18

Maione siguió a Ricciardi hasta su despacho y entró con él. Se quedó de pie, con el sombrero en la mano, mientras el comisario recogía los papeles de su escritorio para que pareciera ordenado.

Al cabo de un rato, al ver que el sargento no se decidía, Ricciardi dijo:

—De acuerdo, ¿qué tienes que decirme?

Maione dejó de mirarse la punta de las botas.

—Comisario, lo ha visto, he intentado tomarme unas vacaciones, quería echarle una mano. Lo que no entiendo es en qué podría echarle una mano. ¿Qué quiere buscar, qué quiere averiguar? Yo siempre estoy de su parte, ya lo sabe. Pero no puedo ayudarlo si no me dice qué busca.

Ricciardi observó a aquel hombre, tan grueso y tan perplejo, y se enterneció. Se sentó y trató de explicarle, aunque solo fuera parcialmente:

—Verás, Raffaele, Modo también me preguntó lo mismo. No tengo una respuesta concreta, ya has visto que no he podido dársela tampoco a Garzo. Lo único que puedo decirte es que ayer por la mañana, cuando se llevaban el cadáver vi algo. Algo en aquella pobre cabecita que colgaba, cuando depositaron el cuerpo de aquella manera, que me recordó a un cordero en Pascua. Y pensé que estaba muy solo y que no tenía a nadie que le importara si estaba vivo o muerto. Y pensé que no era justo. Que del mismo modo que deberíamos ocuparnos de los niños cuando están vivos, no deberíamos permitir que pasen por esta vida sin dejar rastro. Y así, siguiendo un impulso, pedí la autopsia. Después descubrí lo de la estricnina y pensé que había que investigar dónde la tomó para que no se repitiera. Es todo.

Maione lo miraba a la cara sin perderse una sola palabra. No se hacía ilusiones, sabía que era ignorante; pero él también tenía el instinto desarrollado, vaya si lo tenía, y el instinto le decía que era otra cosa bien distinta la que impulsaba a Ricciardi a agarrarse a la muerte de Matteo y a no soltarla.

Sabía asimismo que no le sacaría ni una palabra más al comisario, por lo que asintió muy serio.

—Entiendo —dijo—. Entonces, comisario, saquemos partido del hecho de que el infame de Garzo quiere tenerme aquí. A medida que avance en las pesquisas, usted me comenta cómo van y qué necesita. Desde aquí, aprovechando que estoy de servicio, le puedo echar una mano, ¿no?

Ricciardi estuvo a punto de sonreír.

—De acuerdo, Raffaele. Te aseguro que si me hace falta, y casi seguro que será así, te mandaré llamar. Y hay algo que sí puedes hacer por mí ahora mismo: procura estar al tanto y enterarte si llegan quejas de la curia. Algo me dice a mí que en cuanto nuestro padre Antonio me vea aparecer a lo lejos, irá corriendo a la catedral a hablar con el obispo.

—Descuide, comisario. Y ahora le pido que me haga una promesa: si ve una situación peligrosa, no se lance de cabeza. Espere a que llegue el sargento Maione, que es afortunado y con él no le puede ocurrir nada.

Antes de que Ricciardi pudiera rebatir, llamaron a la puerta; tras ser anunciada por el agente de guardia, entró Livia Lucani, viuda de Vezzi, envuelta en su habitual nube de perfume especiado que provocaba mareos. En el sombrero cloché gris, con una enorme flor de tela al costado, se vislumbraban las perlas de lluvia que habían burlado la protección del gracioso paraguas cerrado ya y colgado de su brazo. Lucía un largo abrigo negro con amplio cuello de zorro plateado, a tono con el sombrero. Tenía el semblante alegre.

—¡Buenas tardes a todos! ¿Cómo está usted, mi querido sargento? ¡Siempre fascinante!

Como solía ocurrirle en presencia de Livia, Maione se sintió como si fuera un campesino cavando la tierra.

—Mi querida señora, buenas tardes. Qué sorpresa, aquí dentro no estamos acostumbrados a tanta belleza.

Livia soltó una carcajada cristalina.

—Qué galante. Es una pena que esté usted comprometido, porque de lo contrario lo cortejaría descaradamente. Hola, Ricciardi. Entiendo que tú también te alegras de verme, pero disimula el entusiasmo, si no, qué pensará el sargento.

Ricciardi siguió sentado, confundido por lo inesperado de la visita; luego se puso de pie.

—Hola, Livia. Una sorpresa, sin duda. No te esperábamos. ¿Ha ocurrido algo?

Livia se estaba quitando los largos guantes negros.

