Rosa observaba a Enrica, rígida como si acabara de tragarse una escoba, sentada en el sofá con una taza de café en la mano. No había tomado ni un sorbo.
Llevaba así unos cinco minutos, sin decir palabra, la vista baja, las piernas juntas, en precario equilibrio, sin reclinarse en el respaldo. Rosa se preguntaba cómo romper el silencio, que comenzaba a resultar embarazoso.
Cuando llegaron, la muchacha se había detenido en el umbral, con las bolsas de la compra en la mano, chorreando agua en el rellano. La tata se apresuró a invitarla a pasar, pero la chica titubeaba, como si temiera algo; al final se decidió y entró, avanzando con la vista baja en dirección a la cocina, donde depositó la compra sobre la mesa, sin mirar a su alrededor, aterrada de parecer indiscreta. Rosa le pidió que pasara al salón mientras preparaba café. A las protestas de Enrica, que entre balbuceos decía que no quería molestar, la tata le indicó, expeditiva, dónde estaba el sofá; si quería convidarla con un café no había lugar a réplicas de ningún tipo.
Por su parte, Enrica estaba en pleno tumulto interior. Todo el coraje y la decisión acumulados durante dos días, en los que no había hecho más que repetirse que la única manera de salir de aquel punto muerto era ponerse en contacto con la tata de Ricciardi, en cuanto se vio frente a aquella puerta, se habían derretido como un helado en pleno agosto. Había pensado tanto en ese momento, había soñado tanto con él que ahora se sentía aterrada: el fantasma de una posible decepción, de que le dieran malas noticias, enterarse quizá de que él estaba comprometido o algo peor, le atenazaba la garganta y, literalmente, la ahogaba. Por eso seguía allí, en medio del templo de su corazón, agonizando en silencio con una tacita en la mano, esperando caerse muerta.
Rosa, ajena a estos pensamientos, pero consciente de la dificultad de la muchacha, dijo al fin:
—Señorita, si espera un poco más, habrá que tirar ese café. Mire que es muy bueno, me sale muy bien.
Enrica dio un respingo y a punto estuvo de derramar sobre la alfombra gran parte del buen café antes descrito; de un solo sorbo, quemándose la lengua, se bebió casi la mitad.
—Muy bueno, magnífico, gracias. Muchas gracias, yo solo quería ayudarla a subir la compra.
Rosa parpadeó; la situación era peor de lo que le había parecido en un primer momento. Enrica estaba realmente angustiada, le iba a resultar muy difícil conseguir que se sintiera cómoda.
—A ver, cuénteme, ¿a qué se dedica? ¿Se ocupa de la casa, estudia, trabaja?
—No, yo… me he diplomado, soy maestra, pero no enseño. Bueno, sí, enseño, pero en mi casa, a niños que vienen a mi casa, no en la escuela. Los preparo y ellos luego se examinan en la escuela.
Pensó que estaba quedando como una perfecta idiota. Debía espabilar, pues, en caso contrario, sería su fin.
—Pero también trabajo en casa. Le echo una mano a mi madre, la ayudo. Lo que más me gusta es cocinar, mi padre dice que se me da muy bien, y también me gusta bordar.
Rosa apreció el arrebato de orgullo y sonrió satisfecha. Una mujer de su casa sabe reconocer a otra. Es como una cofradía.
—¿Sí? Me alegro. Aquí vive mi señorito, ¿sabe usted? Yo solo lo atiendo, el dueño de casa es él.
La referencia directa al objeto de sus pensamientos quebró el incipiente equilibrio de Enrica como hace el vendaval con un arbolito joven y tierno. Volvió a balbucear:
—Ah, ¿de veras? No lo sabía… bueno, lo sabía, pero… es lógico, vivo enfrente, he visto un hombre, pero no creía que…, no es que haya mirado expresamente, pero como vivo justo enfrente…
Rosa temió que la muchacha se echara a llorar allí delante de ella. Se jugó el todo por el todo, echando mano de la franqueza decidida de su pueblo natal.
—Señorita, ya sé que lo sabe. Y también sé que el señorito Luigi Alfredo, que es mi patrón, sabe muy bien quién es usted y dónde vive. No creo que no se haya dado cuenta de que desde no sé cuántos meses, si no son años, todas las noches después de cenar se acerca a la ventana de su dormitorio, que está detrás de esa puerta de ahí, para verla a usted bordar. Y si está hoy aquí, seguramente es porque lo sabe, y a usted tampoco le molesta que él la mire. ¿No es así?
Enrica se sintió como una niña a la que sorprenden con las manos en el frasco de mermelada. Le entraron ganas de levantarse, echar a correr y no parar hasta llegar más allá de la orilla del mar. Pero enseguida se dio cuenta de que él tampoco había sido capaz de ocultar su interés a la tata, y eso la tranquilizó bastante.
Esbozó una sonrisa tímida y suspiró. Después levantó la vista y los hombros, y se ajustó las gafas en el puente de la nariz.
—Sí, señora —dijo—. Es así. Y ni siquiera sé por qué estoy aquí. Tal vez porque necesito ayuda. Que usted me ayude.
Satisfecha, Rosa se acomodó mejor en el sillón. La muchacha no era llamativa, en realidad, tras el primer vistazo resultaba más bien insignificante. Pero ahora que la veía de cerca, comprobó que tenía una figura graciosa, las piernas largas, un buen busto y rasgos regulares; detrás de las gafas de miope, sus ojos también le parecieron inteligentes y avispados.
