El trayecto hasta el hospital no era largo, pero la lluvia lo hizo difícil. El padre Antonio caminaba subiéndose la sotana con una mano y sujetándose el sombrero con la otra, procurando no hundirse en uno de los infinitos charcos de dudosa profundidad formados en la acera. Maione tenía el mismo problema, e iba soltando improperios por lo bajo para que el cura no lo oyera, al tiempo que trataba de cubrir con su paraguas a Ricciardi, al que, como de costumbre, le daba igual que la lluvia le mojara la cabeza descubierta.
Llegaron por fin a destino y se quedaron chorreando agua en una sala de espera, donde salió a recibirlos el doctor Modo. El médico, desfigurado por el cansancio, tenía la cara surcada de profundas arrugas y cubierta por un velo de barba; Ricciardi sintió una punzada de remordimiento por haberle obligado a esa fatiga suplementaria y tal vez inútil.
—Ah, aquí están —dijo el médico—. Iba a llamarlos más tarde, estoy esperando el resultado de unos análisis que encargué al laboratorio. Después, con el permiso de ustedes, me iré a mi casa a dormir por lo menos durante veinticuatro horas seguidas. ¿Quién es este señor que los acompaña?
Modo no perdía ocasión de mostrarse anticonformista y, sobre todo, anticlerical. El padre Antonio lo miró ofendido y se volvió hacia Ricciardi esperando ser presentado.
—El sacerdote es el padre Antonio, párroco de Santa Maria del Soccorso, ¿lo digo bien, padre? Acoge a algunos huérfanos y cree que el niño al que has analizado puede ser uno de los suyos, desaparecido hace un par de días. Le gustaría ver el cadáver para identificarlo. ¿Es posible?
Modo se pasó la mano por el pelo, en un gesto habitual en él.
—Sí, supongo que sí. Ya he terminado con él; después hablamos.
El padre Antonio entrecerró los ojos con recelo. No se dirigió a Modo, sino a Ricciardi.
—Disculpe, comisario. ¿Qué quiere decir el doctor cuando comenta que ha terminado con él? ¿Qué se le ha hecho al niño?
—Se le ha hecho lo que se ha considerado necesario. Una investigación para averiguar cómo murió el pequeño mientras quien debía ocuparse de él no lo hizo. Eso se ha hecho —respondió el médico con cara de pocos amigos.
El cura dio un paso atrás y parpadeó.
—Nosotros nos ocupamos de los niños hasta que ellos mismos nos lo permiten. Si se van por ahí solos, no tenemos la culpa. ¿Puedo verlo ahora?
Sin dejar de mostrarse indignado con el sacerdote, Modo dio media vuelta y fue hacia el depósito de cadáveres del hospital.
El cuerpo del niño había sido puesto en orden y vestido con sus pobres prendas. Pese a estar acostumbrado a imágenes horrendas, a Ricciardi se le encogió el corazón al verlo tan diminuto sobre la mesa de mármol. En la cabeza y los hombros se veían las marcas de las suturas posteriores a la autopsia; la incisión se perdía luego debajo de la camisa.
El padre Antonio se estremeció; los ojos se le llenaron de lágrimas, dio un paso al frente y se acercó al cadáver. Hizo la señal de la cruz sobre la frente del niño, murmuró una plegaria y lo bendijo. Después recorrió con el pulgar la incisión de la cabeza y lanzó una mirada durísima a Modo.
—Es él. Es Matteo, el pequeño Matteo. Pero alguien deberá responder por esto que le han hecho. Por este destrozo que le han hecho —le dijo a Ricciardi.
Maione, que llevaba el sombrero en la mano, lanzó una mirada a Ricciardi como dándole a entender: «ya lo decía yo». El comisario clavó la vista en los ojos del sacerdote y sin apartarlos le dijo:
—Entonces mencione usted mi nombre, padre. Fui yo quien solicitó esta investigación, y la responsabilidad es toda mía. Ni el doctor Modo ni Maione, aquí presente, lo consideraron necesario. Pero yo necesitaba saber cómo había muerto el niño y solicité la autopsia.
—¿Y ahora ya sabe al menos cómo murió? —murmuró el cura—. Y sobre todo, ¿acaso eso cambia algo?
