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Martes, 27 de octubre de 1931 – IX

Hacia las nueve se supo por fin quién era el niño, o al menos quién podía ser.

Ricciardi llevaba casi dos horas en su despacho. Cuando llegó esperaba encontrarse con un informe del hospital, o con alguna mujer llorando a gritos al pie de la escalera que conducía al puesto de guardia, pero no vio a nadie. Se puso a trabajar en el informe del caso, aunque notaba una creciente inquietud: no era posible que nadie hubiese echado en falta al niño.

La desazón era aún mayor debido al hecho de que tenía la sensación de que el perro que había visto cuando encontraron el cuerpo lo seguía; lo había visto cerca de su casa, en la acera de enfrente, bajo la lluvia, sentado sobre las patas traseras, con una oreja erguida. Él había enfilado hacia la jefatura y el perro iba detrás, a una decena de metros, en la otra acera. Se había parado y el perro lo imitó. Echó a andar otra vez y el perro también. Al final decidió hacer como si nada y ya no volvió a mirar atrás. Al llegar a la jefatura, el perro ya no estaba, pero le dejó la sensación de algo sin resolver.

La sensación se disipó dos horas más tarde, cuando Maione se asomó a la puerta y pidió permiso:

—Comisario, ha venido un sacerdote que a lo mejor sabe quién es el niño de Capodimonte. Pase, por favor, padre…

Un cura entró en el despacho. Era un hombre gordito y nervioso, de estatura media, con la sotana raída, abotonada por delante y un sombrero redondo en la mano; se secaba la frente mojada de sudor y de lluvia.

—El padre Antonio Mansi, párroco de Santa Maria del Soccorso, en Santa Teresa.

Hablaba con tono quejumbroso, como si se compadeciera de alguien, tal vez de sí mismo. A Ricciardi le resultó antipático de inmediato.

—Por favor, padre, pase usted. Soy Ricciardi. Siéntese. Maione, no te retires. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

—Como le decía el subteniente…

Celoso de su identidad, Maione lo corrigió:

—Sargento, padre Antonio. Soy el sargento Raffaele Maione, para servirlo.

—Perdone, sí, el sargento Maione. En fin, tengo motivos para creer que el niño desgraciadamente fallecido, el que encontraron en Capodimonte, es uno de los míos.

—¿Uno de los suyos? —preguntó Ricciardi—. ¿En qué sentido?

El cura se había sentado con el sombrero sobre el regazo y se había metido el pañuelo en una manga. Hablaba de manera apacible, con las manos abandonadas sobre el vientre.

—Entre las obras de mi parroquia acogemos a algunos huérfanos del barrio. Los hospedo en una vivienda, detrás de la casa parroquial, en estos momentos hay seis. A uno de ellos, el más pequeño, que se llama Matteo, no lo vemos desde anteayer. Como nunca había faltado durante todo este tiempo, se me ocurrió venir a dar parte.

El tono tranquilo del sacerdote desorientó a Ricciardi. No notaba tensión o preocupación en sus palabras, por lo demás pronunciadas con la voz quejumbrosa que había notado desde el principio.

—¿Y usted, padre, no se dio cuenta de la ausencia del niño? ¿Cómo es que hasta hoy no se le ha ocurrido presentarse en la jefatura?

—Verá, comisario, el mío no es un colegio, sino una vivienda para estos niños sin hogar y sin familia. Pueden entrar y salir a su antojo, aprenden un oficio, piden limosna; yo no puedo ocuparme de lo que hacen los seis las veinticuatro horas del día. Hay veces en que se pasan fuera toda la noche; por desgracia, estos muchachos están acostumbrados a la calle, pero saben cuidar muy bien de sí mismos. A veces, sencillamente se marchan, encuentran otro lugar donde quedarse, y no regresan más, y ni siquiera vienen a dar gracias por lo que se ha hecho por ellos. Pero yo no lo hago para recibir su gratitud, sino solo para mayor gloria de Dios.

Ricciardi y Maione se miraron: a los dos les sonó a discurso ya pronunciado en otras ocasiones, de esos que se tienen a mano en caso de necesidad.

—¿Y cómo es que está convencido de que se trata de… cómo ha dicho que se llama este huésped suyo?

