27

Ricciardi se detuvo delante de Maione, que parecía un sauce llorón pese a ser grueso como un roble. El sargento apartó la vista, restregó el suelo con el pie, como queriendo dibujar algo, suspiró y volvió a levantar la vista.

—Buenos días, comisario —dijo—. ¿Qué tal las vacaciones?

Ricciardi consideró la pregunta con seriedad.

—Perdona, Raffaele, pero ¿vienes hasta aquí arriba desde la jefatura, bajo toda la lluvia que te ha caído encima, y te arriesgas a pillar una bronquitis solo para preguntarme en medio de la calle qué tal las vacaciones, cuando no ha pasado ni un día desde que nos despedimos? Ven, sube a casa para que puedas, en primer lugar, secarte un poco. Después me cuentas lo que ha pasado, que por la cara que pones parece que estuvieras en tu propio funeral.

Maione empezó a decir que no quería molestar, luego estornudó y se resignó. En cuanto entró en el apartamento, una Rosa especialmente charlatana se ocupó de él e hizo que se quitara la chaqueta y la camisa; dado que las medidas de Maione se aproximaban más a las de la tata que a las de Ricciardi, mientras esperaba que sus prendas se secaran un poco en la estufa de hierro, el sargento tuvo que soportar la mortificación de ponerse una bata vieja de color rosa.

Verlo así, melancólico y chorreando agua, las grandes botas asomando debajo de la bata floreada de mujer en varias gamas de rosa y una taza humeante en la mano, preocupó a Ricciardi.

—¿Vas a contarme qué ha pasado?

El sargento echaba chispas por los ojos.

—¡Comisario, yo a ese lo estrangulo con mis propias manos!

—¿A quién quieres estrangular?

—A Garzo, comisario. A él y a ese chivato infame de su lacayo, el maldito Ponte.

—Vamos a ver, Raffae’, si quieres que entienda algo, tendrás que contármelo todo desde el principio. Si no, no me aclaro.

Maione lanzó un profundo suspiro.

—Está bien, comisario. Esta mañana llego a la oficina, tan atontado que ni me acordaba de que usted no vendría, como no estoy acostumbrado a que no esté…, imagínese hasta fui a su despacho a llevarle una taza de sucedáneo de café.

—Es lo único bueno que me pasa hoy, me he ahorrado ese brebaje. Sigue contando.

Maione puso cara de ofendido.

—¿Cómo que brebaje? ¡Pero si preparo el mejor café de toda la jefatura! En fin, que al cabo de un rato oigo a Garzo cacarear mi nombre como una gallina: ¡Maione, Maione! Yo me hago el sordo, porque ya sé cómo funcionan las cosas ahí dentro y, dicho y hecho, a los dos minutos se presenta Ponte con la lengua fuera. Pero sargento, ¿no ha oído que Garzo lo llama? No, le dije. No lo he oído, ¿por qué, tienes algo que decirme?

Ricciardi intentó reconducir la conversación hacia los hechos principales.

—Por favor, Raffaele, a mí Ponte no me interesa cuando lo tengo delante, imagínate ahora que lo tengo a dos kilómetros. Ve al grano, ¿qué quería de ti Garzo?

—Comisario, tiene que dejar que lo cuente a mi manera, si no, pierdo el hilo y se me olvidará algo importante. En fin, que Ponte me lleva a ver a Garzo. Y desde ya le adelanto que yo nunca lo había visto así. La cara toda llena de manchas rojas, parecía que hubiera pillado la escarlatina, ni hablar podía. Yo pensé, deja que Dios haga su trabajo, ahora le dará una ataque de apoplejía y nos quitamos todos una preocupación de encima. Pero él va y me dice: «Maione, Maione. ¿Qué voy a hacer con ustedes dos?».

Ricciardi estaba despistado.

—¿Veía doble?

—Comisario, usted está delirando. Pero él no deliraba, no. Cuando dijo ustedes dos, éramos usted y yo. Le dije, no lo entiendo, dottore. Y él me empezó a agitar un sobre delante de la cara. Y pensé: si se acerca más y me pega en la cara, le hago tragar entero ese sobre.

—¿Y qué había en el sobre?

—Lo abre y lee la carta. Estimado dottore Angelo Garzo, subjefe etcétera etcétera. Sirva la presente para solicitarle respetuosamente etcétera etcétera. Nos consta que con fecha de hoy etcétera etcétera…

Ricciardi empezó a impacientarse.

—Vamos a ver, Raffaele, estás consiguiendo que me ponga nervioso, y eso no está bien. ¿Puedes ir al grano de una vez? Te lo pido por favor.

Maione lanzó un profundo suspiro.

—Está bien, comisario. Si usted me lo pide, yo lo hago. Era una carta de la curia arzobispal y, si lo entendí bien, firmada por un monseñor secretario directo del obispo Ascalesi. Pedían información sobre una posible investigación iniciada con motivo de la muerte de un joven huésped, así mismo lo llamaban, de la parroquia de Santa Maria del Soccorso en Santa Teresa. Señalaban que, según les constaba, el párroco de la citada parroquia, el padre Antonio Mansi, había sido interrogado en varias ocasiones. Que si había sido realmente así, constituía una manifiesta violación de los artículos tal y tal de los acuerdos bilaterales firmados por el Estado italiano y la Santa Sede, con fecha tal y tal. En fin, que se quejaban de nosotros.