—Le escribió una carta. No sé si llegó a entregársela, pero se la escribió. Estoy segura.
—Sí, me la escribió y la recibí anteayer. No es que… En fin, no es que se comprometa. Me pregunta si me molesta que me salude, eso es todo. Me puse muy contenta, pero ahora no sé bien qué debo hacer.
Pensativa, Rosa se pasó un dedo por debajo de la barbilla.
—Señorita, yo nunca me casé. Cuando era joven y no una vieja escacharrada como ahora, hubo alguien que me dio a entender que podía interesarle, pero yo lo mandé a hacer gárgaras. Porque tenía al señorito, su madre me lo confió, murió joven. Y a él le dediqué mi vida entera. Debe usted saber que es un poco cerrado de carácter, cómo se dice…, reservado, tímido. En fin, no es de los que toman la iniciativa con facilidad. Para mí que tiene miedo de que lo rechacen. Pero hay algo que sí puedo decirle: en todos estos años yo nunca lo había visto así, como es con usted. Esta historia de la ventana, de la carta, es algo importantísimo.
Enrica creyó estar soñando; estaba allí, en la casa de él, abriéndole su corazón a aquella anciana desconocida, con acento de una provincia lejana, hablando de algo que no habría confesado ni a sus padres aunque la torturaran. Sin embargo dijo:
—Lo entiendo. Porque yo también soy así, no soy de esas mujeres atrevidas, que dan a entender a un hombre lo que sienten. Más bien espero a que él, no sé, le pida a mi padre si me puede invitar a salir. Así que llevo un año poniéndome a bordar en la ventana y él me mira, pero no ocurre nada. Después, en primavera, me citaron en la jefatura para hacerme unas preguntas y me encontré con él cara a cara. No sé, no me pareció correcto. Entonces reaccioné mal, respondí con brusquedad y no quise volver a verlo, ni siquiera a través de la ventana.
Rosa asintió, seria.
—Ya me acuerdo de esa época. Él se sintió muy mortificado, pensó que yo no me daba cuenta, pero yo lo veía, imagínese si no iba a verlo. ¿Y entonces, qué pasó?
—Vino a verme una señora rubia muy guapa, Lucia, la esposa del sargento que trabaja con él. Me dijo que la vida pasa, y que lo que pasa no vuelve. Que ella, por el dolor de haber perdido a un hijo, estaba perdiendo también a los otros y a su marido. Que no hiciera tonterías, me dijo, que no le diera la espalda al amor. En una palabra, me convenció, y yo volví a bordar cerca de la ventana. Y a esperar. Después, a mis padres se les metió en la cabeza… En fin, que me presentaron a un pretendiente, pero yo les dije que no quería saber nada y que pensaba en otro. Mi madre protestó, dijo que me quedaría para vestir santos, y a lo mejor tiene razón. Pero si no puedo tener a quien quiero, no quiero a nadie más en mi vida.
Rosa escuchaba las palabras de Enrica; le gustaba el sonido apacible y emocionado de su voz. Cuanto más la conocía, más se convencía de que lo que Ricciardi veía en ella era lo que buscaba.
—Yo creo que hizo usted bien, señorita. La cuestión es que con alguien tan cabeza dura hay que tener un poco de paciencia. Tiene que conseguir que se anime poco a poco, como si fuera idea suya. Cuando era niño y yo quería que… no sé, que se lavara, porque siempre estaba jugando en el jardín y se ponía perdido, si le decía: «Vaya a lavarse», no había manera. Pero si yo le decía: «Ay, mi madre, qué feos son los hombres sucios, solo los niños pequeños están sucios, los grandes, no», entonces él iba corriendo y se metía en la bañera. Yo creo que los hombres son todos iguales, les gusta pensar que deciden por sí solos, pero somos nosotras las que tenemos que hacer que decidan lo que nosotras queremos.
Enrica se rio, luego le preguntó:
—¿Y usted qué cree que debo hacer ahora?
—Tiene que responderle con una bonita carta —contestó Rosa, y añadió—: Decirle que le gusta que la salude, y que usted también lo saludará. De alguna manera, que tendrá usted que averiguar, porque yo solo sé los números, tiene que darle a entender que no está prometida, que no tiene a nadie a la vista, pero que quiere formar una familia en el futuro. Así él entenderá que debe ponerse manos a la obra. Ya lo ve usted, yo estoy vieja y no quiero pensar que cuando me haya ido él se quedará solo sin nadie que se ocupe de él. Usted ni se lo imagina, señorita, es como un niño, no sabe hacer nada él solo.
Enrica tendió la mano y, en un impulso, acarició la de la anciana:
—Señora, usted vivirá cien años. Lo sé, lo intuyo. Y seremos amigas, vendré a verla todas las tardes, cuando estemos seguras de que él no está, y le haré compañía. Así me enseña a cocinar mejor.
Rosa se dio una palmada en la frente.
—¡Ay, Virgen santa, tiene razón! ¡Fíjese, yo aquí charlando, y la comida por hacer! Venga, acompáñeme a la cocina, así le explico cómo le gustan los garbanzos al señorito. ¿Conoce la cocina de Cilento?