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Ricciardi entró en la iglesia de San Ferdinando con el ánimo bien distinto del que llevaba en la visita a Santa Maria del Soccorso. Casi le divertía todo ese deambular por las iglesias, algo tan alejado de su carácter; en esta ocasión se alegraba de ver a un viejo conocido.

A decir verdad, no tan viejo; conoció al padre Pierino, el vicepárroco de la hermosa iglesia del centro, con motivo de la investigación del homicidio del marido de Livia, el tenor Arnaldo Vezzi. El asesinato, ocurrido seis meses antes, había causado un enorme revuelo en la ciudad, sobre todo entre los numerosos amantes de la música lírica. El padre Pierino era uno de ellos; estuvo presente en el teatro San Carlo la noche en que se produjo el delito.

Los dos hombres no podían ser más distintos: tal vez por eso habían simpatizado. Al profundo materialismo de Ricciardi el padre Pierino oponía una fe simple y absoluta, que se manifestaba en el ámbito social con una acción constante en favor de los más débiles; en ese aspecto, y por caminos opuestos, llegaban a las mismas y desconsoladas conclusiones sobre lo que ocurría en el vientre blando de la ciudad.

A Ricciardi no le gustaba la ópera y, por lo general, procuraba ahorrarse la representación de falsas emociones, consciente de lo devastadoras y letales que podían ser las pasiones auténticas; el padre Pierino era un gran amante de la lírica y la música, cuya belleza le parecía un testimonio del amor de Dios por el género humano. El pequeño cura había sido un utilísimo guía en el curso de la investigación del comisario, que sin él no habría conseguido resolver el enigma.

En la semipenumbra de la nave, Ricciardi distinguió la silueta del vicepárroco saliendo del confesionario. El padre Pierino era bajito, con una barriga que se iba haciendo prominente, si bien no le impedía estar en movimiento continuo y ser dinámico y ágil como un niño inquieto. Se le notaba cansado, pero fue ver a Ricciardi y la cara se le iluminó de alegría.

—¡Comisario, dichosos los ojos! Hacía mucho tiempo que no se acordaba de su amigo, ¿eh? Está empapado, ¿sigue lloviendo? Llevo tres horas confesando, por fin ya no queda nadie.

Ricciardi le estrechó la mano.

—¿Cómo está usted, padre? Lo veo cansado. ¿Cómo es posible que ustedes también se sientan agotados de vez en cuando?

El padre Pierino juntó las manos sobre el vientre, un gesto habitual en él.

—Pregúntele a cualquier cura, comisario, y le dirá que nada cansa más que confesar. Hay que asomarse al infierno que cada cual lleva dentro, leerlo, comprenderlo y perdonar en nombre de Dios. Un perdón que muchos no quieren porque tampoco querrían darlo a los demás. Es pesado, y a veces atroz, créame. Cuénteme cómo le va a usted. ¿Cómo se encuentra? Cuando pienso en usted, y lo hago a menudo en mis oraciones, recuerdo que me prometió que me dejaría llevarlo una noche a la ópera.

Como siempre, Ricciardi hizo una mueca de exagerado fastidio.

—Lo sé, padre, se lo prometí, pero debe creerme que me lo impide la ópera que esta ciudad consigue llevar a escena a diario. Precisamente por eso, además del placer de venir a saludarlo, estoy aquí esta tarde.

El padre Pierino se puso serio.

—Conozco la piedad y la compasión que siente por los pobres; por ello lo ayudo de buena gana. Si solo se tratara de mandar a alguien a la cárcel no estaría tan contento de hablar con usted. Son tiempos extraños y difíciles, comisario, quién mejor que usted para saberlo, hay personas a las que llaman criminales que son más inocentes que quienes las persiguen.

Ricciardi asintió.

—Lo sé, padre. Lo sé bien. De lo que no cabe duda es que algunas víctimas son completamente inocentes. Se habrá enterado ya de que el lunes por la mañana encontraron a un niño…

—Sí, en el Tondo di Capodimonte, me he enterado. Una de las pobres criaturas de Santa Maria del Soccorso. Me lo contó una de mis parroquianas, que trabaja en una tienda de esa zona. Qué pena.

—Sí, padre. Una verdadera pena. Me gustaría terminar de aclarar unos cuantos puntos oscuros de esta historia. No se trata de dudas sobre la forma en que murió el chico, que quede claro. Comió veneno para ratas.

—El hambre. El hambre maldita. Estas cosas nunca deberían ocurrir; y a los niños, jamás de los jamases.

Ricciardi estaba de acuerdo.

—Es así, padre. He hecho unas averiguaciones para enterarme cómo vivía este niño, más que nada para que no se repita. Pero me sorprendió encontrarme con bastante resistencia por parte del párroco de Santa Maria del Soccorso.

El padre Pierino se mostró asombrado.

—¿A qué venían esas preguntas, comisario? ¿Piensa acaso que…, que alguien haya podido…? Perdóneme, pero no puedo creerlo. Un niño pequeño, pobre, huérfano…

Ricciardi agitó la mano.

—No, no, padre. Sobre eso no hay ninguna duda. Seguramente se trató de una desgracia. Lo que me habría gustado entender mejor es cómo y por qué un niño así puede verse en la situación de tener que entrar de noche en un almacén, sin duda para robar algo de comida, y hallar la muerte tras ingerir un bocado envenenado, como si fuera una rata de albañal. Mis preguntas iban por ahí.

