Miércoles, 21 de octubre de 1931 – IX
Los muchachos se preparan para ir a trabajar a los talleres de los artesanos donde hacen de aprendices por unos céntimos a la semana; todos menos Cristiano; el zapatero lo echó por haberle faltado al respeto. Cristiano contesta siempre. Cristiano no está por la labor.
La puerta se abre de par en par y entra el padre Antonio, descompuesto por la rabia. La puerta golpea la pared con un estrépito semejante a un disparo; Tetté, que se está lavando, da un salto de sorpresa.
El cura avanza a grandes zancadas hasta el centro de la habitación y aúlla:
—¡Os quiero a todos aquí enfrente, ahora mismo!
Los muchachos se apresuran a obedecer. Amedeo y Saverio, que son los mayores y por eso tienen derecho a usar los dos catres, se colocan los primeros de la fila. Tetté descubre la mirada que intercambian y le entra el miedo.
Cuando todos han formado fila, el cura pregunta:
—¿Sabéis qué ha pasado? Faltan tres manzanas. Tres manzanas de la despensa. ¡Y estoy seguro de que faltan porque yo mismo las puse ayer, y las conté una por una!
Los seis muchachos clavan los ojos en el suelo. Saben por experiencia que deben callar, porque digan lo que digan acabarán pagándolo todos. Tetté estruja contra el pecho desnudo la camisa que no ha tenido tiempo de ponerse. Las cabezas gachas están todas rapadas al cero para ahuyentar los piojos.
El padre Antonio continúa:
—¿Quién ha sido? Os lo preguntaré una sola vez. Si el que lo hizo confiesa, será el único castigado; pero si no confiesa el que robó en la casa de Dios cometiendo un pecado mortal, entonces seréis castigados todos. Porque cuando uno sabe quién cometió un pecado y no lo dice, igualmente acabará en el infierno. Os dejaré sin comer durante dos días. Ya sabéis que si lo digo, lo cumplo. Y el culpable será castigado, tenedlo por seguro. Será castigado.
El terror se palpa como una ráfaga de viento. Todos saben lo que le ocurrirá al culpable. El cuartito. Lo encerrarán en el cuartito.
En la oscuridad y el frío. Entre mil cosas sin nombre que caminan por tu cuerpo con patitas veloces. El que termina encerrado en el cuartito sale con el cuerpo cubierto de ampollas, y después se pasa días y días rascándose, y el picor no se calma con nada. Y todo está negro como la noche más negra, y no te puedes mover porque no hay espacio ni para respirar. Es terrible, el cuartito.
Se oyen las respiraciones. Tetté también oye su propio corazón que le late en los oídos. Se mira los pies plantados en la tierra batida. Están violáceos de frío. Pasa un minuto. Pasan dos. Y Amedeo da un paso al frente.
El padre Antonio lo mira.
—Habla, si tienes algo que decir.
La metamorfosis de Amedeo delante del cura es pasmosa. Encaja la cabeza entre los hombros, se hace pequeño, dobla las rodillas. Cambia incluso de voz, se le vuelve fina como la de un niño.
—Perdóneme, padre. Yo no quiero ser chivato, pero tengo que decírselo porque tampoco quiero irme al infierno.
Silencio. Los ojos de todos siguen clavados en el suelo, menos los de Cristiano, que miran furibundos a Amedeo un instante para volver a fijarse en el suelo.
—Habla, pues —dice el padre Antonio.
Sin levantar la cabeza, Amedeo señala a Tetté con un dedo tembloroso.
—El tartaja. Ha sido el tartaja. Él creía que no lo veía nadie, pero yo lo vi. Y esta noche se ha comido las manzanas. Esta noche, en la cama.
La serpiente del horror se alza en el estómago de Tetté, va subiendo y se le enrosca en la garganta. Él ni siquiera ha visto las manzanas. Levanta la mirada, trata de hablar pero no puede. La serpiente aprieta.
—¿De veras? ¿Y sabes lo que ocurre cuando se acusa a alguien sin pruebas? ¿Lo sabes?
La voz del padre Antonio retumba amenazante. Nanni, el sacristán, acaba de cruzar la puerta; se restriega las manos. Le gusta cuando reparten castigos. Todos saben que le gusta.
