Corría por las calzadas y los callejones. Corría descalzo, esquivando automóviles y carruajes, tranvías y carros. Corría por el mercadillo, saltando obstáculos y chocando contra señoras gordas que elegían las manzanas. Corría por las aceras y, al pisar los charcos y salpicar a los empleados que iban a sus trabajos y procuraban no mojarse los pantalones, recibía sus maldiciones.
Cristiano corría sin cuidarse de lo que encontraba a su paso, ni de la lluvia helada y fina que lo calaba; mientras corría se calentaba y le gustaba aspirar el agua.
Corría porque buscaba a alguien y pasaba por todos los sitios donde ese alguien podía encontrarse. Hasta que dio con él.
Cosimo Capone trabajaba de jabonero. Un oficio que incluía muchos otros, como le gustaba decir siempre. En teoría se basaba en el trueque, cosas viejas por cosas viejas, y el balance se pagaba con piedras de jabón oscuro de forma irregular, tan difíciles de manejar como de disolver. En teoría. En la práctica, Cosimo charlaba.
Charlaba con todo el mundo, en especial con las mujeres. Sabía que con su hermosa sonrisa y su labia resultaba irresistible, y que unos pocos cumplidos bien dichos abrían el corazón de las amas de casa y las lavanderas; y aparte del corazón, invariablemente abrían también sus monederos. Además, si al confortante carrito repleto de cacharros de cobre y prendas gastadas se añadía una hermosa canción, era el no va más.
Según Cosimo ir acompañado de un niño desharrapado era una gran idea para alguien de su oficio, y cuanto más flaco y consumido pareciera el niño, tanto mejor. Las mujeres son madres, o quisieran serlo; un niño en malas condiciones constituye un reclamo que despierta la piedad y, por tanto, la generosidad. Además, si el niño aparenta menos edad de la que tiene, no logra decir dos palabras seguidas porque es muy tartamudo y va acompañado de un perro vagabundo más maltrecho que él, es miel sobre hojuelas.
Tetté era para Cosimo una auténtica mina de oro; según se terciara, daba a entender que era hijo suyo y que la madre había muerto en el parto, o que lo había recogido de la calle, o que era hijo de un compañero de armas, muerto en la guerra. Poseía una gran habilidad para comprender los matices de dolor en la vida de la mujer que se acercaba al carrito y sabía como nadie tocar las fibras más íntimas; los regateos se suavizaban y la recaudación era siempre mayor de lo que hubiera cabido esperar.
No era ese el único motivo por el que Tetté resultaba el ayudante ideal; para el otro motivo, el más importante, habían sido necesarios meses de adiestramiento. Una inversión de tiempo y esfuerzo que había comenzado a dar frutos hacía poco, y que Cosimo, como escrupuloso emprendedor que era, no estaba dispuesto a perder con fácil resignación.
Cuando Cristiano, calado hasta los huesos y sin aliento, lo alcanzó, Cosimo estaba persuadiendo a una dama recelosa de mediana edad que asomaba a medias por la ventana del bajo.
—Señora, qué espectáculo verla esta mañana. Ha sido posarse mis ojos en usted y quedar deslumbrados de tal manera que luego no puedo recorrer las callejuelas porque corro peligro de estamparme con mi carrito contra la primera pared. Dígame, ¿cómo consigue mantenerse así de lozana?
La mujer, dotada de barba y bigote como un cadete y pesada como un cargamento de ladrillos, guiñó los ojos.
—Hoy no me va a liar usted, Cosimo. Que tengo estos dos trapos que aquí ve y necesito una piedra grande de jabón. Si me la quiere dar, bien; si no, aparte el carrito de mi ventana que me quita el aire.
—Doña Carme’ —lloriqueó él—, ¡usted me quiere arruinar! Una piedra grande vale tanto como una camisa en buen estado, o al menos una cazuela sin agujeros. ¿Qué hago yo con estas dos prendas que más que prendas parecen trapos? ¡Acompáñelas al menos de cinco céntimos, que así me marcho contento! ¡No se aproveche de que estoy enamorado de usted!
La mujer era un hueso durísimo de roer: treinta años la separaban del último cumplido sincero y no se dejaba tomar el pelo.
—Ni hablar. Decida de una vez que tengo cosas que hacer.
En ese momento Cosimo advirtió la presencia de Cristiano que, tras recuperar el aliento, le dijo:
—¡Don Co’, trabajo para usted, voy yo a las casas, que el tartaja no va a venir más!
