Agua.
Agua que no lava.
Que baja en mil ríos sin mar y deposita barro en los umbrales y el interior de los bajos, extendiendo sus dedos pegajosos en los suelos de tierra batida, en la paja ennegrecida de los jergones. Que golpea las ventanas y despierta a los dormidos, o conduce hasta los sueños el fantasma de antiguos dolores. Que deja un negro rastro en los altos muros de toba, encontrando la manera de colarse en los viejos edificios para socavar sus cimientos. Que ensucia los zapatos relucientes y arranca los paraguas de las manos, porque no quiere que los obstáculos le impidan entrar en las almas donde depositar la humedad de la tristeza.
Agua que separa.
Que se convierte en una pared fría entre los amantes, borrando la sonrisa de los ojos y los corazones. Que separa de la escuela, el taller, la oficina con un mar imposible de navegar. Que convierte la calle en un río resbaladizo en cuyos remolinos se hunde toda esperanza de encuentro. Que arrebata los juegos a los niños, encerrándolos en la cárcel de una silla y un cuarto.
Agua que roba.
No habrá nadie comprando en los carritos, pidiendo limosna, dejándose engañar. No habrá nadie en la Villa Nazionale para el vendedor de globos o pasatiempos. No habrá nadie escuchando al pregonero que anuncia la nueva tienda. No habrá nadie, y no habrá nada para comer.
Agua que da miedo.
Que llega después del trueno que sacude la noche, del relámpago que ilumina el silencio. Que te hace brincar el corazón en el pecho y hundir la cabeza entre los hombros, esperando lo peor. Que hace crujir las paredes, y pensar que nada es verdad, que nada puede durar para siempre.
Agua que no termina.
Bajo la lluvia que no parecía tener fin, Ricciardi caminaba de regreso a la jefatura. La pregunta que llenaba su mente y no dejaba lugar a ningún otro pensamiento era: ¿por qué no estaba? ¿Por qué no lo vi?
El niño había muerto envenenado. Con estricnina. No hubo otras causas, Modo las excluyó con decisión: habría vivido muchos años, dijo. Si había muerto envenenado, ¿por qué él, Ricciardi, no había visto su imagen?
La terrible compañía del Asunto había marcado su vida desde el instante en que vio al primer muerto hablarle en el viñedo de su casa, cuando tenía cinco años. Solo Dios sabía las veces que había rogado que le ahorraran aquella condena.
En contra de lo que solía hacer, tratar de olvidar, rescató de sus recuerdos a los envenenados que había visto. Recordó al primero, un compañero de escuela que, a saber por qué, había querido ingerir una caja entera de cerillas, tal vez un desafío, una estúpida competición con un amigo. Lo recordaba sonriente y translúcido en el patio del colegio, inmerso en un incesante vómito de sangre y una incontenible diarrea, mientras decía: «He ganado, ¿lo habéis visto? He ganado la apuesta». Y las convulsiones de los dos amigos, de sus tiempos universitarios, que se dieron un atracón de setas compradas a una vendedora ambulante, entre las que había una, solo una, venenosa. El fantasma de uno de ellos temblaba como la cuerda de una guitarra y, con los ojos en blanco, le decía al otro: «Qué ricas, ¿eh? Y qué baratas». Y el enamorado suicida que unos meses antes había vislumbrado en el mirador de San Martino, agarrándose el vientre y vomitando espuma amarilla decía: «Sin ti no hay vida».
Veía a los muertos envenenados.
No había dudas.
Pero ¿por qué no había visto al niño?
Conocía el Asunto y sus escasas pero rigurosas reglas. Veía la imagen del muerto en el instante de morir, mientras repetía el último pensamiento en el mismo lugar en que la vida rota lo había abandonado. De modo que solo cabía una respuesta: el niño no había muerto en el lugar donde lo encontraron.
El pensamiento le estalló en la cabeza junto con el trueno que en ese instante acompañó un chaparrón. Si no había muerto allí, alguien lo había trasladado.
Ricciardi sabía que aquello no suponía, necesariamente, que lo hubiesen matado. Pero suponía que alguien, por algún motivo, había considerado oportuno mover el cadáver y colocarlo en un lugar donde la presencia del niño pareciera casual. ¿Quién podía haber tenido semejante interés?
Al otro lado de la calle, a través de la cortina de lluvia, entrevió la pelambre manchada del perro. Decidió que buscaría a quien había trasladado el cadáver y averiguaría por qué lo había hecho. Decidió que lo haría porque era justo, y porque un niño no es cualquier cosa. Y porque había algo en aquel perro que lo impulsaba a no detenerse.
Rosa entró en la tienda seguida de Enrica. La intensidad de la lluvia había obligado a los propietarios, el marido detrás del mostrador y la mujer en la caja, a encender la lámpara de aceite. No había clientes. El tendero, un hombretón jovial con poco pelo y pocos dientes, le dijo afectuosamente a Rosa:
—¡Aquí tenemos a la hermosa doña Rosa! ¿Qué tal se encuentra esta mañana? ¿Ha visto qué manera de llover?
—Buenos días, don Gera’. ¿Que si lo he visto? Con los dolores que tengo, he visto y he notado la lluvia en cada uno de mis huesos. Por favor, dese prisa, que he de preparar la comida, aún me quedan todos los mandados y ya son las diez. Póngame una loncha de tocino, seis huevos frescos, dos kilos de garbanzos, y démelos buenos, que la última vez tuve que tirar la mitad. Y dos medidas de aceite. Del mejor. Póngame dos kilos de pasta variada, envuélvamela bien, que, si no, con esta lluvia, se me mojará. Ah, y alubias, casi se me olvidaba, dos kilos de alubias. Y también un poco de azúcar y doscientos gramos de tomate concentrado. Ah, se me olvidaba, doscientos gramos de café torrefacto.
Gerardo iba preparando el pedido moviéndose con agilidad entre los recipientes que tenía detrás del mostrador.
—¿Qué hago, se lo mando todo cuando regrese el chico?
—¡Ay, no, por el amor de Dios, que si no la compra me llega a las dos! ¡Tengo que cocinar y el señorito, cuando llega, tiene que comer! —exclamó Rosa—. No, no, démelo todo a mí, que me lo llevo.
En ese momento, Enrica tosió brevemente y casi murmurando dijo:
—Si me permite, señora, le echo una mano con la compra. Soy Enrica Colombo, vivo aquí enfrente…
Rosa se volvió para mirarla.
—Sí, sí, ya sé quién es. Sus ventanas están justo enfrente de las nuestras, ¿no?
La muchacha se sonrojó visiblemente, pero le sostuvo la mirada.
—Así es. Si quiere, la ayudo a subir las escaleras. Con lo cargada que va, la compra, el paraguas y el bolso… En fin, si me lo permite, a mí no me cuesta nada.
El tendero y su mujer intercambiaron una mirada elocuente. La mujer sonrió y fingió contar el dinero en la caja. Rosa asintió con la cabeza.
—Por mí encantada de que me eche una mano. Como verá, ya estoy vieja, y cuanto más años pasan, peor tengo la espalda, pero de veras no puedo esperar a que regrese el recadero de don Gerardo. Muchas gracias, señorita. Pero la pasta la llevo yo.