, alguien del barrio lo habría visto, pero nadie le vio el pelo. Lo he comprobado.

Ricciardi tomó un sorbo de su tacita mientras reflexionaba.

—Ese Cosimo Capone me parece un personaje al que hay que vigilar. No está claro que no tenga nada que ver. Y sobre la vida de la parroquia, ¿hay algo más? —dijo.

Maione estaba concentrado en recoger con los dedos los restos mortales de la sfogliatella, crema incluida.

—Sí, comisario. La noviecita del hijo de Antonelli, como le he dicho, trabaja en una tienda que tiene como cliente precisamente a la parroquia. Me habló largo y tendido sobre el padre Antonio y en general de la vida que llevan ahí dentro.

—El hecho de que en esta ciudad nadie se ocupe de sus asuntos tiene su lado positivo —ironizó Ricciardi—. Uno puede estar tranquilo porque si algo ha de saberse, tarde o temprano se sabe.

—Así es, comisario —asintió Maione, filosófico—. En fin, que parece que el cura se empeña en revisar personalmente todas las cuentas, comprueba el peso de la mercancía, etcétera. Por lo que me contó la chica, se ve que le tiene un apego enorme al dinero. Y también me comentó que impone unos castigos tremendos, los muchachos le tienen pavor. Parece ser que cuando alguno hace algo indebido, lo encierra en un cuartito que hay en el patio, donde en verano no se puede respirar y en invierno hace un frío que pela y, además, está lleno de ratas e insectos. En cuanto el cura mienta el cuartito, aunque sea como amenaza, todos se portan bien. A mí también me resultaría útil tener un cuartito así en mi casa, porque a mis hijos, cuando les hablo, lo que les digo les entra por un oído y les sale por el otro. En resumidas cuentas, ese cura es un fascista, aunque no utilice aceite de ricino.

Ricciardi pensó que la personalidad del padre Antonio se enriquecía cada vez más con detalles curiosos. Echó un vistazo a la cristalera y comprobó que el perro de Tetté estaba sentado sobre las patas traseras entre la mendiga y el camorrista muerto; lo miraba. Ricciardi se estremeció.

—¿Se ha resfriado, eh, comisario? No me extraña, con toda el agua que le cae encima estos días, sin paraguas ni sombrero. La muchacha me dijo algo importante casi al final, cuando ya se iba. Había un motivo principal por el que los demás muchachos maltrataban a Tetté: era el preferido de una dama de la caridad, que se lo llevaba con ella de paseo en su coche. Me contó que esa mujer, pues la chica no sabe cómo se llama, da tanto dinero a la parroquia que el cura la deja hacer lo que le da la gana, y como la mujer no tiene hijos, se ve que Tetté era como una especie de hijo.

—Lo sé, más o menos lo mismo me dijeron el cura y la otra dama de la caridad, una señora de una simpatía que mejor no hablemos, dejando de lado las donaciones en metálico que hace a la parroquia, claro.

—Es evidente que los demás muchachos le tenían mucha envidia; pero no pasaban de recochinearse de él y de zarandearlo un poco de vez en cuando, porque el niño compartía con todos lo que la mujer le daba y al cura le convenía que el idilio continuara por el dinero que recibía. A saber cómo se las arreglará ahora para que la gallina de los huevos de oro no abandone el gallinero, creo que tendrá que cambiar de niño.

—Así es, vi muy preocupado a nuestro amigo de la sotana. Con esa señora también me gustaría hablar.

—Creo que hablará con ella muy pronto, comisario. Esta tarde ha telefoneado el doctor Modo. Le manda saludos y dice que disfrute de las vacaciones; también me ha hablado de un lugar que quería aconsejarle para pasar el rato, pero mejor no se lo digo. Pues nada, que dice que mañana por la mañana será el funeral del niño, algo de lujo, pagado por cierta señora que creo que es la misma de la que estamos hablando, y que si quiere ir usted.

Ricciardi se quedó pensativo mientras miraba fuera. El flujo de gente que regresaba a sus casas había mermado y, tras recoger la manta y el niño como si fuera un fardo, la mendiga se había perdido por los callejones. El risueño camorrista muerto y el perro se quedaron a vigilar la calle.

—Pues muy bien. Seguiré el último paseo en carruaje de Matteo Diotallevi, para los amigos, Tetté. Lástima que no tuviera amigos.

De espaldas a la cristalera, Maione dijo con un suspiro:

—Aparte del perro.

Como si respondiera a una señal, el que había sido el único amigo de Tetté, se levantó y se alejó bajo la fría llovizna.