—¿Acaso debe ocurrir algo para que yo venga a verte? No, nada. He ido de compras, el pobre chófer espera abajo en el coche, sepultado de paquetes. ¿Qué puedo hacer si en esta ciudad tenéis tiendas tan charmant y no puedo resistirme? Me iba para casa y pensé que me apetecía un poco de tristeza, y me dije: voy a visitar a Ricciardi, que estará elucubrando en la jefatura de policía, y aquí me tienes.

Se acomodó en una de las dos sillas enfrente del escritorio, desabrochándose el abrigo para dejar ver un traje chaqueta elegantísimo. Cruzó las piernas, sacó un cigarrillo del bolso y Maione se apresuró a darle lumbre.

—Gracias, sargento. Podría darle alguna lección de galantería a algunos que yo me sé, que tienen mucho que aprender. Bien, ¿en qué andáis?

Ricciardi se sentó también.

—Qué oportuno que hayas venido. Debo decirte que hace un momento he utilizado tu nombre sin tu permiso. Encontramos a un niño muerto en la calle y…

Lo interrumpió la entrada de Garzo, con las gafas en la punta de la nariz y un papel en la mano. Maione y el propio Ricciardi supieron enseguida que el funcionario había llegado a la carrera tras ser advertido de la presencia de Livia; no era necesario ser un lince para deducirlo, porque hacía unos cuantos años que el subjefe de policía no se aventuraba a entrar en los despachos de la planta inferior. El sargento lanzó una mirada relampagueante a Ponte, que miraba lleno de curiosidad desde la puerta y, al verse sorprendido, desapareció de inmediato.

—Ricciardi, he aquí su permiso de vacaciones. ¡Qué dichosa coincidencia! ¡La señora Vezzi en persona! ¿Sabía, señora, que hoy hablábamos precisamente de usted?

Livia le tendió la mano a Garzo para que se la besara, lanzando una mirada curiosa a Ricciardi.

—Sí, dottore, eso mismo me estaba comentando Ricciardi. Si no es indiscreción, ¿puedo preguntar en relación con qué?

—En relación con las vacaciones que el comisario acaba de pedir para ayudarle en no sé qué fiesta que está usted organizando. ¿O acaso me ha engañado por algún oscuro motivo? ¡Dígamelo, señora, porque en tal caso, lo haré encarcelar!

Su intento por mostrarse ocurrente fue recibido por el sombrío silencio de Maione y Ricciardi; Livia sonrió.

—En efecto —dijo—, debo decirle que Ricciardi me resulta de gran ayuda haciéndome de Virgilio en su caótica y hermosa ciudad. ¿Sabía que elegí la casa con su ayuda? No muy lejos de aquí, en la via Sant’Anna dei Lombardi, así puedo vigilarlos fácilmente a todos.

Garzo sonreía, acariciando con el dedo su bigote, con la esperanza de que la señora se fijara en él.

—Entre las muchas bellezas con que cuenta nuestra ciudad ahora también está usted. Hay que darle las gracias a Ricciardi, pues. También por la ayuda que le prestará para organizar esa famosa recepción de la que tanto se habla.

Livia paseó la mirada entre Garzo y el incómodo Ricciardi, y pensó que aquella ocasión le venía como anillo al dedo.

—Sí, dottore, será una fiesta importante. Y para mí será un placer contar con su presencia y la de su señora esposa. Por lo demás, asistirá también el jefe de policía, que es todo un caballero, de modo que estarán ustedes entre amigos. La invitada de honor será mi amiga Edda, la hija del Duce. Y tal vez Su Excelencia pueda darnos una sorpresa. Tenga usted la bondad de ordenarle a Ricciardi que me ayude y asista a mi fiesta. Ya sabe cómo huye de las ocasiones sociales.

Garzo brillaba como iluminado por el sol. Con voz temblorosa de felicidad, dijo:

—Señora mía, no se imagina usted cuánto le agradecemos mi esposa y yo esta maravillosa invitación. Mi querido Ricciardi, le ordeno que se ponga al servicio permanente y a plena disposición de la señora Vezzi. ¡Y sin más dilaciones, por favor!

Livia se levantó.

—Y ahora tendrán que disculparme, pero tengo que marcharme. ¿Me acompaña hasta el coche, dottore? Con estos tacones me da miedo bajar las escaleras, aunque del brazo de un hombre como usted… Buenas tardes, sargento. Adiós, Ricciardi, y, por favor, obedece las órdenes que te han dado.

Y salió dejando en el despacho una nube cargada de perfume especiado e inquietud.