Amedeo mira por fin al cura y asiente. Luego se da media vuelta y va hacia la yacija de Tetté. La levanta con ademán seguro y recoge algo; luego se planta otra vez delante del cura y abre la mano. El cura coge el objeto y se lo enseña a todos: el corazón de una manzana, limpio hasta el último fragmento. Dos hormigas caen al suelo.
Tetté quisiera gritar desesperado: ¡yo no he sido, padre! ¿No se da cuenta de que yo no he sido? ¡Ni siquiera entré en la cocina! ¡Pregúntese quién ayudó a preparar la cena de ayer y sabrá quién ha sido! Por favor, padre, el cuartito no. ¡Tengo miedo de la oscuridad y de los bichos que hay ahí dentro!
Pero la serpiente se ha enroscado con fuerza a su garganta y de su boca solo salen unos sonidos guturales. Uno de los mellizos no puede reprimir la risa de alivio al verse a salvo y al oír a Tetté que balbucea y no logra hablar, y el sacristán le asesta un puñetazo en la nuca. Esta vez nadie se ríe, mientras el mellizo se restriega el pelo rapado, como cuando los piojos lo martirizan.
El padre Antonio se acerca a Tetté. Lo mira severo.
—Otra vez. Y mira que tú no deberías robar. Porque a ti te hacen regalos. Porque tienes suerte.
Tetté quisiera decirle al cura que no tiene ninguna suerte. Que cada vez que regresa, se lo quitan todo. Todo, hasta la última miga. Pero la serpiente aprieta y él siente que se ahoga.
Un rápido ademán y el cura le agarra la oreja izquierda entre los dedos, y retuerce con todas sus fuerzas. A Tetté se le escapa un gemido que estremece a todos. Cristiano mira a Amedeo, que sigue con los ojos clavados en el suelo. El niño agita la mano, tratando de zafarse del apretón del cura, pero este no suelta la oreja, roja como el fuego.
Tetté es sacado a rastras de la habitación, al frío y la lluvia. Todos lo siguen a él y al cura como un séquito que se dirige a una ejecución. En el rincón opuesto del patio hay una puerta que da al cuartito, un agujero oscuro de un metro de lado. Mientras sigue teniendo al niño asido de la oreja, el padre Antonio saca una llave del bolsillo de la sotana y abre la puerta, echa dentro a Tetté y vuelve a cerrarla.
Primero llega el alivio de notar la oreja libre, luego en oleadas un dolor terrible, desgarrador. Tetté se masajea la oreja con fuerza. De ese lado no siente nada, solo un silbido ensordecedor. Se encoge en un rincón, tanteando la pared, agarra un trapo y con él se tapa la cabeza. Nota cómo corren las patas de animales que no ve. Patea para alejarlos. Quisiera llorar, gritar, pero tiene la garganta cerrada.
Ante sí ve a su ángel. Oye su voz, cuando pasa algo feo piensa en mí, en mi sonrisa. Piensa, Tetté. Piensa con fuerza, y verás que todo pasa.
Piensa con mucha fuerza, los ojos apretados bajo la manta mugrienta, yo no he sido, yo no he sido, grita en silencio para sus adentros. Te lo ruego, dime que me quieres. Dime que me quieres, ángel mío, aunque sea una sola vez.
El trueno sacude la puerta del cuartito. La lluvia golpea sobre el tejado y se cuela para dentro. Tetté patea cuando nota unos morros fríos que lo tocan. Sabe que si se duerme, los morros y las patas se animarán y despertará con los mordiscos.
Oye arañar la puerta, una, dos veces. Se arrastra, encuentra una rendija y respira a través de ella. Ve algo cerca de la abertura, tarda un instante en comprender que es el morro de un perro.
Consigue sacar un dedo y acaricia el morro.
Solo debe esperar.
En la habitación Amedeo y Saverio se sientan en los catres y de debajo del colchón sacan una manzana para cada uno. Intercambian una mirada cómplice, le pegan sendos mordiscos y se ríen.
Cristiano aprieta los puños y después piensa: No te metas donde no te llaman.