Ponte se asomó por la puerta del despacho y, mirando el retrato del rey, dijo:
—Cuando quiera, comisario, el subjefe de policía dottor Garzo lo espera.
Ricciardi suspiró molesto. Desconocía la naturaleza del temor reverencial que inspiraba a aquel hombrecito, pero el hecho de que nunca lo mirase a la cara, lo sacaba de quicio como nadie.
—De acuerdo, Ponte. Hazme el favor de avisar a Maione, me gustaría que él también viniera. Nos vemos en el despacho de Garzo.
Con visible alivio, Ponte interpretó el comentario como una autorización para que se retirara, y escondiendo la cabeza como la tortuga en su caparazón cerró la puerta.
Ricciardi no se alegraba de tener que ver «al subjefe de policía dottor Garzo», como decía invariablemente con ostentación Ponte. Lo consideraba un hombre tonto y vanidoso, concentrado en su propia persona y su carrera, incapaz de desempeñar el papel de coordinador del trabajo de investigación. Pero, reflexionó, tal vez se tratara de un puesto para gente así, un intermediario entre los políticos y los operativos como él; el propio jefe de policía, al que había visto muy raras veces, de hecho no era más que un hombre del gobierno. La lucha contra los delincuentes, que muchas veces lo eran no por su propia culpa, la llevaban adelante los policías de a pie.
Sin embargo, esta vez debía hablar con él. Conseguir que entendiera que en aquel asunto era necesario llegar hasta el fondo para descubrir qué le había ocurrido realmente al niño. Lógicamente, no podía hablarle del verdadero motivo de su convicción; mientras avanzaba por el pasillo, a punto estuvo de sonreír al pensar en la cara que habría puesto Garzo de haberse enterado de que Ricciardi quería continuar con una investigación porque no veía el fantasma del muerto. Pero era justo así, y él tenía que encontrar la manera de descubrir por qué habían movido el cadáver, desde dónde y, sobre todo, qué querían ocultar.
Delante de la puerta del despacho del subjefe de policía lo alcanzó un Maione jadeante, que le lanzó una última mirada de súplica:
—Comisario, todavía estamos a tiempo. Dejémoslo correr. Como máximo, si usted quiere, lo comento por ahí y vemos qué sale, pero a escondidas, no permitamos que este idiota nos ponga freno, ya sabe usted que no lo soporto.
Ricciardi tranquilizó a Maione estrechándole el brazo y llamó a la puerta.
Garzo estaba sentado a su escritorio, con la pluma en la mano y una hoja de papel delante. Maione sospechó enseguida que se trataba de una puesta en escena, porque las gafas para leer estaban encima de la mesa. El funcionario levantó la vista. Estaba un tanto preocupado por la revolución en el ritmo habitual de las cosas: en general, era él quien mandaba llamar al comisario para que lo pusiera al corriente de las investigaciones en curso. Pero en este caso era el comisario quien le solicitaba una reunión. ¿Qué diablos querrá?, se preguntó.
No le gustaba encontrarse cara a cara con ese hombre. Sus ojos parecían escarbar en su interior. Además, tenía siempre un aire de superioridad, o por lo menos de falta de reconocimiento de su autoridad, detalle que le resultaba insoportable.
—Ah, aquí están. ¿Qué ocurre, Ricciardi? Me ha dicho Ponte que necesitaba hablar conmigo.
Ricciardi trató de ir enseguida al grano:
—Dottore, sé que está muy ocupado y no quiero entretenerlo demasiado, pues me consta que no le sobra tiempo…
A Garzo le pareció imposible que se le notaran la importancia y la naturaleza de sus ocupaciones.
—Así es, mi querido Ricciardi, así es. La inminente visita del Duce, con todos los funcionarios del Ministerio del Interior, recae enteramente sobre nuestros hombros. Al menos desde el punto de vista de la imagen que ofrece la ciudad, se entiende. Usted no se hace una idea de la cantidad de cosas que es necesario controlar, y volver a controlar, para estar seguros de que Su Excelencia no se lleve una impresión distorsionada del orden y la tranquilidad que logramos conquistar. Por suerte, la visita se produce en un momento en que no hay grandes investigaciones en curso, ¿no?