—Ahora comprendo. Conozco al párroco de Santa Maria, el padre Antonio Mansi. Durante un tiempo estudiamos en el mismo curso. Era un estudiante aventajado. Diligente y… también diplomático. Uno de los que saben gustar a los maestros. Después nos perdimos de vista, pero de vez en cuando nos cruzamos en la calle y charlamos un poco.

Ricciardi temía ser indiscreto.

—Padre, no quiero ponerlo en un compromiso. Y nada más lejos de mi intención que hablar mal del padre Antonio, al que apenas he visto en un par de ocasiones. Pero su reticencia me pareció rara. De hecho pidió la intervención de la curia para impedir que investigara. ¿No le parece absurdo?

—No, no me lo parece. He de decirle que, vistos desde fuera, todos los curas parecemos iguales. Pero no lo somos. Somos seres humanos, cada uno con sus defectos, algún vicio, alguna obsesión. Yo, por ejemplo, siento una gran pasión por la música, ya lo sabe usted. A veces esa pasión me lleva a hacer cosas que no debería, como cuando nos conocimos, me encontró usted escondido en las escaleras de servicio del escenario del San Carlo, ¿lo recuerda?

El comisario esperaba con paciencia a que el padre Pierino cumpliera con las obligaciones de su conciencia antes de referirle las perplejidades que le causaba el padre Antonio.

—En ocasiones se trata de vicios graves, y los superiores intervienen para poner remedio: alguno se enamora de una mujer, algún otro sufre una crisis de fe; son cosas que te impiden ser sacerdote, y es justo que te alejen durante un tiempo, ¿no le parece? Pero los hay que tienen cierta… inclinación, cierta habilidad que podría ser considerada como defecto, pero que a otros les viene bien. Es todo.

—¿Y cuál es esa habilidad en el caso del padre Antonio? —dijo Ricciardi.

El padre Pierino miró pensativo el techo de la iglesia cubierto de frescos.

—El padre Antonio es un magnífico administrador. Muy competente llevando las cuentas. En su parroquia se concentran importantes donaciones, hasta el punto de que ha conseguido ser económicamente independiente, y, por lo que sé, la curia le está muy agradecida. Mantiene excelentes relaciones con familias ricas de la zona y superiores del arzobispado, es apreciado y respetado por todos. En fin, que tiene muchísimos amigos.

—¿Y entonces? ¿Por qué a usted eso le parece un defecto? Porque si lo conozco un poco, sé que le parece un defecto.

El padre Pierino se rio.

—Sí, me conoce. Pienso que si en estos tiempos uno trabaja en esta ciudad, y con niños, para más señas, el dinero que entra también debe salir. Es todo.

—Pero él saca ganancia.

El cura protestó vivamente.

—No, no, comisario, yo no he dicho eso. El padre Antonio es un excelente sacerdote, que rescata a los niños de la calle y, en muchos casos, a usted y a mí nos consta, que eso supone salvarles la vida. Solo que cuando una familia adopta a uno de los niños o, para limpiarse la conciencia, hace una importante donación a la iglesia, él utiliza ese dinero para contribuciones a la curia en lugar de mejorar la vida de los niños mayores que no son adoptados, y eso es lo que a mí personalmente no me gusta. Solo eso. Pero le repito, es importante lo que hace por ellos, eso cuenta.

—Ya. Eso cuenta. Muchas gracias, padre. Siempre es agradable hablar con usted.

—Para mí también, comisario. Pero permítame que le haga una pregunta. ¿A qué viene tanta atención? Si se trata de una desgracia, ¿cómo es que a un comisario de la jefatura le da por ir por ahí haciendo tantas preguntas? Noto algo en su expresión, como un dolor, una tristeza. ¿Qué ocurre?

Ricciardi guardó silencio un momento y luego respondió.

—Padre, usted sabe tan bien como yo que cuando uno recorre la ciudad y es testigo de lo que pasa, resulta imposible no estar triste. El día que ya no me entristezca ver a un niño tan pequeño muerto y eliminado como un traje viejo; el día que ya no me cause dolor pensar que con siete, ocho años se puede morir de hambre o, como en el caso de este niño, por tener tanta hambre que acabó comiendo cebos envenenados; el día que ya no me importe entender por qué un niño deambulaba de noche, descalzo y solo bajo la lluvia; el día que para mí sea algo normal encontrar al alba un cadáver sentado en una escalinata, velado únicamente por un perro, le juro, padre, que ese día dejo este trabajo y me vuelvo a mi pueblo.

Ricciardi musitó su parrafada en el silencio frío y húmedo de la iglesia de San Ferdinando, aunque al padre Pierino le pareció que la había gritado a voz en cuello. No pudo hacer otra cosa que posar una mano en los brazos de su amigo, cruzados sobre el pecho, como si tuviera un fuerte dolor en el abdomen.

—¿Sabía, comisario, que es usted la única persona de la que aprendo algo cada vez que la veo? Y es más cristiano usted, que dice no creer, que muchos que llenan estos bancos todos los domingos para lucir sus trajes nuevos ante los congregados. Solo le digo una cosa, vaya con mucho cuidado. El padre Antonio cuenta con amigos poderosos en la curia, precisamente por el flujo de dinero que consigue. Puede causarle muchas, muchas molestias.