Jueves, 29 de octubre de 1931 – X
La primera mañana de frío tiene un sabor y un color del que carecen todas las demás mañanas. Porque el frío llega siempre por la noche, cuando todos duermen, para tomarnos por sorpresa; y viene en alas del viento.
Llega cambiando el sabor de la lluvia, que antes sabía a mar y ahora sabe a hielo, y se transforma en agujas que penetran la ropa y las miradas, y hace que la luz vire del negro y el amarillo a un gris uniforme.
La primera mañana de frío nos vestimos en la cama, y seguiremos haciéndolo el resto del invierno, retorciéndonos debajo de las mantas para retener hasta el último instante el calor de la noche, peleándonos con la camisa de franela que se resiste pegándose a las sábanas, dejándonos los calzoncillos de lana largos hasta la rodilla, poniéndonos los calcetines con las ligas que la noche anterior colocamos lo más cerca posible de la cama.
Y luego nos vamos corriendo hacia la cocina a lavarnos en la pila, atravesamos el gélido corredor, mientras madres y esposas se afanan en calentar las demás prendas en la estufa, mientras envidian a los pocos afortunados que disponen de cuarto de baño en sus casas cuando en el rellano, ante la letrina, aumenta la cola para hacer las primeras necesidades. Quien tarde llega a la posada, tiene mala cena y peor cama.
Las madres despiertan a los niños, preparan los mitones que permitirán que los dedos ateridos puedan escribir. Lavarán a los niños, todavía dormidos, destapando únicamente y de una en una las zonas que restriegan con grandes pedazos de jabón de Marsella, los mismos que usan para la colada. Harán pipí en el orinal, que luego vaciarán circunspectos desde el balcón, cuando no pase nadie, para no entorpecer el camino a quienes han de ir a trabajar sin falta esta mañana, la primera de frío.
Las estufas funcionan a plena potencia esta mañana. La leña de la que hicieron acopio estos últimos días, a la espera del primer frío, arde por fin. Se calientan las manos pegándolas al tubo cubierto con un paño de lana cuyo olor se propaga por la casa. Se rescatan de los armarios y los cajones los uniformes más pesados para luchar en esta guerra de la primera mañana de frío; nadie piensa en los colores o las formas; esos pensamientos se dejan para el calor, para la tibieza de la primavera, para los baños estivales. Ahora se lucha, porque es la primera mañana de frío. Y por desgracia llueve; de modo que la guerra comenzará por los zapatos, una suela de madera y una vieja empella clavada con paciencia, huérfana desde hace años de su originaria suela de cuero; y quien se ha comprado zapatos recientemente, valora la propia riqueza y los examina con detenimiento, sentado en el borde de la cama, completamente vestido, para examinarlos y descubrir el menor arañazo, la más pequeña imperfección; y si se encuentra alguna marca del uso, se maldice contra el zapatero o el remendón inútil, sin recordar el tiempo transcurrido desde su compra, porque hace años que son «los nuevos».
La primera mañana de frío, aunque largamente temida y esperada, llegará sin previo aviso, y cogerá por sorpresa a los ancianos, con dolores nuevos y la certeza de que ese será para ellos el último invierno. El chal negro se cerrará a la altura del cuello con un broche, el sombrero raído no se quitará ni dentro de casa, en los ojos habrá una nueva melancolía. Y un estremecimiento recorrerá las espaldas no solo por culpa del tiempo.
La primera mañana de frío trae malos pensamientos.
Garzo tenía un presentimiento. Lo tenía casi todas las mañanas desde que le habían comunicado la visita del Duce.
El presentimiento era hijo de las pesadillas que amenizaban las noches agitadas del subjefe de policía: su imaginación no cesaba de parir monstruosidades como la llegada de Su Excelencia en un horario imprevisto, con el consiguiente patinazo y caída por las escaleras enjabonadas de la jefatura a causa de una limpieza fuera de horario, o como la avería del motor del coche que lo transportaba, y él debía empujar el automóvil en subida hasta el palacio de gobierno, rodeado de una multitud burlona.
