Exactamente a la hora del almuerzo el portero del edificio de Livia sopló ruidosamente en el interfono. La criada se asomó al balcón para preguntarle qué quería, irritada porque la lluvia la mojó de la cabeza a los pies en un momento; luego entró en el salón comedor y anunció:
—Señora, el portero dice que ha venido el mismo señor de ayer. Ha preguntado si puede subir, pero que si está usted almorzando viene más tarde. ¿Qué le digo?
Livia se limpió la boca con la servilleta y respondió:
—No, Maria, dile que lo haga subir. Ponme a calentar el almuerzo, terminaré después.
Cuando entró en el salón, Falco ya estaba allí, como si no se hubiese movido desde la tarde anterior. Sonrió y saludó del mismo modo, inclinando levemente la cabeza.
—Buenos días, señora. Me disculpará por la hora. He decidido aprovechar un hueco en el trabajo para traerle el informe del que hablamos. No obstante, he de pedirle que tenga la amabilidad de leerlo en mi presencia. No se lo puedo dejar, ya comprenderá usted por qué. Pero tómese su tiempo, yo espero sin problema.
Livia cogió la delgada carpeta que el hombre acababa de sacar de un portafolio de piel. Notó que su invitado no estaba mojado, a pesar de que llovía a cántaros. Seguramente se desplazaba en coche.
—Muchísimas gracias. Espero no haberle causado excesivas molestias.
—De ningún modo, señora. Me limité a pedirle el expediente al señor…, a mi superior, que aceptó sin problemas. Léalo, por favor.
Livia se sentó en la butaca, indicando al hombre que se pusiera cómodo; él rehusó con cortesía, se acercó a la ventana y se puso a mirar la lluvia para no tener que verla a ella mientras leía. Una vez más, no pudo dejar de apreciar esa discreción que en Falco parecía su segunda piel.
El informe constaba de dos páginas mecanografiadas, más una nota manuscrita en una tercera hoja.
En él se hablaba de Luigi Alfredo Ricciardi, cuarto barón de Malomonte, nacido en Fortino, provincia de Salerno, el primero de junio de 1900, residente en Nápoles, en la via Santa Teresa degli Scalzi, número 107. Soltero. Livia se enteró de que vivía con Rosa Vaglio, de setenta y un años, que había sido su niñera y ahora le hacía de ama de llaves; que tenía el cargo de comisario y trabajaba en la Real Jefatura de Policía desde 1923, tras incorporarse al cuerpo inmediatamente después de obtener la licenciatura en derecho en Nápoles con la nota máxima y una tesis en derecho penal.
El redactor del informe incluía unos datos concisos sobre la niñez de Ricciardi; había estudiado en un colegio de jesuitas de Nápoles, luego otra vez en Fortino cuando tenía quince y su madre murió joven, antes de cumplir los cuarenta; el padre había fallecido cuando él era niño. Livia se enteró con enorme sorpresa de que, además del título nobiliario, del que jamás le había comentado nada, Ricciardi poseía una auténtica fortuna en inmuebles y tierras de cultivo, de las que no se ocupaba en absoluto, según se indicaba con claridad. De la administración de sus bienes se encargaba Rosa Vaglio y algunos parientes del pueblo, que rendían cuentas directamente a esta última.
Su rendimiento escolar y universitario había sido impecable, con notas muy altas. En el informe se indicaba abiertamente la perplejidad que causaba la vida social casi inexistente de Ricciardi; no se le conocían relaciones femeninas ni siquiera ocasionales, y tampoco había motivos para sospechar que fuera homosexual. Sus relaciones de amistad se limitaban a Raffaele Maione, sargento de la jefatura (casado con Lucia Caputo, cinco hijos vivos y uno fallecido, cfr. informe con su nombre), y a Bruno Modo (soltero, oficial médico en la guerra del Carso, cfr. informes 127 y 15B), médico del hospital dei Pellegrini; pero se debían principalmente a su trabajo. Al lado de la nota sobre su vida sentimental y social había una raya roja trazada a lápiz.
