13

Desde el sillón de su sala, Livia contemplaba la lluvia surcar la ventana. La carrera de las gotas sobre el cristal la tenía fascinada y la distraía de la incesante charla de Anna, una vieja amiga suya que la había llamado desde Roma hacía casi media hora.

—Hay que ver, Livia, te marchaste de la noche a la mañana, nos dejaste a todos plantados. Precisamente ayer me crucé con el marqués de la Verdiana, ya sabes, ese hombre alto y apuesto, con el bigote de guías, el que te cortejaba a muerte, el de los enormes ramos de flores, ¿lo recuerdas? Bueno, resulta que me paró, nada menos, mientras yo iba por la via del Corso, imagínate que lo vi y se me plantó delante. Me hizo una reverencia, se aclaró la voz y me dijo: señora, qué ocasión más dichosa, cruzarme con usted, y que si esto y que si lo otro, que si es un placer, que si me ha alegrado el día, etcétera… ¿Livia? ¿Livia, me estás escuchando?

—Sí, Anna, claro que te estoy escuchando.

—¡Bien! Porque te estoy contando algo interesante, que lo sepas. En fin, que el marqués me dice: ¿y su amiga, la señora Vezzi, no ha regresado de su viaje? ¿Te das cuenta, Livia? Roma entera habla de tu traslado, y él finge que el tuyo es un simple viaje de placer.

A Livia le habría encantado encontrar un motivo para poner fin a la conversación, sabía que la historia de Anna no era más que un pretexto para arrancarle más información sobre el motivo de su desaparición de Roma. Mientras enroscaba perezosamente entre los dedos el cable del teléfono blanco, lanzó una sonrisa y decidió seguir manteniéndola en vilo:

—¿Y tú qué le dijiste?

—Ah, la verdad, yo le dije la verdad, que no tenía ni idea, que te habías marchado sin decirme cuándo regresarías y que si volvías, me lo comentarías de un día para otro. Es que el pobrecillo estaba tan afligido y deseoso de saber cuándo ibas a regresar que no tuve valor de contarle que habías enviado a cuatro cargadores a recoger tus cosas y cerrar tu apartamento de Roma.

Livia estalló en carcajadas.

—¿Y tú cómo te enteraste de eso? ¿Pusiste a un investigador a vigilar en la entrada? ¡Eres fantástica, Anna, una artista del cotilleo!

—Ay, Livia, no digas eso, qué injusta eres y, además, me ofendes. Eres una de mis mejores amigas, tengo derecho a echarte de menos, ¿no? Y es normal que quienes quieren noticias tuyas me pregunten a mí, ¿no te parece? Tú y yo salíamos siempre juntas. Anda, sé buena, dime por qué te fuiste. ¡Tengo derecho a saberlo! ¿Ocurrió algo aquí, en Roma? ¿Una disputa, un amante…, un hombre casado quizá? ¡Anda, sé buena, dímelo!

—¿Por qué, acaso te consta que mantuviera una relación con un hombre casado? ¿Y cuándo podría haberla tenido, con tu control constante? Anda, Anna, resígnate, no tiene por qué haber una razón para todo. Además, cuando una se marcha de una ciudad puede ser para huir, pero también para ir en busca de algo, ¿no crees?

Por el auricular le llegó el bufido de Anna.

—Ya está, otra vez tomándome el pelo. ¿Quién en su sano juicio puede decidir marcharse de Roma para instalarse en Nápoles? Y tú, nada menos, que eras la única con acceso a todos los salones, amiga personal de Edda Mussolini, mejor dicho, Edda Ciano, ahora que acaba de casarse. Por cierto, ¿te ha llamado? Me comentaron que quizá, dentro de unos días, vaya a Nápoles con su padre y su marido para el discurso.

—Sí, me ha llamado y quizá nos veamos. Para que lo sepas, ella no me reprochó que me marchara como haces tú. Al contrario, me dijo que era una magnífica idea, que esta es una hermosa ciudad y que, de hecho, me envidiaba, fíjate tú.

Su amiga suspiró resignada.

—Vaya, pobre de mí, ahora también la hija del Duce te da la razón. Entonces tengo que creerme tus mentiras, nada más ni nada menos que estás interesada en alguien de Nápoles. Y eso también es bien raro, porque una amiga mía que vive allí, y no te digo quién es porque si no también perderé esa fuente, me escribió que no le consta que haya ningún hombre que te guste.