Ricciardi notó que encima del escritorio de Garzo se hallaba expuesto un pomposo juego para escritura en plata: bandeja para el correo con base de espejo y topes laterales, tintero con adornos historiados, plumero y portapapel secante en forma de barca. Todo estaba inmaculado y reluciente, brillaba casi con luz propia. Pensó en el pisapapeles hecho con una esquirla de granada de la Gran Guerra, única concesión a la estética de su despacho, y en lo distinto que, por suerte, era del subjefe de policía.
—Precisamente de eso quería hablarle, dottore. En realidad, la situación no es como la pinta usted. Hay un asunto que, en nuestra opinión, se debería investigar más a fondo.
A Garzo se le formó enseguida una arruga transversal en la frente.
—¿A qué se refiere? No me consta nada. Déjeme mirar… —Cogió una pila de informes que guardaba en un cajón, lejos de los ojos inquisidores, y mientras iba hojeando, siguió diciendo—: Ya lo ve, no hay nada. Asuntos de tramitación corriente, una pelea con un par de contusos en una taberna, dos turistas víctimas de un atraco en Mergellina, pero el ladrón, un pescador, fue detenido de inmediato y se recuperó lo robado. Tres carruajes sin licencia que prestaban servicio de transporte desde la estación. Pero estamos en una gran ciudad, resultaría extraño si no se produjeran estos pequeños incidentes, ¿no?
Ricciardi estaba que se lo llevaban los demonios. ¿Cómo era posible que Matteo no constara siquiera entre los informes de tramitación corriente?
—Tenemos el hallazgo de un niño muerto en Capodimonte, dottore. Yo mismo le trasladé el informe ayer.
A esas alturas a Garzo no le quedó más remedio que ponerse las gafas, abrir otro cajón y sacar una carpeta.
—Ah, sí. Aquí está: Matteo Diotallevi, reconocido por el padre Antonio Mansi, de la parroquia de Santa Maria del Soccorso. Pero esa es otra cuestión, aquí no tenemos nada que ver. Se trata de una muerte accidental, según dice el parte del médico forense, su amigo, el doctor Modo… Por cierto, ¿no es un tanto, cómo decirlo, disidente? En fin, es algo que no nos concierne. Por eso el informe no está en el otro cajón.
Maione negó con la cabeza; como si el hecho de que una hoja estuviera guardada en un cajón y no en otro cambiara el fondo de la cuestión. Este subjefe es un imbécil, pensó.
Ricciardi apeló a su paciencia y prosiguió con calma:
—Dottore, el niño murió envenenado con estricnina. Creo que es preciso que averigüemos cómo y dónde le fue suministrada e impedir así que la desgracia se repita. Estoy seguro…
Garzo dio una fuerte palmada sobre el escritorio. El ruido fue como una explosión, seguida del prolongado tintineo de todos los objetos de plata colocados recientemente en exposición.
—¿Qué quiere decir con eso de que «yo creo» y «estoy seguro»? ¡Somos la policía y nos basamos en hechos, caramba! Y los hechos constan aquí por escrito: muerte accidental a causa de la ingesta de cebos envenenados para pequeños animales. ¡Veneno para ratas! ¡Simple veneno para ratas! ¿Y se atreve a venir aquí a molestarme cuando estoy ocupado tratando de presentar una ciudad en orden nada menos que a Su Excelencia, el Duce, para inventarse unas investigaciones inexistentes?
El comisario no se mostró en absoluto impresionado por el arrebato de Garzo. Lo tenía previsto.
—Verá, dottore, no me invento nada. Sencillamente creo que cuando la causa de un hecho no está clara es preciso comprobarla, no hay más. Ahora bien, si el hecho de que se trate de un huérfano, por quien se interesa…
Garzo se sonrojó hasta la raíz del pelo.
—¿Cómo se atreve a decir algo semejante? ¡Tengo dos hijos, que lo sepa! —Y señaló la fotografía de su familia en un marco de plata, momentáneamente trasladada del escritorio al estante de la librería para dar una imagen de mayor eficiencia—. ¡Para mí la infancia es lo primero! Pero también tengo en cuenta los hechos, y los hechos dicen que se trata de una muerte por completo accidental. Por lo que he leído en la primera inspección ocular no se hallaron signos de violencia, de modo que me pregunto, y le pregunto, ¿por qué motivo se pidió la autopsia?
Maione restregó el suelo con el pie.