Livia levantó instintivamente la mirada hacia Falco, que no había movido un solo músculo y seguía mirando fuera. Como si hubiese estado leyendo por encima de su hombro, dijo:
—Significa que es algo raro. Un hombre sin mujeres, hombres, amigos. Que solo vive para su trabajo. Que no tiene vicios. Raro, ¿no le parece? Por eso está la línea roja.
La mujer volvió a fijar la vista en las hojas. Aquel hombre la inquietaba profundamente.
Se citaban algunos casos resueltos brillantemente por Ricciardi, entre los que reconoció el homicidio de su marido. Se dejaba constancia de que en la jefatura era visto con hostilidad por sus colegas, tal vez por envidia profesional, por lo que había corrido la voz de que relacionarse con él traía mala suerte.
Se consideraba que se encontraba entre los elegidos para futuros ascensos, pero no constaba que él hubiese presentado ninguna petición en ese sentido, como hubiera sido habitual.
La última nota del informe se refería a ella misma. Constaba que en los últimos meses, de forma esporádica, había frecuentado el trato de Livia Lucani, viuda de Vezzi, y que, probablemente, a raíz del citado trato ella había decidido trasladarse a Nápoles y fijar su domicilio en la via Sant’Anna dei Lombardi, número 112.
Al leer estas últimas líneas, Livia experimentó una mezcla de sentimientos encontrados; por una parte sintió indignación por lo que consideraba una intolerable intromisión en su vida personal; ¿cómo se atrevían esos espías a decidir que «probablemente, a raíz del citado trato» ella había decidido cambiar de ciudad? ¿Qué sabían ellos de su soledad, de los efectos de la pérdida de su hijo, ocurrida hacía unos años, y de su marido, el invierno anterior?
La otra emoción fue la de descubrir que era la única mujer en la vida de Ricciardi. Aunque era cierto que «en su corazón» estaba la otra; pero no en su vida, en caso contrario la misteriosa organización de Falco la habría descubierto sin falta para incluirla con todo lujo de detalles en el informe, dando quizá motivos para borrar la raya roja.
Cogió la última hoja, la que estaba manuscrita. La breve nota decía: «Prestar especial atención a las relaciones de amistad con Bruno Modo, médico del hospital dei Pellegrini, abiertamente disidente y sospechoso de actividades sediciosas contra el Estado».
Levantó la vista y descubrió que los ojos de Falco, despojados de su expresión cordial, estaban clavados en los suyos.
—Señora, fue mi superior quien quiso que con el informe le trajera esta nota. Le seré sincero, le manifesté a mi superior mi reparo a que usted la leyera, pero se empeñó. Dice que su comisario, al que conoció en persona, le parece un buen hombre y que este trato podría acarrearle daños. Graves daños. Por ello decidió arriesgarse y ponerla al tanto, para que pudiera usted…, cómo decirlo…, apartarlo. Como es lógico, estará usted obligada a no hablar con nadie de lo que acaba de leer en ese informe, de su existencia, de la mía y de la organización a la que pertenezco. ¿Estamos de acuerdo?
Livia se sintió muy turbada. Asintió con la cabeza y le devolvió la carpeta. Falco se despidió con su reverencia de siempre y fue a la puerta; con la mano en el picaporte, se volvió.
—Ah, casi se me olvida —dijo—. Su lista es de lo más acertada, incluido Ricciardi; puede despachar las invitaciones de inmediato. Recuerde que habrá dos personas más, una entre los invitados, otra entre los sirvientes. No le causarán ninguna molestia. Buenos días, señora. Y le pido otra vez disculpas por haber interrumpido su almuerzo.
Tras asegurarse de que Ricciardi había salido de casa, Enrica cogió el abrigo y bajó en precario equilibrio con el paraguas en una mano y una fuente envuelta en un trapo de cocina en la otra. Cruzó el portón de enfrente y con el corazón agitado subió corriendo las escaleras y llegó a la segunda planta, donde llamó a la misma puerta hasta la que había acompañado a Rosa el día anterior.