Invariablemente el despertador lo pillaba con los ojos abiertos de par en par, clavados en el techo, el corazón en la boca y un mal presentimiento: ocurriría algo que lo echaría todo a perder.
De camino al despacho, en el tranvía repleto de pasajeros mojados y muertos de frío, pensó que pese a todo algo bueno había ocurrido: de un solo golpe se había librado del peligro que suponía Ricciardi, que con su imprevisible predilección por los líos podía constituir un problema, y había conseguido que lo incluyeran en la restringida lista de invitados a la recepción que la viuda de Vezzi iba a organizar en su casa. De un solo golpe magistral. Lo cual no impedía tener esa latente sensación de inquietud, como si una desgracia estuviera al caer.
Tras llegar al despacho, no había terminado de poner a secar el sobretodo en la percha cuando oyó que llamaban a la puerta. Ponte se asomó con el semblante más afligido de lo normal; llevaba un sobre en la mano. Garzo lo cogió. En el sobre constaba su nombre escrito con abundantes ringorrangos. Enseguida pensó en la invitación a la recepción, que esperaba recibir de un momento a otro, después vio el elaborado emblema impreso en relieve; lo conocía bien, recordaba la nutrida correspondencia intercambiada en los días frenéticos del Concordato. La curia arzobispal de la ciudad de Nápoles. Largo Donnaregina, cerca de la catedral. Arrugó la frente.
La desagradable sensación fue en aumento con cada segundo que tardó en llegar a su escritorio y coger el abrecartas de plata con manos temblorosas. Sacó la carta y la leyó. Luego la releyó. Y la releyó otra vez. A medida que se le formaban en la cara y el cuello las célebres manchas violáceas, de ese tono que el personal de la jefatura definía en voz baja como «color Garzo cuando se enfurece».
Al final, se levantó y, con paso vacilante, fue a la puerta, la abrió y gritó en el pasillo desierto:
—¡Maione!
Subiendo por la via Santa Teresa con el viento y la lluvia de frente, Ricciardi llegó a la parroquia. Ironizó pensando que en los últimos días había ido más veces a la iglesia que en los últimos tres años.
Qué frío hacía esa mañana, pensó. No le disgustaba: venía de una zona de montaña y el frío le traía recuerdos de su pueblo. Además, la experiencia le había enseñado que el calor y el buen tiempo invitan a salir, a ver gente y a experimentar sentimientos: amor, envidia, celos. Todo combustible para las pasiones y, por tanto, para los delitos.
En cambio, el frío apaciguaba la sangre: la gente tendía a quedarse en casa, encerrarse y esperar. Se aferraba a lo que tenía, por poco que fuera; no deseaba tanto las posesiones ajenas, dinero, joyas, ropa, mujeres, maridos. Tenía menos ganas de salir de cacería. Con el frío los delitos entraban en letargo. Algunos, no todos.
Llegó a la sacristía y encontró al padre Antonio escribiendo pegado a una estufa enorme, con una bufanda alrededor del cuello y un gorro de lana. Llevaba mitones y se soplaba la punta de los dedos.
Al ver a Ricciardi se sorprendió, y eso puso al comisario sobre aviso: ¿acaso el día anterior no habían quedado en encontrarse?
—Buenos días, padre. Veo que padece usted el frío.
El cura lo sorprendió una vez más con una suave sonrisa.
—Querido comisario. No pensaba verlo esta mañana, con este tiempo de perros: lluvia, viento helado, no es el ideal para venir aquí desde la jefatura.
—Vengo directamente de mi casa; como le dije, vivo cerca de aquí. Además, a mí el frío no me molesta especialmente. Recordará usted que ayer quedamos en que hoy vendría para ver a las damas de la caridad y a los demás muchachos de la casa. Será un momento nada más, no lo molestaré.
—Sí, imagino que no habrá problemas. Están allí dentro, en clase. Por desgracia, solo ha venido una de las señoras. Parece ser que la más joven, la que le tenía más apego a Tetté, ha sufrido una indisposición. Tal vez por el dolor de la pérdida.