—Consideré que era lo que se debía hacer. Precisamente la falta de signos de violencia planteaba dudas sobre la forma en que murió el niño —respondió Ricciardi.
—¿Dudas? ¿Y usted, Maione, también tuvo las mismas dudas?
Maione abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla.
—Yo voy con el comisario, dottore, y cuando el comisario toma una decisión, no debo discutirla.
Garzo se rio, malicioso.
—Una respuesta muy elocuente. Ni siquiera el sargento se anima a decir abiertamente que está de acuerdo con usted; una novedad que no responde a la norma. Y tampoco el doctor Modo, en su informe sobre la investigación necroscópica hace la más vaga referencia a que la muerte fuese inducida. Nada de nada. Esta vez, Ricciardi, la respuesta es bien sencilla y encuentra su fundamento en la documentación: no. No puede seguir investigando esta desgracia, porque se trata precisamente de una desgracia. Le prohíbo que pierda su tiempo, por otra parte en un momento de tanta importancia para la ciudad y la jefatura de policía, para ponerse a hurgar en el vacío.
Maione tenía la vista clavada en el suelo. Ricciardi negó con la cabeza despacio; ya había previsto una total cerrazón por parte del funcionario.
—Tiene razón, dottore. Probablemente estoy un poco cansado, esa es la verdad. Por ello solicito su permiso para tomarme una semana de vacaciones. Así no echaré a perder el momento con mi malhumor.
A Garzo le sorprendió la petición; que él recordara, Ricciardi nunca había estado de baja ni de vacaciones, ni siquiera en verano. Era uno de los misterios que hacían que aquel hombre le cayera cordialmente antipático. Ante la incertidumbre hizo lo que mejor se le daba: desconfió.
—¿A qué se debe esa petición ahora? ¿No será porque tiene algo en mente, verdad? Ricciardi, le advierto que aunque esté de vacaciones seguirá siendo comisario de la real jefatura de policía, y cualquier actuación suya sería punible con sanciones disciplinarias, incluso graves, es más, gravísimas. Me siento inclinado a no concederle, las vacaciones. Tal vez sea mejor mantenerlo vigilado.
Pero Ricciardi también había previsto esa reacción, y sabía qué fibras del alma de Garzo tocar.
—Como usted quiera, dottore. No sabe cuánto lo lamento, porque me veré obligado a decirle a la señora Vezzi que no podré estar a su disposición. Me había pedido que la ayudase con unas compras y la lista de invitados de no sé qué recepción que está organizando para dentro de unos días. Según parece se trata de una ocasión importante.
El subjefe de policía se irguió enseguida en la butaca. Cambió de tono, pero mantuvo la incertidumbre:
—Ah, algo había oído comentar sobre esa recepción. ¿Y cómo se encuentra la encantadora señora Vezzi? ¿La ha visto últimamente?
Maione disimuló una risita con un golpe de tos. Ricciardi contestó:
—Últimamente, sí. Entonces, dottore, ¿qué me dice de esas vacaciones?
Garzo dio unos golpecitos con la pluma en la hoja en blanco.
—De acuerdo, Ricciardi. Pero una semana nada más, y la obligación de mantenerme informado sobre la recepción de la señora Vezzi. No se le escapará que debemos estar siempre informados de lo que ocurre en la ciudad. Sobre todo en lo que se refiere a algunos acontecimientos en los que podrían participar personas de relieve. Debemos garantizar su seguridad.
Maione dio un paso al frente.
—Dottore, si me permite, en vista de la ocasión, ¿podría tomarme también algún día de vacaciones? Así aprovecho para arreglar unos asuntillos personales.
Garzo resopló, molesto.
—No, Maione, usted no. Estos días necesito contar con todos los efectivos. Además, ya ha hecho vacaciones. Y tengo la sensación de que Ricciardi no necesitará ayuda para lo que vaya a hacer durante las suyas. ¿Me equivoco, Ricciardi?
El comisario pasó por alto la alusión.
—De acuerdo, dottore. Nos vemos dentro de una semana, aquí, en el despacho, o antes si se presenta otra ocasión. Que tenga usted un buen día.
Garzo sonrió de oreja a oreja.
—Eso, eso, en alguna otra ocasión. Hasta la vista, Ricciardi. Y cuidado, no quiero tener noticias suyas, sobre todo en relación con la muerte de ese pobre niño.