Por una curiosa casualidad, a un kilómetro de la casa de Livia, Enrica también estaba sentada al escritorio de su alcoba, mirando la lluvia golpear su ventana; y, cosa curiosa, pensaba en la misma persona.
Había decidido seguir el consejo de Rosa y contestar a la carta de Ricciardi. Era un paso adelante importante.
Sonrió al pensar en la tata: conocerla había sido bonito y estimulante. Eso quería decir que en la vida había momentos en los que era preciso tomar la iniciativa, ser valiente. Ella había sido valiente de un modo que jamás habría imaginado, y había recibido su recompensa.
Se estremeció al verse en su recuerdo bajar corriendo la escalera, bajo la lluvia, llegar a la tienda de don Gerardo sin tener nada que comprar (¿qué habría dicho si le hubiesen preguntado qué deseaba? Algo habría inventado, pensó), esperar a que Rosa terminara de hacer su pedido, ofrecerse a ayudarla con las bolsas.
Lo que le parecía más increíble era haber podido hablar de sus sentimientos con aquella mujer que, a todos los efectos, era una extraña.
Sin embargo, mientras lo pensaba y a través de la lluvia contemplaba la ventana del que ahora sabía que era del dormitorio de Rosa, nada le pareció más natural que verse sentada en el sofá de la casa de él, tomando un café. Y notar en el aire el aroma de su loción para después del afeitado, y observar las baldosas de mármol por donde caminaba, la enorme radio de madera que escuchaba. Incluso la puerta de su dormitorio. No se había atrevido a pedirle que le mostrara la ventana, esa ventana, e imaginarse a sí misma bordando, a cinco metros de distancia.
Esos cinco metros no volverían a ser nunca los mismos; ahora que podía imaginar, ahora que sabía cuáles eran los objetos y las distancias que sus ojos recorrían. La barrera había sido abatida más por su visita que por la carta de él.
La carta, pensó, mojando por enésima vez la pluma en el tintero azul. La carta a la que debía responder.
Su mente lo imaginó en el momento de abrir el sobre con su respuesta. Vio su confusión, el nerviosismo de sus manos, el mechón caído sobre la frente. ¿Qué impulsaba a un hombre como él a aferrarse a una soledad tan completa? ¿A no compartir nada con nadie jamás?
Sentía, siempre había sentido que en aquellos silencios y detrás del muro que alzaba a su alrededor había una dulzura infinita, una inesperada ternura por el prójimo. No tenía motivos para pensarlo, pero lo pensaba; y hablar con Rosa se lo había confirmado. Si lograba conquistarlo, si conseguía estar a su lado y amarlo como sentía que quería amarlo, esa dulzura afloraría a la superficie y él sería un hombre distinto.
Sonrió a la lluvia. No había tenido experiencias, siempre había sido reservada, poco inclinada a las relaciones con los hombres; ahora sabía, estaba segura de que, en realidad, llevaba toda la vida esperando a un hombre así. El tiempo de las indecisiones y las incertidumbres había tocado a su fin con la carta de él y su visita a Rosa.
Con una determinación que jamás había soñado tener, se inclinó sobre la hoja en blanco y escribió: «Apreciado señor».
A última hora de la tarde Livia oyó que llamaban educadamente a su puerta. Tras recibir su permiso, la doncella, una graciosa muchacha con delantal negro y cofia blanca, asomó la cabeza.
—Disculpe, señora. Hay un señor que pregunta por usted. No ha querido decirme cómo se llama. Dice que usted lo espera, que ya sabe quién es.
Tras un instante de desconcierto e irritación, Livia recordó que esperaba una visita: la del miembro del cuerpo de seguridad que debía ver la lista de los invitados a la recepción.
Tras lanzar un vistazo de reojo al espejo para comprobar que su aspecto era el adecuado, fue al salón donde la esperaba un caballero de mediana edad, distinguido y anónimo, de cabello gris, con el sombrero en la mano y el sobretodo mojado de lluvia.