Modo hizo ademán de intervenir, pero Ricciardi le indicó con la mano que callara.
—Deberá usted perdonarme, pero eso sigue siendo objeto de investigación y no puede divulgarse. Y ahora, tenga la bondad de regresar a la jefatura, el sargento Maione lo acompañará. Tengo que hablar un momento con el doctor, luego me reuniré con ustedes.
El padre Antonio parecía haberse tranquilizado, pero su expresión seguía siendo belicosa. Saludó con una rápida inclinación de la cabeza hacia un punto a medio camino entre Modo y Ricciardi y salió escoltado por Maione.
El médico encendió un cigarrillo.
—Mira que traer aquí a un cura. Ya sabes que para mí son de mal agüero; en el hospital no quiero ni verlos.
—Sin embargo, he comprobado que está lleno de monjas —comentó Ricciardi.
—¿Y eso qué tiene que ver? Son enfermeras, y muy eficientes. Las mejores, si quieres que te diga. En la guerra, cuando estaban en el frente, eran incansables. A lo mejor eso también es fanatismo, pero al menos es un fanatismo útil.
—¿Qué tienes que contarme? ¿Has descubierto cómo murió el niño?
Modo le indicó a Ricciardi que salieran. Le latía un músculo de la mandíbula. El cansancio lo envejecía.
—Ven, salgamos. Necesito tomar el aire, aunque esté lloviendo.
Se sentaron debajo de una marquesina, en la entrada del pabellón del hospital donde estaba el depósito de cadáveres. Detrás de los arbolitos enclenques fustigados por la lluvia, se oían los gritos de los buhoneros en el mercado, gritos que Ricciardi imaginó vanos, pues con ese tiempo no había mucha gente en la calle.
—¿Qué me cuentas entonces, Bruno?
—Cuéntame tú primero —respondió el médico tras una pausa—. ¿Por qué pediste la autopsia? ¿Qué fue lo que te hizo dudar?
Con las manos hundidas en los bolsillos, el pelo encolado a la frente por la lluvia, Ricciardi contestó:
—Como bien sabes, nuestro trabajo, y me refiero al mío y al tuyo, se basa en sensaciones. Es lo que tú siempre dices, ¿no? El cuadro clínico te conduce hacia un diagnóstico, tú ves otro y lo persigues, y al final tienes razón o no. En mi caso es lo mismo. Fue cosa de un instante, cuando los ordenanzas se lo llevaban. La cabeza colgando, la lluvia. La pena. No sé, fue un impulso.
Modo fumaba en silencio. Miraba caer la lluvia sobre los árboles.
—Sí, sensaciones. Cosas que no pueden explicarse —dijo, y añadió—: Pero tú sabes cómo es una autopsia. Una carnicería. Confiaba en no tener que abrirle la cabeza al pobrecito. No quedó más remedio. Fue necesario incluso abrirlo por detrás para examinarle la médula.
—Si es por el cura, no te preocupes, Bruno. He asumido toda la responsabilidad por si pasara algo…
—A mí el cura me importa un bledo —soltó el médico—, es más, me importan un bledo él, el obispo y el Papa. Es el niño, el hecho de que no pudiera quejarse. Si no hubiese encontrado nada, me pasaría las noches viéndolo al pie de mi cama, preguntándome por qué lo mandé al hoyo despiezado.
—¿O sea que has encontrado algo?
El médico se echó a reír.
—Te ha salido el policía que llevas dentro. Directo al grano, ¿eh? Sí, he encontrado algo.
—¡Lo sabía! Entonces hay que abrir una investigación más profunda; empezaremos con el cura y…
—No te entusiasmes —lo interrumpió—. He dicho que he encontrado algo, no que se trate de una muerte que requiera investigación.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo murió el niño?
—Tengo que contártelo con detalle. Primero le examiné el corazón, en fase sistólica, como yo pensaba: hinchado como una sandía. Y la rigidez cadavérica, extrema, y de mayor duración de lo normal. La cianosis y las equimosis puntiformes… En fin, que había demasiados signos que apuntaban a una convulsión. Entonces tuve que resignarme a examinarle el sistema nervioso.
Ricciardi lo escuchaba con suma atención.
—¿Por qué, hay alguna relación?
