Ricciardi seguía a Cristiano por la via Nuova Capodimonte. Empezó a llover otra vez.
Durante el trayecto comprobó que en el barrio el muchacho era más conocido que un diputado: los tenderos, las porteras atareadas con la limpieza de los zaguanes, los niños asomados a los balcones lo llamaban a voces y lo saludaban con afecto, aunque enseguida cambiaban de expresión en cuanto se percataban de que el comisario lo seguía a poca distancia. Un jovenzuelo le preguntó a Cristiano en dialecto cerrado si tenía algún problema, dando a entender que en caso de que así fuera estaba dispuesto a echarle una mano.
La lluvia cambiaba la geografía de las actividades urbanas. Aquella era una ciudad acostumbrada a actuar en la sombra, pero al aire libre. Los anchos huecos de los portones, con arcos de piedra que permitían entrever unos patios con arriates llenos de plantas, prestaban refugio a los carritos de los vendedores ambulantes gracias a la tolerancia retribuida de los conserjes de librea. Falsos monjes, vendedoras de cerillas y flores, gariteros de timbas diminutas, compuestas de un solo tenderete de madera montado sobre un trípode, procuraban no interrumpir su actividad a pesar de la lluvia, y se disputaban los mejores espacios bajo las cornisas.
Por su parte, la calzada y las aceras descubiertas gozaban de la ampliación provisional de la superficie utilizable, acogiendo raudos automóviles y caballos de pelambre reluciente que tiraban de carros y carruajes lanzando a su paso columnas de agua sobre enjambres de granujillas extasiados ante las inesperadas cascadas. Los escasos peatones se afanaban entre los pequeños lagos que se formaban, tratando de proteger el calzado y los pantalones y de repararse bajo los paraguas de tela, encerados con esmero la noche anterior con la coladura de las velas.
Cristiano, como el propio Ricciardi, no hacía caso de la lluvia, chancleteaba en los charcos con sus zuecos, provocando las palabrotas ocasionales de la víctima de sus inundaciones. El comisario mantenía la vista al frente, aceptando los saludos de los muertos como el muchacho aceptaba los de los vivos: se reencontró con la pareja de adolescentes y el deudor suicida del puente de la Sanità y conoció a otra, una anciana decorosa vestida de negro, aplastada por la carga mal sujeta de un carro. La amplia depresión del tórax hundido y el brazo izquierdo destrozado, que seguía sujetando el bolso, no dejaban dudas sobre cómo había muerto y por qué. Al paso de Ricciardi dijo: «Hace dos meses que mi nieto no viene a verme». Quién sabe si asistió a tu funeral, pensó Ricciardi mientras Cristiano recibía la amenaza benévola de un vendedor ambulante de fruta y verdura. Cada cual tiene sus amigos, reflexionó con amargura el comisario.
Llegaron a la altura de un portón de madera, que estaba cerrado. Cristiano se detuvo y esperó a Ricciardi. No se encontraban muy lejos del Tondo di Capodimonte, la plaza desde la que arrancaba la escalinata monumental donde habían encontrado a Tetté.
Sin mirar al comisario a la cara, Cristiano dijo:
—A veces venimos aquí a buscar algo. Es un almacén de comestibles. No venimos mucho porque el propietario monta guardia a escondidas y una vez cazó a uno de los mellizos, le dio una soberana paliza y el mellizo estuvo en cama no sé cuánto tiempo, vomitaba sangre y pensamos que se moriría.
Ricciardi observó el cerrojo atravesado en el pesado portón.
—¿Y cómo hacéis para entrar? Por lo que veo está bien cerrado.
Cristiano sonrió con aire de suficiencia y le indicó a Ricciardi que lo siguiera. Tras doblar la esquina, se coló por un portón y desapareció de la vista del comisario, que se quedó inmóvil y desorientado en la húmeda penumbra hasta que oyó un susurro y comprendió que el muchacho se había metido por una crujía que él no había visto. Entró con dificultad y se encontró en un espacio estrecho que separaba los dos edificios, una especie de corredor donde apenas se cabía de perfil. Al final, tras unos pocos metros, el espacio se abrió en un amplio local repleto de sacos y cajas. Estaban en el almacén.
Ricciardi observó el lugar, sumido en la luz grisácea que se filtraba por las altas ventanas; en su mayoría se trataba de cereales y legumbres, según indicaban los sacos; pero en un rincón vio recipientes metálicos, pedazos de pescado y cecina, piezas de queso y otros artículos comestibles. Cristiano parecía muy atemorizado; estaba quieto, con las orejas erguidas como un animal que acecha su presa.
Indicó en silencio a Ricciardi una serie de pequeños objetos colocados en el suelo en semicírculo, cerca de la mercancía; al parecer se trataba de pequeñas hogazas. Cogió una y se la tendió al comisario: una bola de pan y pedacitos de queso, inodora. Cristiano tocó el brazo del comisario y con la cabeza le indicó el rincón opuesto del almacén donde había una enorme rata muerta. Ricciardi sopesó la albóndiga que sostenía en la mano: veneno. Así había muerto Tetté.
Miró con más atención a su alrededor, pero no vio a nadie; el niño no había muerto en el almacén. No tenía importancia, porque podía haber cogido algo y huir luego para comérselo en otra parte; pero allí no estaba.
Cristiano se mostraba cada vez más inquieto; tiró a Ricciardi de la manga hacia la abertura por donde acababan de colarse. El comisario se disponía a seguirlo cuando de la penumbra surgió un brazo musculoso que aferró del cuello al muchacho.
Antes de que Ricciardi pudiera impedirlo, el hombre asestó dos bofetones en la cara a Cristiano. El muchacho chillaba tratando de soltarse, mientras el otro gritaba:
—¡Maldito ladrón, maldito, por fin te agarro, ya no comerás más a costa mía!