—Buenas tardes, soy Livia Lucani Vezzi. ¿Usted es…?
El hombre inclinó levemente la cabeza y sonrió.
—Mucho gusto, señora. Es usted tan encantadora como me habían dicho. Me disculpará que no le diga mi nombre. Puede llamarme como prefiera, escoja un apellido cualquiera.
—¡Curioso! Ni siquiera puedo saber quién viene a mi casa. Por suerte, como bien sabe, no tengo nada que ocultar.
El hombre adoptó una expresión dolida.
—Me hago cargo, señora. Pero como ya sabe, es el procedimiento. No quisiera que pensara que es una falta de respeto hacia usted. Es que el cuerpo…, o mejor dicho, la organización a la que pertenezco hace de la confidencialidad una obligación moral. En su propio interés, señora. Hagamos una cosa, llámeme Falco. Es un nombre en código que no se aleja demasiado del mío verdadero. ¿Cómo está? ¿Se encuentra a gusto en nuestra ciudad?
A pesar de que seguía sintiéndose incómoda en su presencia, aquel personaje despertó la curiosidad de Livia.
—Bien, muy bien, gracias. Aunque este mal tiempo de los últimos días limita mucho mis movimientos. La secretaria de la señora Ciano me advirtió con antelación de su visita. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
El hombre miró a su alrededor con admiración.
—Bonita casa; un salón realmente amplio, ideal para una fiesta con muchos invitados importantes. ¿Ha preparado la lista que se le solicitó? Si todavía no la tiene, puedo volver cuando usted me diga.
—No será necesario. Aquí la tiene.
El hombre abrió el sobre y sacó la hoja.
—He echado un vistazo al edificio, una elección muy acertada. Céntrico, aunque alejado del bullicio del tráfico y los mercados. Desde el punto de vista de la seguridad, que es lo que nos interesa, estamos tranquilos: una única entrada que se puede vigilar desde la calle. Y ventanas que dan al interior.
Livia estaba impresionada.
—¡Vigilar, nada menos! ¿Considera que hay verdadero peligro? Y, además, hasta el punto de tener que vigilar mi casa. ¿Debo preocuparme, entonces?
—Señora, son tiempos difíciles. El Duce y el partido están llevando a cabo una obra de consolidación que dista mucho de estar terminada. Los disidentes son muchos y se van organizando, fraguan pactos y cierran acuerdos. No debe excluirse la posibilidad de que una acción demostrativa se concrete en manifestaciones o, peor aún, en atentados. Nápoles dispone de pensadores, intelectuales que en múltiples ocasiones se han expresado de forma abiertamente antifascista. Nada excluye que entre ellos haya anarquistas y comunistas dispuestos a todo.
La mujer intentó desdramatizar.
—¡Me está usted asustando! Con franqueza, no he captado ese ambiente desde que estoy en la ciudad. Es más, tengo la impresión de que por todas partes se ve un apoyo incondicional al régimen. Por otra parte, ¿quién cometería la locura de no aceptar el destino de bienestar que el Duce está construyendo? Además, la policía de Nápoles es extraordinariamente capaz y atenta, ¿no cree?
El supuesto Falco se encogió de hombros.
—La policía hace de policía. Se ocupa de asuntos normales, de la evidencia: ladrones, violadores, asesinos. Cuestiones fáciles de encontrar, de entender. Nosotros nos ocupamos de cosas distintas, subterráneas, ocultas. Un profesional de lo más íntegro, un hombre que llevaba una vida normal, corriente, con familia e hijos; un obrero que todas las mañanas va en bicicleta a la empresa ILVA de Bagnoli y regresa por la noche, se va a su casa enseguida a dormir; una lavandera que canta a voz en cuello sacudiendo las sábanas junto a una fuente del Vomero. Personas que pasan a su lado por la calle, la rozan, la saludan quitándose el sombrero. Esos son nuestros enemigos, posibles terroristas, disidentes. Gente dispuesta a levantar la mano armada contra el gobierno, contra el Duce. O contra la hija del Duce, para el caso. Nuestra organización, señora, busca a esas personas y la forma de defenderse de ellas.