La mujer espió por la rendija que permitía la cadena, luego abrió con una amplia sonrisa y plantó dos ruidosos besos en las mejillas enrojecidas de la muchacha.
—¡Señorita, qué gusto! ¿Cómo está usted? Pase, pase, no se quede ahí en la puerta que se enfriará. ¡Qué frío hace esta mañana, el invierno ha llegado de un día para otro! Como suele decirse, por Todos los Santos, sombreros y mantos. Entre, por favor.
A Enrica le encantó aquella buena acogida; se habían gustado, ya lo sabía, pero no contaba con semejante efusividad.
—Señora, me he tomado la libertad de… Como a mi padre le gusta mucho esta tarta que le hago, ayer me puse a preparar una y de paso hice un poco más. Quiero decir que no es que haya sobrado, sino que preparé más expresamente, pero no ha sido ninguna molestia. Le ruego que antes la pruebe usted, y si le gusta, entonces se la puede dar a probar a… a él.
Rosa quitó el trapo de cocina y miró la tarta sonriendo.
—¡Pero qué dice! Si ese es un lobo, come todo lo que le ponen por delante, seguro que le gustará. Es un migliaccio, ¿no? Requesón y sémola… Espere que ahora corto un pedacito y lo probamos. Póngase cómoda, enseguida vengo. Ya conoce el camino, ¿no?
Mientras esperaba que Rosa regresara con la tarta, observó que la puerta del dormitorio de Ricciardi estaba entreabierta. Vio una parte de la cama, el escritorio, la jamba de la ventana. Se lo imaginó de pie, mirándola a ella, al otro lado de la calle; o escribiéndole otra carta. Al pensar en la carta se le aceleró otra vez el corazón.
Rosa sirvió dos generosas raciones de su tarta.
—La he probado, señorita. De veras es usted buena cocinera. Suelen ponerle demasiado requesón, para darle más sabor, pero el auténtico migliaccio es como este. La felicito.
Y se pusieron a charlar como dos viejas amigas, al fin y al cabo el tema preferido de las dos era el mismo.
Inconscientemente, Enrica se enteró por boca de Rosa de las mismas cosas que Livia había leído en el informe frío y pormenorizado de la policía secreta; pero la inmensa ternura y el amor que la tata le tenía a su señorito hilvanaron un relato muy distinto de la vida, la familia y el pasado de Ricciardi.
La muchacha hizo un largo y detallado viaje por la infancia de ese niño de grandes ojos verdes, condenado a una soledad marcada primero por la riqueza y luego por su carácter. Conoció a las baronesas de Malomonte, la madre que había apartado a Rosa de su familia de campesinos, y la nuera, esbelta como una niña y con los ojos llenos de tristeza. Fue a la escuela, durante años y años estudió sin un amigo, y estuvo en la habitación del hospital, sosteniendo la mano delgada de esa mujer de blancos cabellos que abandonaba la vida tan joven. Vio a la misma Rosa a la que se le confiaba el destino de un hombre al que no comprendía, pero amaba con todo su corazón. Supo de la historia de un apellido antiguo, y de riquezas suficientes para permitir una vida y una presencia en la sociedad, aunque desdeñosamente rechazadas.
De entre los pliegues del largo y sentido relato surgió un hombre próximo y a la vez alejado del que se había acostumbrado a soñar, y en su corazón crecieron la ternura y las ganas de conducirlo de la mano por la vida; justamente ella, que tan poco esperaba de la vida.
Cuando miró el reloj y vio por la hora que él podía regresar en cualquier momento, se levantó, besó a Rosa, y comprobó que tenía lágrimas en los ojos y las mejillas, y vio otras tantas surcar las arrugas de la tata. Prometió regresar, y antes de salir, le dejó un sobre para él.