8

Desde la sala de disección del hospital, el doctor Modo oía la lluvia golpear en el tejado y las ventanas. Las bombillas iluminaban las mesas de mármol; por fin, tras un día fatigoso, había llegado la noche. Las crujías estaban llenas de todo tipo de enfermos; se preguntó cómo era posible sobrevivir en las condiciones de higiene en que se encontraba gran parte de la ciudad.

Para colmo, la lluvia contribuía a empeorar las cosas: pulmones, bronquios y huesos recibían la humedad como esponjas y resultaban gravemente dañados. La gente del pueblo, acostumbrada a padecer y a ocultar dignamente el dolor, llegaba al hospital cuando la situación ya no tenía remedio, y lo único que podían hacer los médicos era tratar de paliar el sufrimiento.

Modo pensó en los torrentes de agua sucia que se desbordaban de las cloacas atascadas e invadían las viviendas de los bajos, llenando de desechos y animales muertos el suelo donde jugaban los niños. Hizo un gesto negativo con la cabeza y se estremeció; era un auténtico milagro que muchos siguieran con vida, sin duda. Con frecuencia, al terminar su turno, cuando no se le cerraban los ojos de cansancio, recorría los callejones para intentar curar a algunos de los necesitados. Las viejas intentaban besarle la mano, pero él las apartaba; le hubiera gustado hacer más. Le hubiera gustado disponer de medicamentos, pero en el hospital apenas conseguía sustraer unos pocos, cuando le habrían hecho falta cientos de kilos.

Esa noche, por ejemplo, sería mucho más útil ahí fuera que en el hospital, diseccionando un cadáver, pensó mientras miraba al niño desnudo tendido sobre la mesa, lívido bajo la luz espectral, con la cabeza apoyada en el cepo de madera. Pero no conseguía decirle que no a Ricciardi, y en lugar de llevar alivio a los vivos, ahí estaba, hurgando en las tripas de un muerto.

Se preguntó sobre la extraña naturaleza de su amistad con el comisario. Estaba claro que no tenían casi nada en común: él era extrovertido y exagerado; y el comisario, callado y nada propenso a la risa; sin embargo, aunque resultara extraño, lo sentía más próximo que a nadie. Tal vez porque eran dos solitarios; quizá porque observaban el tiempo que les había tocado vivir con los ojos del desencanto y la melancolía; tal vez porque compartían la misma pena por aquella ciudad pululante y por aquel pueblo desesperado. Aunque con distintas formas de luchar: el médico con abierta disidencia, el comisario con la acción silenciosa.

Sacó el reloj del bolsillo del chaleco: las diez. Probablemente habían pasado casi veinticuatro horas desde la muerte del chico. Comprobó los instrumentos, limpios y dispuestos en una caja metálica, al lado de la mesa; como siempre, tenían un aire cotidiano e inofensivo, aguja e hilo de sutura, tijeras, cuchillos largos y cortos, bisturís, una sierra y un par de escoplos, un escalpelo y un martillo. Pensó en su padre, un hábil carpintero que había trabajado hasta los setenta años para que él pudiera estudiar; lo ha visto, padre, no somos tan diferentes. He terminado serrando, martilleando y cincelando como usted.

Ricciardi, Ricciardi, mal rayo os parta a ti y tu tozudez. Recordó que durante la Gran Guerra, en el Carso, donde sirvió como oficial médico en un batallón, había conocido a un teniente calabrés apellidado Caruso. Era un hombrecito taciturno, que no paraba quieto, de piel y cabellos muy morenos. Habían simpatizado y se pasaban las largas noches en la trinchera oyendo el retumbo distante de los cañones mientras hablaban de mujeres y de sus lejanas ciudades.

Caruso tenía la capacidad de saber antes que nadie lo que ocurriría en la batalla. Decía: ya lo verás, ellos se desplazarán hacia aquí, harán esta maniobra, intentarán rodear el emplazamiento de las ametralladoras. Y, sin falta, como si los dirigiese él mismo, el Estado Mayor y los kartoffel hacían lo que él había previsto. Eso no impidió que una noche de septiembre recibiera un balazo en la frente, algo que no había previsto.

Ricciardi le recordaba a Caruso: la misma media sonrisa triste, las mismas manos nerviosas, la misma mirada en pos de vaya usted a saber qué lejano dolor. La misma extraña capacidad para interpretar la realidad siguiendo sus corrientes subterráneas, esas que nadie más veía. Gente que pasa por la vida cargándola a sus espaldas, sin las fuerzas necesarias.