—No me lo puedo creer, Falco. Me parece imposible que existan situaciones como las que describe.
—Sin embargo, señora mía, los tres ejemplos que acabo de citarle son ciertos: tres situaciones que se produjeron en el último año y en esta ciudad. Tres personas que ahora están en la cárcel, lejos de aquí, y que confesaron haber participado en reuniones sediciosas contra el régimen.
Livia se quedó boquiabierta.
—¿En serio? ¿Y cómo… de qué manera lograron descubrirlas? ¿Cómo lo hicieron?
—Como le decía, señora. Con mucha, mucha discreción. Disponemos de una red de informadores que usted ni siquiera imagina. Decenas de personas fieles al régimen que cubren toda la ciudad, vendedores ambulantes, tenderos, maestros, estudiantes. Personas normales, como las que le he descrito, que recogen confidencias, impresiones, hasta imprecaciones. Nosotros cribamos sus denuncias, sus informes y hacemos nuestras averiguaciones; buscamos confirmaciones, sumamos indicios. Luego procedemos a efectuar uno o dos interrogatorios. Nos hacemos una idea. A nadie le interesa enviar a un inocente al destierro o a la cárcel, ¿no le parece?
Livia se estremeció a su pesar. Una ráfaga de lluvia sacudió la ventana.
—Me parece. Imagino que también su organización es necesaria. En fin, que mi lista está completa.
El hombre leyó velozmente los nombres escritos en la hoja.
—¡Hummm! Sí, diría que coincide con lo que esperábamos. Hay alguna pequeña sorpresa… Garzo, el subjefe de policía, por ejemplo. Se trata de alguien de escasa importancia entre tantas personalidades destacadas. Pero, si es su deseo, puede invitarlo. Muy bien, señora. Examinaremos más a fondo su lista, y si no hubiera contraindicaciones, mañana mismo por la tarde puede despachar las invitaciones. Entre los invitados habrá dos de los nuestros, se dejarán reconocer por usted con mucha discreción, le aseguro que no le causarán molestia alguna. Pero, como usted comprenderá, es una medida necesaria para prevenir situaciones desagradables que pudieran presentarse. Incluso en la mejor sociedad hay quien se emborracha o se toma libertades inaceptables.
A Livia no le gustaba demasiado la idea de que en su casa entraran extraños para vigilar su comportamiento y el de sus amigos; pero consideró que no podía hacer nada al respecto. Confió en que toda esa atención fuese motivada por la presencia de Edda, pero a partir de ese momento se sentiría constantemente observada.
El hombre se despidió e iba a retirarse cuando, siguiendo un impulso, ella lo retuvo.
—Perdone, Falco, hay alguien…, un hombre que probablemente asista a la fiesta, pero al que no he incluido en la lista porque me gustaría transmitirle la invitación de viva voz. Se trata de una persona a la que estaría dispuesta… que me gustaría tratar en el futuro. En una palabra, un hombre que me interesa. ¿Usted podría pasarme un informe sobre él? Sé que se trata de una petición insólita, pero de veras me gustaría saber más de él.
—Por supuesto, señora. Una mujer tan conocida como usted, y con sus amistades, nos tiene a su entera disposición. Si se trata de un hombre que vive en la ciudad es muy probable que tengamos algo en nuestros archivos. ¿Cómo se llama?
Livia suspiró, vacilante. Luego dijo de un tirón:
—Luigi Alfredo Ricciardi. Es comisario en la jefatura de policía, en via San Giacomo.
—En efecto, lo conocemos. Recientemente ha tenido un par de reuniones con mi jefe. No creo que haya problemas, señora. Cuento con darle algún dato más mañana mismo. Buenas noches.