Ricciardi reaccionó al fin y aulló:
—¡Alto! ¡Suéltelo de inmediato! ¡Policía!
El grito consiguió que el hombre se detuviera un momento, pero no soltó la presa; Cristiano aprovechó para hincar los dientes en la mano que hacía un instante lo apretaba con furia; el hombre soltó un juramento y lanzó una patada al chico, pero este ya estaba fuera de su alcance.
Ricciardi avanzó.
—¡Quieto, he dicho! ¿Quién es usted?
—¿Quién soy yo? ¡Quién es usted! Si es de la policía, ¿por qué está en mi almacén? ¿Cómo han entrado y por qué no llamaron a la puerta como hacen las personas respetables?
El comisario había recuperado el control de la situación; Cristiano se parapetaba detrás de él, a salvo, y se masajeaba el cuello mirando al propietario del almacén con aire desafiante.
—Disculpe por la forma en que hemos entrado, pero era necesario. Se trata de una investigación policial, soy el comisario Ricciardi de la Real Jefatura de Policía de Nápoles. Tenga la amabilidad de indicarme su nombre y apellido.
Sin dejar de mirar a Cristiano con ojos amenazantes y sujetándose la mano ensangrentada, el hombre contestó:
—Me llamo Vincenzo Lotti. Soy el dueño de este almacén. Me paso todo el santo día luchando con estos sinvergüenzas, que son peores que las ratas y las cucarachas, se cuelan por debajo de las puertas y roban todo lo que encuentran. He presentado dos denuncias, precisamente donde usted trabaja, en la jefatura, y nadie me ha contestado, no ha pasado nada y ellos siguen robando sin ser castigados. ¡Son una plaga! ¡Una auténtica plaga!
Ricciardi trató de mostrarse conciliador:
—Tiene razón. Le indicaré por dónde hemos entrado y así ya no tendrá que preocuparse de los chicos. Aunque sí de las ratas. ¿Cómo se las arregla para combatirlas?
Señaló el cuerpo de la rata tirado en medio del espacio que había entre el portón y la mercadería. Lotti, un hombretón gordo en mangas de camisa y anchos tirantes, fue cambiando de tono a medida que se le pasaba la rabia.
—Entonces tendría buena parte de la batalla ganada, comisario. Librarme por lo menos de los muchachos, quiero decir. Ya sé que tienen hambre, yo también a su edad comía a todas horas, pero no puedo cargar con ellos sobre mis hombros. No son hijos míos, ¿no es cierto? En cuanto a las ratas, ahora les pongo un veneno que compro en la farmacia y, como ve, parece que empieza a funcionar. Pero eso también cuesta dinero, tengo que comprar harina y queso para preparar las albóndigas envenenadas. Probé con trampas, pero cazas a dos y las demás enseguida aprenden y se las ingenian. Ratas y granujas son lo mismo. Enseguida se las ingenian para robar.
Ratas y granujas son lo mismo; no son hijos míos; Ricciardi recibió aquellas frases como una bofetada. Vio nuevamente la nuca de Tetté, fina como la de un cordero, mientras se lo llevaban como un pedazo de madera del que deshacerse, y notó una punzada en el estómago.
—Por su bien espero que tenga todos los papeles en orden —dijo con tono duro—, permisos, suministros, aduana, todo. Que la mercancía provenga toda de compras en regla y que sus ventas también lo estén. Ya sabe usted que las denuncias tienen dos sentidos, de ida y de vuelta. ¿Se ha enterado de que a pocos metros de aquí, el lunes por la mañana, al pie de la escalinata del Tondo encontraron a un niño muerto? Las investigaciones revelaron que murió envenenado. ¿Qué veneno usa usted para las ratas?
Lotti se quedó boquiabierto; su mente intentaba elaborar lo más deprisa posible la información que le pedían.
—¿Yo… las licencias? Las licencias están en regla, las tiene mi cuñado que es contable, yo no sé leer muy bien, solo me sé los números. El niño muerto…, sí, me enteré, según dicen era uno de los de Santa Maria del Soccorso. Lo lamento, serán ladrones, pero criaturas de Dios al fin al cabo. Además, yo tengo seis hijos, imagínese, comisario. ¿El veneno? Me lo venden en la farmacia, cuesta carísimo. No sé qué veneno es, ahora le busco el papel del farmacéutico, espéreme un momento.
Se alejó y cruzó una puerta de la parte trasera. Ricciardi le preguntó a Cristiano cómo estaba, el muchacho se encogió de hombros con aire de suficiencia, como dando a entender: Hace falta mucho más para asustarme a mí. Lotti regresó con un sobrecito de papel como los que se usaban para guardar sellos y una receta, y se los tendió a Ricciardi.
—Tenga cuidado, comisario, el farmacéutico me dijo cien veces que me pusiera guantes para tocar esto. Es muy venenoso, ya lo ha visto —dijo, indicando la rata muerta.
Al comisario le bastó un vistazo para ver la palabra que buscaba: estricnina.
—¿Dónde pone los cebos envenenados? Piénselo bien, Lotti, es muy importante que me lo diga.
—Aquí dentro nada más, comisario, se lo juro. No tendría sentido ponerlos fuera, son caros, sería tirar el dinero. A mí lo único que me importa es proteger la mercancía; si sigo teniendo mermas, no me quedará otra que cerrar el negocio; por eso me metí en estos gastos, debe creerme.
Ricciardi lo miró a la cara y sintió pena por él.
—Acompáñeme, le indicaré por dónde entran los muchachos. No tarde en cerrar el hueco, así estarán todos tranquilos: usted, que no tendrá más mermas, y ellos, que no acabarán como las ratas.