—Fíjate que tal vez lo haya y que quizá no me quiera.

A través del auricular le llegó una carcajada cristalina:

—¿Que hay un hombre que no te quiere? ¿A ti? ¿A Livia Lucani, viuda de Vezzi? ¡Eso tengo que verlo yo con estos ojos! Ya me gustaría a mí tener diez liras por cada hombre que he visto beber los vientos por ti, dichosa tú. No me lo creo, eso me demuestra que dices tonterías. Pero está bien, ya lo entiendo, me has excluido de tus confidencias. Aunque te quiero de todos modos, así que ten en cuenta que si me necesitas, aquí me tienes.

—Yo también te quiero, querida. Un beso, y hasta pronto.

Por fin, pensó Livia, y siguió observando las gotas deslizarse por el cristal y pensando en esos ojos verdes.

Ricciardi miraba fijamente al padre Antonio, tratando de captar sus emociones. El cura tenía una expresión apenada, si bien no parecía tener la intención de olvidarse de la autopsia.

—Bien, comisario, todavía espero una explicación. ¿Por qué ordenó que se hiciera esa carnicería con el cuerpo del niño? ¿Por qué encarnizarse con ese pobre cadáver?

—Padre, comprendo su desacuerdo, estoy en condiciones de decirle que el niño no murió a causa de una enfermedad o una infección, sino envenenado. Ingirió estricnina, veneno para ratas, que había en unos cebos. Eso merece una investigación más a fondo, ¿no le parece? Aunque solo sea para que algo tan terrible no le ocurra a otros muchachos.

El padre Antonio pareció impresionado por la noticia; agachó la cabeza con tristeza y se pasó una mano por la cara. Maione también hizo un gesto de sorpresa.

—Es algo que he visto en otras ocasiones. Ocurrió hace cinco años, dos chicos recogieron comida en mal estado, nunca se supo exactamente qué comieron. Se encontraron mal, empeoraron; uno de ellos, el más débil, murió; el otro sobrevivió pero quedó inválido. Son desgracias terribles, pero ocurren.

Ricciardi asintió.

—Sí, padre. Ocurren. Pero, si me lo permite, quisiera saber algo más sobre este niño, sobre su vida, sobre lo que hacía.

El cura se puso a la defensiva.

—¿De veras? ¿Y por qué, comisario? Si usted mismo reconoce que fue una desgracia terrible, bastará con que yo le pregunte a sus compañeros dónde pudo Matteo coger el cebo envenenado, ¿no? Así usted podrá tomar las medidas para que no vuelva a ocurrir.

—Se trata del procedimiento, padre. El niño murió por causas no naturales, y debemos justificar nuestra intervención.

El padre Antonio suspiró, momentáneamente resignado.

—De acuerdo. Usted dirá.

—Dígame usted, padre. Hábleme del niño, de su carácter, de sus compañeros, de lo que hacía. Todo lo que se le ocurra.

—Se llamaba Matteo, pero todos le decían Tetté. Porque el pobrecillo era tartamudo; se emocionaba, se ponía nervioso y era incapaz de decir tres palabras seguidas. A veces se atascaba en una sílaba y debía desistir, no decir nada más. Era bajito para su edad, debía de tener unos ocho años, quizá más, muy avispado pero solitario, tal vez porque era tartamudo. Tenía un perrito. No puedo permitir que los muchachos entren con animales, sabe usted, por razones de higiene. Así que él lo dejaba fuera, y el perro lo esperaba, sin importar el tiempo que hiciera. Estaban siempre juntos.

—¿Un perro de pelambre blanca con manchas marrones? —le preguntó Ricciardi.

—Sí, o sea que usted también lo ha visto. ¿Estaba cerca de… de donde encontraron a Matteo?

—Sí, padre.

—No me extraña, lo seguía a todas partes. A saber qué será de él ahora. En fin, todos queríamos mucho a Tetté, era el benjamín de la casa. Como era el más pequeño, los demás muchachos lo protegían, y cuidadito si alguien llegaba a tocarlo. Tengo que confesar que para mí era casi casi como mi ojito derecho. Nadie le habría hecho daño a nuestro Tetté.

Un trueno colosal hizo temblar los cristales de la ventana. La lluvia arreció.