—Matteo, se llama Matteo Diotallevi. Cuando desconocemos su apellido, le buscamos uno y con él los inscribimos en el registro civil. Es el más pequeño, tendrá unos siete, ocho años. No estoy seguro, porque nos llegan sin saber cuándo y dónde nacieron. Pensé que podía tratarse de él porque hasta ahora, como acabo de decirle, nunca había faltado desde que lo acogimos. Esta mañana, al no verlo, he preguntado a los otros y en la calle, y nadie lo había visto en las últimas horas. Entonces pensé que era mejor denunciar su desaparición para estar tranquilos. Y aquí, en la jefatura, el sargento me ha comentado que encontraron un cuerpo en el Tondo. Quizá, si lo viera, podría confirmárselo.

Ricciardi escrutaba la cara inexpresiva del cura.

—Disculpe mi atrevimiento, padre, pero yo a usted no lo veo muy preocupado. Más bien resignado. ¿Cómo es posible?

Siguió un momento de silencio. Tanto el sacerdote como Maione se sorprendieron por el comentario directo y seco del comisario. Al final, el hombre suspiró y dijo:

—No es así, créame. Quiero mucho a los niños que asisto; prueba de ello es que mantengo en pie la casa a fuerza de grandes sacrificios y sin recibir nada a cambio. Pero estos tiempos no son fáciles, quién mejor que ustedes para saberlo. Las condiciones en las que viven los pobres son tremendas; siempre pagan los más débiles, los ancianos, los niños. Hay accidentes, enfermedades. La gente muere en la calle, en los callejones, en las viviendas de los bajos. Aquí, el sargento, me decía que el chico que han encontrado probablemente murió de causas naturales. Si se trata de Matteo, y todavía abrigo la esperanza de que no sea él, quizá seguiría vivo si se hubiese quedado en mi casa. Pero son cosas que pasan.

Ricciardi no estaba dispuesto a permitir que se despachara así la muerte de un niño.

—Pero no deberían pasar, ¿no le parece, padre? Somos nosotros quienes no deberíamos dejar que pasaran.

El cura sonrió con tristeza; durante toda la conversación no apartó del vientre las manos entrelazadas.

—No, tiene razón. Pero son muchas las cosas que no deberían pasar y pasan. ¿Qué hace el Estado por estos niños? Ya se lo digo yo, comisario, nada. Nada de nada. Nos lo dejan todo a nosotros, a la Iglesia, o a la caridad de los pocos ricos que conservan algo de conciencia. En veinte años habré perdido por lo menos una docena de niños. Caídos del tranvía, ahogados en el mar en verano, arrollados por un coche o un carruaje. O víctimas de una fiebre o una infección, pillada tras comer cualquier cosa o tras herirse de algún modo. Y en cuanto queda un puesto libre, detrás vienen otros cien a los que hay que sacar de las calles. A nosotros no nos queda más remedio que hacer lo que podemos. Por eso me ve resignado, mi querido comisario.

Siguió otro silencio. Aunque aquel hombre disgustaba instintivamente a Ricciardi, debía reconocer que su razonamiento no tenía fisuras; por irracional que pareciera, como representante de un Estado que hacía poco o nada por aquellos niños, se sintió culpable. Sin saber por qué, le vino a la cabeza el perro que lo había seguido esa mañana, el último amigo del pequeño difunto.

—Padre, si el niño fuera Matteo Diotallevi, tendré que hacerle algunas preguntas. Pero antes debemos proceder a identificarlo, para ello deberá acompañarnos al hospital dei Pellegrini donde hará el reconocimiento.

En esta ocasión, el desorientado fue el cura.

—¿Al hospital? ¿Pero no estaba muerto cuando lo encontraron? Tal vez ha querido decir al cementerio.

—No, el cadáver se encuentra en el hospital. Le pedí al médico forense que hiciera una comprobación que nos permitiera identificar con precisión las causas de la muerte. Veo que sigue lloviendo; Maione, pide que preparen un coche.

El sargento negó con amargura con la cabeza.

—Imposible, comisario. Los dos automóviles se encuentran en la cochera, los están dejando relucientes para el Duce. Se lo comenté ayer. Me temo que esta vez también deberemos ir andando.

Y se miró entristecido las botas provisionalmente bien lustradas.