Se concentró en el niño. Había completado el examen externo. Había visto su ropa: una camisa de tela basta, varias tallas más grandes que la suya, sucia y raída; un par de pantalones cortos demasiado anchos, atados a la cintura con un cordel a punto de romperse. No llevaba ropa interior, no presentaba cortes ni desgarrones recientes. Sus prendas, al menos, no mostraban signos de violencia.

A continuación observó centímetro a centímetro su epidermis. Tal como había comprobado durante el primer examen, no halló heridas recientes, pero sí numerosas marcas: en el cuello, en el abdomen, en las piernas; equimosis, morados, hematomas. La vida de los granujillas callejeros era harto difícil. Aunque nada que hubiese podido causar su muerte, nada muy reciente.

La guerra, pensó Modo. La guerra y la muerte. Debía reconocer que la primera tenía algo que resultaba absurdamente apasionante; los uniformes, los fusiles, las balas y las bombas. El hambre, la suciedad, las infecciones, desde luego, pero también la conciencia de estar peleando por tu país, por la patria. Conceptos ridículos, ahora lo comprendía: una frontera lejana, gente que nunca había dejado de hablar otras lenguas, fuera cual fuese la bandera plantada en lo alto del edificio del ayuntamiento; pero cuando luchas, piensas en tu hogar lejano, en tus tradiciones, en tus cosas.

Esta guerra en la que tú has peleado, no tiene gloria ni grandeza, reflexionó mirando el cuerpo tendido sobre la mesa. Es una guerra por la supervivencia, por llegar a ver el sol al día siguiente o sentir cómo te moja la lluvia. La guerra por conquistar el pan, un lugar seco, por combatir el frío. Una guerra en la que no hay fronteras que defender ni puentes que derribar: la guerra por la supervivencia.

Empuñó el bisturí y practicó la incisión en forma de Y, empezando por las clavículas y hasta debajo de esternón, y de ahí hasta el pubis con un desvío alrededor del ombligo. La capa adiposa bajo la piel era prácticamente inexistente; a Modo no le sorprendió en absoluto.

Había decidido efectuar en primer lugar un examen pormenorizado del abdomen, convencido de que se trataba de un simple paro cardíaco provocado quizá por una malformación congénita unida al estado de deterioro general, pues el niño pesaba como un pajarito. Al descubrir la causa de la muerte, confiaba en ahorrarle a la víctima la apertura del cráneo para examinar el encéfalo.

Se seguía hablando de la guerra: en los discursos del jefe del gobierno, en los periódicos, en las charlas de los bares. No de forma explícita, claro está; nunca se hablaba abiertamente de la guerra. Pero si te fijas bien, pensó Modo mientras aplicaba el separador, la guerra existe, vaya si existe. Tanto llenarse la boca con la grandeza, el imperio, la historia, el destino inevitable. El mando, el dominio, las colonias. Si esto no es guerra, pues entonces yo no he visto ninguna.

Pero sí que la he visto, ¿sabes, niño? He visto una guerra. Y créeme si te digo que esa también es dura.

Ahora el hombre del destino grandioso viene para aquí, nada menos. Viene aquí, y todos los que son como tú irán a la plaza y se pondrán a aplaudir y a gritar cuando les digan. Tal vez se endomingarán, como si fuera fiesta, como si se tratara de una gran ocasión. Tal vez algún carterista aproveche la confusión para meter la mano en algún bolsillo, no digo que no, pero no serán muchos. En su mayoría, todos se sentirán mejores, más fuertes, menos hambrientos. El destino de grandeza. El imperio. El cielo, la tierra y el mar. Y esta vez tampoco habrá nadie que tenga el valor de ver que ese hombre y los que son como él, los brazos en jarras, los ojos llameantes encima de las mandíbulas prominentes, son quienes hambrean y envían a la muerte en nombre de unos ideales inexistentes.

He visto muchos muertos, niño. Y sigo viéndolos. Hoy eres tú el que está sobre esta mesa, con la piel del tórax retirada por dos pinzas delante de la cara y estos cuatro huesecitos blancos al aire, y mañana vete a saber. Tal vez tu madre, que no sabe siquiera que has muerto, o uno de tus hermanos desconocidos.

Dime, niño: ¿estás contento de la llegada de Mussolini? ¿Tú también ansías besarle las botas relucientes, recibir un gesto de aprobación de esa cabeza de vaca? ¿Tú también crees que juntos conquistaréis el mundo y que te devolverá el destino de orden y riqueza que te han quitado?

Cogió un costotomo de los grandes y empezó a cortar las costillas a los costados del esternón. Eran tiernas y quebradizas, como las de un corderito. Se le encogió el corazón.

No, murmuró. A ti ya no te interesa la visita del Duce. A ti ya nada te interesa, chiquillo mío.

Siguió cortando sin notar que tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas.