Martes, 20 de octubre de 1931 – IX
Tetté se despierta temprano. Por los postigos todavía no se filtra la luz del día.
Hace frío. Los demás duermen vestidos con todo lo que tienen. Tetté deja que sus ojos se acostumbren a la oscuridad y a su alrededor atisba las siluetas de los cuerpos tendidos en las yacijas.
Le cuesta respirar, tiene la nariz tapada por los mocos. Intenta tragar, le duele la garganta. Aparta los sacos de tela que le sirven de manta, procurando no hacer ruido. Los pies rozan el suelo helado, pero Tetté no nota el frío; la costumbre de andar descalzo le ha espesado la piel como una suela de zapato.
En silencio, moviéndose como un gato, llega a un rincón del cuarto y se arrima a la pared. Comprueba otra vez que todos estén durmiendo echando una rápida mirada a su alrededor.
Se agacha y cuenta los ladrillos de la pared. Dos, cinco, seis. Silabea los números en silencio. El ladrillo número ocho está un tanto separado de la pared. Con dos manos, muy despacio, Tetté lo aparta y lo saca de su sitio. Mete la mano en el agujero y recupera un cucurucho. Junto con el cucurucho de la pared sale una cucaracha enorme, Tetté se estremece por la sorpresa y el asco, la aplasta con el pie descalzo.
Sosteniendo el cucurucho de papel de periódico con la mano izquierda, usa la derecha para abrirlo. En su interior hay un pedazo de pastel endurecido y picoteado. Tetté lo mira y sonríe con ternura. Al cabo de un momento, se sirve una migaja y hace ademán de llevársela a la boca.
Nota que una mano gruesa se le cierra alrededor del cuello y aprieta con fuerza. No puede respirar, abre la boca para coger aire. Lo vuelven y lo colocan de espaldas a la pared. Ante él Amedeo, el mayor de todos, rechina los dientes con furia, los ojos enrojecidos por el sueño. A sus espaldas están los otros cuatro. Amedeo afloja un poco el apretón, Tetté respira ruidosamente.
—¿Qué pasa, tartaja de mierda? ¿No podías respirar? A lo mejor te está bien empleado. A lo mejor tendría que ahogarte con mis propias manos.
Amedeo sisea como una serpiente. Nadie lo oye al otro lado de la puerta, pero para los oídos de Tetté sus palabras suenan como el rugido de un león. Sacude la cabeza, desesperado.
—No, ¿eh? ¿No quieres morir? ¿Y por qué, para qué vas a vivir, quieres decírmelo? ¿Por qué deben vivir los que son como tú? ¿No será mejor que lo mate, vosotros, qué decís?
Los mellizos se ríen. Uno de ellos, el desdentado, que está en primer término, dice que sí, dale, Amede’, mátalo, por favor. Retuércele el pescuezo hasta que se le salten los ojos de la cara como hiciste esa vez con el gato rojo.
Sin apartar la vista de la cara de Tetté, Amedeo le da una patada en la barriga al mellizo, que rueda por el suelo sin un solo lamento y se echa doblado en dos en la yacija.
—Calla, imbécil. Ya te he dicho que no tienes que hablar nunca de estas cosas. Ni siquiera cuando no hay nadie. Vamos a ver, tartaja, volvamos a lo nuestro. ¿Qué escondías en la pared? Déjame ver o te arranco esa mano de bastardo.
No le suelta el cuello y otra vez Tetté no puede respirar. Se le nubla la vista, ve un montón de lucecitas en el aire. Tiene la sensación de estar durmiéndose, de estar soñando.
Sobre el brazo de Amedeo se posa la mano de Cristiano, el último huésped de Santa Maria del Soccorso.
—Basta, Amede’. Lo vas a matar. ¿No ves que no respira? Para de una vez.
—¿Ah, sí? Y quién me lo ordena, ¿tú? ¿Quieres tu ración? ¿Una buena patada en los huevos como al imbécil ese o es que tengo que reventarte a ti también?
Cristiano se mantiene a distancia, pero sabe cómo manejar a Amedeo.
—Piénsalo. Si lo matas, perdemos un montón de cosas, ya lo sabes. Además, ya tiene el miedo en el cuerpo, verás que no vuelve a equivocarse.
Amedeo observa a Tetté con asco; le suelta el cuello y con un gesto veloz le arranca el cucurucho de la mano. El mellizo que sigue de pie da un paso al frente, cauto, para ver de qué se trata, pero Amedeo lo aleja de un empujón. Huele el contenido y picotea un trocito.
—¡Puaj, qué asco! Está mohoso y comido por las cucarachas. Las cucarachas son como tú, tartaja de mierda, se esconden en la oscuridad, salen corriendo arrimadas a la pared. Y si las veo, las aplasto. No se te olvide, tartaja: te aplasto.
Escupe el trozo de pastel que tenía en la boca, echa encima el resto y lo aplasta, después se da media vuelta y se marcha. El mellizo se abalanza sobre los restos, los recoge con los dedos y se pone a comer mirando a Tetté con gesto burlón.
A Tetté se le llenan los ojos de lágrimas, aunque no llora. Se levanta, se pasa la mano por el cuello. Le gustaría decir algo, pero sabe que no le saldrían las palabras. Desde lejos, Cristiano lo mira inexpresivo. Tetté le sonríe, pero el otro se da media vuelta y se aleja.
A través de los postigos empieza a filtrarse un rayo de luz grisácea.