Ricciardi se rascó la barbilla.

—Ahora veo por qué esta mañana el cura se sorprendió al verme, se figuró que la carta ya había llegado a la jefatura y que me habrían impedido ir a verlo. Sigue contando.

—¿Y qué más quiere que le cuente? Que se volvió loco. Dijo que él había dicho con claridad que la investigación no debía comenzar. Dijo que él no había autorizado nada, y que se trataba de una insubordinación, que ya veríamos la que nos esperaba a los dos.

—¿A los dos? ¿Y tú qué tienes que ver?

Maione adoptó una expresión belicosa.

—¿Por qué, en la primera inspección ocular no estaba yo también? ¿Y con el doctor, en el hospital? ¿Y cuando hablamos con el sacerdote en la jefatura? De hecho, yo le dije que aparte de las preguntas de rigor, las que suelen hacerse, nosotros no hicimos nada más.

Ricciardi se preocupó.

—Tú no tienes nada que ver en esta historia, y voy a decírselo enseguida. Es algo que no te concierne, dejaste el caso cuando debías dejarlo y no se hable más.

Maione experimentó una recuperación de dignidad, parcialmente invalidada por la bata rosa que vestía.

—Comisario, mire, he venido a decirle que estoy dispuesto a pedir una baja por enfermedad para ayudarlo con la investigación. Le seré sincero, pensaba y pienso que la pobre criatura se murió porque iba por ahí solo y abandonado buscando algo que echarse a la boca, y que se comió lo que encontró. Pero hace demasiados años que trabajo con usted para no saber que si hay algo que a usted no le cuadra, es porque tiene razón. Así que aunque el imbécil de Garzo me mandó aquí a decirle que si se le ocurre hacer algo que provoque el más mínimo suspiro de la curia, lo destituye, estoy aquí para echarle una mano.

De pie en el umbral de la cocina, Rosa exclamó:

—¡Bravo!

Ricciardi la miró.

—¿No era que te estabas quedando sorda? Anda, vete a la cocina y ocúpate de tus cosas. No, Raffaele, ya te lo he dicho. Me resulta más cómodo si sigues en la jefatura y así me ayudas a no levantar sospechas.

—¡Entonces pídame que haga algo, comisario! Si no puedo echarle una mano, no hago más que darle vueltas a la cabeza. Además, estos días están todos ocupados lustrando los cobres para la visita del Duce, y estoy mano sobre mano. Y cuando estoy mano sobre mano, engordo y eso no me conviene.

—No te conviene, no. Tal vez podrías conseguirme un par de datos que el cura no quiso darme. Primero: dicen que Tetté trabajaba de aprendiz con alguien, un artesano, un vendedor ambulante. Necesitaría saber quién es y a qué se dedica. Luego me gustaría saber algo más sobre el señor párroco. Me parece que su falta de colaboración es un tanto excesiva, es posible que esté ocultando algo y quiero saber qué es. Pero te lo pido por favor: usa los canales externos, nada que pueda meterte en líos en la jefatura.

—Ahora empezamos a entendernos, comisario. Ya me encargo, no se preocupe. Esta misma noche tendrá la información. Podemos encontrarnos en la piazza San Ferdinando, en el Gambrinus, cuando termine mi turno, ¿le parece bien a las ocho y media? Tenga cuidado, que si Garzo nos ve juntos no tardará en atar cabos, será tonto pero no hasta ese extremo. Ahora, si me permite, me marcho, mi ropa estará seca, con esa estufa tan grande aquí dentro debe de haber cuarenta grados por lo menos.

Ricciardi asintió.

—Mientras tanto, yo me iré dando un paseo a ver a un viejo amigo nuestro. Veamos si consigo arrancarle alguna información interesante.

Maione se dio una palmada en la frente.

—A propósito, comisario, casi se me olvida. Esta mañana vino la señora Vezzi, la viuda, preguntaba por usted; quería que la acompañara a elegir un traje para la velada que usted ya sabe. Se había olvidado de que usted no estaba. Yo no le dije nada, claro.

Ricciardi lanzó una mirada inquieta hacia la cocina.

—¿Y qué dijo ella?

—Nada, nada. Dijo que ya se arreglaba sola, que incluso era mejor, así le daba una linda sorpresa. Si me lo permite, comisario, hay que reconocer que es una mujer realmente hermosa. Cuando aparece, todo el mundo, desde el cabo hasta el último ordenanza y el último conserje, busca cualquier pretexto para pasar mil veces por donde se encuentre. Además es la única capaz de quitarnos de encima a Garzo. Para mí que usted tendría que pensárselo, porque está obsesionada con usted.

Ricciardi fue al grano.

—Muy bien, muy bien, tú no te preocupes. Lo importante es que no le hayas dado mi dirección.

—¡Ni se me habría ocurrido!

—Has hecho bien. Ahora vístete y vete a hacer lo que te he pedido. A Garzo le dices que no me has encontrado, que me he ido al pueblo a arreglar unos asuntos de familia. Ah, Raffae’, gracias. Gracias por todo.

Maione hizo una reverencia que, sumada a la bata, le dio un extraordinario parecido con un luchador de sumo.

—De nada, comisario. ¡Siempre a sus órdenes! Pero ándese con cuidado, especialmente con ese cura.

A poca distancia, una tata con el oído de repente finísimo elaboraba los datos de los que acababa de enterarse con expresión muy preocupada.