—Claro, si hay convulsiones no es raro que, de alguna manera, el sistema nervioso sea el responsable, ¿no crees? De hecho, tanto las meninges como la médula espinal estaban llenas de sangre. Encontré también alguna zona hemorrágica propiamente dicha. No murió bien nuestro pequeño amigo. Decididamente, no.
—Sin embargo, por la postura en que lo encontramos parecía sereno.
Modo se encogió de hombros.
—Eso no significa nada, ya lo sabes. Un instante antes de morir pudo haberse distendido, a lo mejor lo encontramos sentado y no en el suelo simplemente porque el murete lo sostenía. En fin, que ya puestos, he tomado unas muestras del cerebro y de la médula y las he mandado al laboratorio, donde por suerte estaba de servicio un amigo mío. Él cubría el turno fijado por el hospital, debidamente remunerado, yo, en cambio, el fijado por el comisario Ricciardi, gratuito.
Ricciardi hizo una mueca.
—¿Te has dado cuenta de que con la vejez le has tomado mucho apego al dinero? De acuerdo, te invitaré a una pizza en la taberna de Nannina que está aquí a la vuelta.
Modo rio, malicioso.
—¡Caramba! Entonces es verdad lo que se dice por ahí, que eres ricachón pero tacaño. En fin, como te decía, he enviado las muestras a analizar, junto con los residuos de alimentos que encontré en el estómago y el duodeno. Espero los resultados por escrito, pero hace una hora mi amigo se pasó por la sala de disección y me los adelantó de viva voz.
Ricciardi esperaba.
—¿Y? ¿Me vas a decir de una vez cómo diablos murió el niño?
El médico aplastó la colilla en el suelo y soltó el humo teatralmente.
—Tenías razón. No murió de muerte natural, no fue por una infección, ni por la desnutrición ni a causa de una enfermedad. Estaba en malas condiciones, no lo niego, pero era resistente y habría vivido muchos años más. Aunque yo también tenía razón al hablar de muerte accidental.
—¿O sea?
—El niño murió envenenado. Con estricnina, para ser más exacto. Sencillamente se dio un atracón de cebos envenenados, esos de harina y azúcar que se ponen para matar ratas.
Ricciardi se quedó boquiabierto.
—¿Veneno para ratas? ¿Comió veneno para ratas?
—Sorprendido, ¿eh? Porque no ves lo que veo yo de la mañana a la noche. Comen de todo. O comen o mueren. Hurgan en la basura, se la disputan como perros callejeros. Se comerían hasta las ratas, si se dejaran atrapar. Lo he comprobado en otras ocasiones, aunque debo reconocer que, en general, se paran antes de ingerir una cantidad mortal, porque la estricnina tiene un sabor amargo; pero un niño tan frágil tiene la muerte asegurada solo con que coma una cantidad mínima. Por desgracia, los mal nacidos de los tenderos, para salvar su asquerosa mercancía, la enmascaran con pan y queso o azúcar, en fin, un bocado apetitoso.
El comisario estaba perplejo.
—¿Y no es posible que alguien se la haya dado? Voluntariamente, digo.
Modo lo miró durante un buen rato y luego dijo:
—Verás, Ricciardi, no sé por qué te dedicas tanto a este niño y a su muerte. Por mi parte, aprecio tu dedicación, y como tú, o incluso más, me apiado de la pobre gente que muere a causa de las privaciones en esta ciudad que el régimen ha convertido en perfecta. Ahora bien, por desgracia, morir tras comer accidentalmente un cebo para ratas es normal. A los muertos hay que dejarlos en paz. Y el ambiente en el que este niño vivió su breve vida ya está bastante enlodado como para ponerse a revolverlo. Te he dicho que la muerte es accidental, y no tengo intención de poner otra cosa en mi informe. Hazme el favor, resígnate.
Ricciardi ya no tenía argumentos. Estrechó el brazo del médico.
—Probablemente tengas razón, Bruno. Le haré un par de preguntas a nuestro simpático cura y cerraremos el caso. Te lo agradezco mucho, y ya me dirás cuándo quieres tomarte esa pizza.
Acompañado por la mirada del médico, se dirigió hacia la jefatura. Bajo la lluvia, junto al portón del hospital, vio un perro que miraba en dirección al depósito de cadáveres.