Ricciardi levantó la mano para detener al cura que se levantaba de la silla.
—Un momento, padre. Aprovecho para preguntarle algo más. Me dijo que los muchachos trabajan de aprendices con diversos artesanos. ¿Tetté también? De ser así, ¿podría decirme dónde vive el artesano con el que trabajaba y cómo se llama?
El padre Antonio negó con la cabeza, amargado.
—Lo lamento, comisario, no lo sé. Como le he dicho, los muchachos eligen el oficio que quieren aprender y, en caso de necesidad, intervengo yo para recomendarles alguno. Tetté no me lo pidió, de modo que imagino que iría con algún vendedor ambulante. Hacía apenas unos meses que salía a trabajar, no gozaba de buena salud, pobrecillo. Y ahora, si me permite, lo acompaño al aula. Tengo que seguir escribiendo mi sermón del domingo.
La que el padre Antonio había definido pomposamente como «el aula», en realidad era una habitación más pequeña que la sacristía, con cuatro bancos desvencijados, una mesa que servía de cátedra y una pizarra atravesada en diagonal por una grieta. Era como una nevera. Había cinco chicos, dos eran mayores que el resto, cada uno de ellos ocupaba un banco, los otros tres se apretujaban en otro para calentarse. Ricciardi notó que todos llevaban el pelo cortado al cero y vestían varias camisas, una encima de la otra, sin duda, todo el guardarropa del que disponían.
La mujer que les daba clase era una señora rubicunda de unos cincuenta años, llevaba un pesado abrigo, con cuello de pieles y gruesos guantes de cuero. Al entrar el cura sonrió e invitó a los chicos a ponerse de pie, pero la expresión dichosa se disipó al ver a Ricciardi; el comisario comprendió al instante que había sido debidamente presentado a la dama de la caridad.
—Buenos días, señora De Nicola —dijo el padre Antonio con dulzura—. Sentaos, sentaos, niños. El señor que viene conmigo es el comisario Ricciardi, de la jefatura de policía. Precisa alguna información sobre el pobre Matteo y la desgracia que nos lo ha quitado. Una trágica fatalidad, como ya sabemos. Por favor, comisario, mantenga la promesa de no restarle demasiado tiempo a la clase.
Dicho lo cual se marchó. Ricciardi notó que al salir el cura algunos de los muchachos se miraron velozmente antes de volver a bajar la vista. Ninguno había abierto la boca ni se había sentado. El comisario se dirigió a la mujer.
—Buenos días, señora. Estoy tratando de aclarar algunos aspectos de la vida de Matteo para entender las circunstancias de su muerte.
—Buenos días, comisario. Me llamo Eleonora De Nicola Bassi, pertenezco a las Damas de la Caridad de Capodimonte; ayudamos a estos niños, tratamos de apoyar al pobre padre Antonio, un santo en todos los sentidos. He de decirle que no sé mucho de la vida de Matteo, porque nuestra tarea consiste en su mayor parte en las donaciones y en las dos clases semanales que impartimos y que, por desgracia, no surten grandes efectos. Los muchachos solo vienen por los dulces que damos como premio —e indicó los amaretti que había sobre la mesa—, pero usted pregunte, que trataré de contestarle.
—Preferiría hablar en privado, si no le importa.
La mujer asintió y, tras ordenar a los chicos que guardaran completo silencio, salió.
—Veamos, señora, ¿desde cuándo conocía a Matteo?
Pese a contestar con educación, la mujer no lograba disimular su hostilidad hacia un hombre que ponía en duda la santidad del padre Antonio; tal vez ni siquiera intentaba disimularla.
