Tras tomar nota a beneficio de inventario del idílico panorama que el cura le proponía sobre la vida del niño, Ricciardi le preguntó:
—Y usted, padre, ¿cuándo lo vio por última vez?
El padre Antonio se concentró no sin cierta dificultad.
—A ver, déjeme recordar. Sí, diría que el domingo por la noche, después del oficio de las siete. Recuerdo que estuvo presente, aunque no fue él quien hizo de monaguillo en misa. Sí, sí. Lo recuerdo bien, se sentó en el segundo banco, a la izquierda respecto del altar.
—¿Podría decirme con quién estaba, padre? ¿Al lado de quién se sentó en misa?
—Al lado de los demás chicos, creo. Con todos los demás. El domingo asisten a la misa de las siete de la tarde. Saben que yo lo quiero así.
—¿Y después? ¿Adónde pudo haber ido el niño? ¿No cenan después del oficio?
—Claro, después del oficio van a cenar. No tengo ni idea, comisario, dónde…
—Pero usted, padre, ¿no cena con los muchachos? Si estuvo con ellos, seguramente notaría la presencia o ausencia de Matteo. Son seis en total, según me dijo, ¿no es así? —lo apremió Ricciardi.
La pregunta de Ricciardi quedó suspendida en el silencio. El padre Antonio asumió una expresión apenada. Se puso de pie.
—Discúlpeme, comisario, pero ahora tengo que marcharme. Llevo alejado de mi parroquia demasiado tiempo, los fieles me necesitan. Además, como usted comprenderá, debo ocuparme del funeral del pobre Matteo y dar la noticia de su muerte a sus compañeros, ya le he dicho que era muy querido.
Como muestra de respeto, Maione se había levantado al mismo tiempo que el sacerdote, mientras que Ricciardi seguía sentado.
—En realidad, no he terminado todavía, padre. Tengo que hacerle más preguntas.
El cura no volvió a sentarse.
—Entonces habrá que posponer la conversación, comisario. Y ya que lo dice, será mejor que aclaremos unos cuantos puntos de este asunto.
—¿A qué se refiere?
—A que por más dolorosa y terrible que resulte, la muerte de Matteo fue una desgracia debida a una trágica fatalidad. Ni yo ni quienes vivían con él y lo asistían sin recibir nada a cambio han tenido la menor responsabilidad. Me refiero a que mi persona no está sometida a su jurisdicción, de manera que a menos que yo quiera y decida hacerlo libremente, no tengo que responder ante usted ni de mi tiempo ni de las cosas que sé o dejo de saber. Sobre este punto, comisario, permítame que insista: yo decido si quiero responder o no a sus preguntas. Solo yo. Y una cosa más: es mi deber informar a la curia de lo ocurrido, tanto del trágico fin de Matteo como del hecho de que usted, sin pedir autorización a nadie, ordenó la disección del cadáver del niño.
—No, padre, lo que se le practicó al cadáver no fue una disección, sino una autopsia para comprender las causas de su muerte. Fue una investigación necesaria —protestó Ricciardi con vehemencia.
—Eso ya se verá. Y le aseguro, comisario, que la curia no está dispuesta a ver que a los siervos de Dios los tratan como a criminales comunes y son retenidos contra su voluntad en la jefatura para ser interrogados como asesinos. Creo que le conviene proceder con mucha cautela. El obispo está en contacto permanente con sus superiores.
La parrafada del cura, pronunciada con voz calma como si estuviera dando un sermón, impresionó a Maione, que, boquiabierto y sombrero en mano, seguía junto a la puerta. Pero no a Ricciardi, que no se movió ni un milímetro.
—Como guste, padre. Tome usted las medidas que considere oportunas. Pero, por mi experiencia, le adelanto una cosa: solo huye de las preguntas quien tiene algo que ocultar. No lo olvide. Y tenga presente otra cosa más: la suerte del pobre Matteo debería preocuparle más a usted que a mí. Ya puede retirarse, buenos días.
El padre Antonio saludó con una inclinación de la cabeza y salió del despacho.
En cuanto el cura se hubo marchado, Maione cerró la puerta y le comentó a Ricciardi:
—Usted perdonará, comisario, pero a mí este cura me parece muy peligroso. ¿Lo ha oído?
—A mí lo que diga ese cura para asustarme me deja indiferente, Maione —resopló Ricciardi, y añadió—: Si no supiera algo no habría montado todo este numerito, ¿no crees? Además, ese mundo de cuento de hada en el que viven los niños no me cuadra mucho con el hecho de que Matteo desapareciera y él asomara por aquí dos días más tarde.
Maione restregó el suelo con un pie, como hacía cuando no estaba del todo de acuerdo con Ricciardi.
—Pero en una cosa sí tiene razón el cura. Si fue una desgracia, ¿a qué vienen tantas preguntas? Y si me permite la sinceridad, comisario, a mí también me extraña todo esto. La autopsia, la investigación, las inspecciones, que nosotros no nos tomamos tantas molestias ni cuando encontramos a alguien con un tiro en la frente. A mí me parece que nos estamos exponiendo demasiado.
Ricciardi hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Tú también te estás volviendo diplomático? ¿Desde cuándo nos dejamos amedrentar por amenazas y hemos dejado a medias una investigación?
—Comisario, que no es cuestión de amedrentarse o de diplomacia, aquí la cuestión es otra bien distinta. Vendrá Mussolini a Nápoles. Ya están empapelando la ciudad con carteles, ¿o no se ha dado cuenta? Y eso hace que todos se pongan nerviosos y corran de acá para allá. El primero que corre es Garzo, y usted ya sabe la importancia que ese imbécil le da a relacionarse con la gente de altos vuelos. Cuando ocurrió el homicidio de la cartomántica, ¿se acuerda?, y estaban implicados los duques de nosecuántos, faltó poco para que nos mandara a la cárcel por miedo a recibir quejas. ¡Imagínese si le telefonea el obispo el día antes de que llegue su Magna Excelencia!
Ricciardi no estaba dispuesto a olvidar el asunto.
—¿Y? Si el niño murió envenenado, tenemos el deber de…
—No, comisario, cuidado, el niño se envenenó solito, lo ha dicho hasta el mismísimo doctor Modo. No hay elementos para abrir una investigación. La autopsia en sí, ya se lo he dicho varias veces, fue una exageración. Hágame un favor personal, solo por esta vez, dejemos las cosas como están. Después, si acaso cuando su Magna Excelencia se haya ido, vamos juntos a la parroquia y vemos en qué condiciones viven esos niños. Yo soy el primero que no soporta ciertas cosas, le consta. Pero ahora tenemos que dejar el asunto como está.
Ricciardi se levantó y fue a la ventana. Bajo la lluvia, no muy lejos del lugar donde la niña muerta le pedía a su madre que recogiera la peonza, atisbó un perro sentado, como si esperara algo. Sin volverse dijo:
—Quiero hablar con Garzo. Hazme el favor, llama a Ponte y pídele una cita.