Doña Carmela cerró los ojos como dos ranuras y con aire aún más receloso preguntó:
—¿Qué dice, la criatura? ¿A qué casas debe ir?
El brazo del trapero salió disparado con la velocidad de una serpiente de cascabel y aferró a Cristiano por el hombro con un apretón descomunal. El chico se calló enseguida.
—A saber con quién me habrá confundido, doña Carme’. Yo a este granuja no lo he visto en mi vida. Y usted ya sabe que yo solo tengo a mi ahijado Tetté. Se acuerda de él, ¿no?
La cara huraña de la mujer se iluminó.
—Claro que me acuerdo, ese niño tan guapo y tranquilo, el del perrito blanco y marrón. Siempre tan educado, me hace una reverencia cuando le doy una galleta. ¿Cómo es que hoy no va con usted?
Cosimo puso cara de preocupación, sin soltar el hombro de Cristiano.
—Está malito, tiene fiebre. Si no se siente bien, no voy a dejarlo salir con este tiempo, ¿no le parece? ¿Usted también tiene hijos, no, doña Carme’? Así que ya me entiende.
La mujer volvió a mostrarse recelosa, pero al pensar en Tetté se ablandó un poco.
—No tengo hijos, nunca me casé, porque no había nadie que me gustara. Pero tengo sobrinos, y su niño me recuerda a un sobrinito mío que murió hace años. En fin, no perdamos más tiempo, tenga los trapos y los cinco céntimos, deme el jabón y váyase, que tengo que hacer.
Concluida la transacción, la mujer cerró la ventana con un ruido seco. Cosimo escupió en el suelo con rabia, y al doblar la esquina empezó a sacudir a Cristiano.
—¿Y a ti quién te ha dicho que abrieras la boca? ¿Cómo te atreves a venir a hablarme? ¡Tendría que retorcerte el pescuezo con mis propias manos!
El chico estaba muerto de miedo.
—Ya sabes que soy capaz, ¿eh? Lo sabes bien —susurraba Cosimo—. ¿Dónde está tu amigo? ¿Por qué hace tres días que no se les ve el pelo a él y a su perro sarnoso? ¡Si se presenta y va buscando comida, le parto los huesos de uno en uno, lo juro por Dios!
Cristiano se armó de valor.
—Don Co’, el tartaja no va a venir más, se murió —dijo de un tirón—. Comió veneno para ratas y se murió, lo encontraron en el Tondo di Capodimonte. Yo quería ocupar su puesto con usted, que con el zapatero no quiero volver. ¡Soy rápido, corro mucho, y del trabajito de las casas me puedo encargar yo mejor que él!
Cosimo palideció como un muerto; miró a su alrededor alarmado y, tras asegurarse de que nadie lo oyera ni lo viera, agarró a Cristiano por el cuello.
—¿Pero qué dices? ¿Cómo que murió? ¿Quién lo ha dicho? ¿Y qué quieres decir con eso del trabajito de las casas? ¿Qué sabes tú, con quién has hablado?
Cristiano se estaba realmente asustando, no había previsto esa reacción del trapero, y en el callejón al que lo había llevado no había nadie a quien pedir auxilio.
Como buen animal callejero que era supo reconocer la fría determinación en los ojos del hombre y comprendió que su vida peligraba.
—No, no, suélteme, yo no le digo nada a nadie. Y no lo sabe nadie, a mí me lo dijo el tartaja, que a veces cuando lo acompañaba en sus rondas, se colaba en las casas y pillaba algo mientras las mujeres estaban de palique con usted. Pero solo me lo contó a mí, se lo juro, y yo no se lo cuento a nadie. Suélteme. Le dije al cura que venía a hablar con usted un momentito y que enseguida volvía a la parroquia.
Cosimo pensó rápidamente y soltó al chico. En la garganta de Cristiano se veían las huellas moradas de sus dedos. Se pasó la mano por la cara para escurrirse la lluvia; había estado en un tris de matarlo.
—Vuélvete ahora mismo con el cura. Y que no te vea nunca más por aquí. Pero recuerda bien una cosa: si alguien se entera de algo, voy a buscarte donde sea y acabo lo que empecé esta mañana. ¿Lo has entendido? ¡Y ahora largo de aquí!
Cristiano no se hizo rogar, echó a correr resbalando en la calle mojada.
Cosimo se dejó caer en el carrito con un estrépito de cazuelas de cobre. Así que está muerto, pensó. Está muerto.
¿Y ahora qué hago?