—Desde hacía poco. Hace apenas unos años que vengo a la parroquia y me relaciono principalmente con el padre Antonio para ayudarlo en la administración y muchas otras cosas que hace por su comunidad. Las clases las empezamos hace unos meses. El niño, ya se lo habrán dicho, era muy tartamudo. Yo no tengo paciencia para estas cosas, y cuanto más me impacientaba, más tartamudeaba él. Por eso la que más se ocupaba de él era mi amiga, que hoy no ha venido. Es la señora Carmen Fago di San Marcello. La noticia de la muerte de Tetté la ha trastocado; es joven y no puede tener hijos, ¿sabe usted? Se había encariñado mucho con el niño, lo cuidaba y lo mimaba. En nuestra opinión, incluso demasiado. Hoy no se ha sentido con ánimos de venir, está en su casa llorando. Una calamidad.
Ricciardi trató de volver al grano.
—Una calamidad, sí. Sobre todo para el niño. ¿Notó usted alguna hostilidad entre los chicos, tal vez con los mayores? ¿Algún episodio, peleas o…?
—Comisario, son chicos —lo interrumpió la mujer—. Los muchachos son así, se pelean y se burlan sin parar. Tetté es…, era el más pequeño, y para colmo tartamudeaba tanto que era incapaz de terminar una frase. Es natural que los otros lo pincharan un poco, ¿no le parece? Pero sin malicia. Aunque ya le digo, yo a él no conseguía tenerle paciencia. Lo veía apenas una hora, una vez por semana. La mayor parte del tiempo estaba con mi amiga.
—¿Y con los adultos? ¿Qué relaciones tenía con el sacristán, por ejemplo, con el padre Antonio?
La mujer se crispó visiblemente.
—El que sea incapaz de tener buenas relaciones con el padre Antonio es porque guarda algo muy sucio en el alma, se lo digo yo. Es un santo, y él también está muy apenado por la muerte del niño. Aparte del sacristán, que no habla con nadie, no vi a más adultos con Tetté. Ni con los demás muchachos. Los que nos ocupamos de ellos no somos muchos, sabe.
Ricciardi asintió. En eso estaba de acuerdo con la mujer, por antipática que le cayera. La señora De Nicola concluyó, expeditiva:
—¿Hemos terminado, comisario? Me gustaría volver con los muchachos. Estoy sola y tengo que acabar temprano. El chófer pasará a recogerme dentro de una hora.
Desde la puerta del aula Ricciardi lanzó una mirada al interior: los muchachos no se habían movido. Pero los dos amaretti habían desaparecido.
El comisario salió de la parroquia un tanto desanimado. Cierto que aún debía hablar con la otra dama, la más encariñada con Tetté, pero no era menos cierto que seguía dando palos de ciego.
A menos que, pensó inevitablemente, no hubiese nada que ver; que se estuviera volviendo loco por culpa del Asunto y sus consecuencias.
La mujer, la tal Carmen Fago di San Marcello no tenía hijos y por eso le tenía tanto apego a Tetté. Niños sin madre, niños con madre; madres auténticas y madres falsas; madres que abandonaban a sus hijos, madres que buscaban uno. Sin motivo aparente pensó en la suya mientras iba hacia su casa empujado por el viento y la lluvia.
A saber si la misma locura que lo estaba afectando a él había matado a su madre. La recordaba con el pelo encanecido pese a ser joven, en la cama del hospital donde moriría a causa de lo que el diagnóstico expeditivo había calificado de fiebre nerviosa. Vio otra vez su mirada hundida en las ojeras, adormilada por los sedantes que le administraban continuamente. Recordó su mano delgada, ligera, que sostenía la suya; parecía de papel.
¿Y ahora, pensó, qué hacemos, mamá? ¿Tiramos al pobre Tetté, con su perro raro y su nuca flaca, para que se pierda en la nada que lo rodeaba? No, se contestó. Debo saber. Debo entender. Aunque sea lo último que haga, antes de que me internen en el mismo hospital que a ti. Porque sé, mamá, que debería haber visto su imagen si hubiese muerto donde lo encontramos. Igual que lo hubieras sabido tú, de haber estado en mi lugar.
Bajo el portón, mientras intentaba desmañadamente resguardarse de la lluvia y el viento, entrevió una silueta familiar: la del sargento Maione, muy incómodo y muy mojado.