De pie, junto a la ventana de su despacho, Ricciardi se secaba como podía con el pañuelo. Observaba la lluvia y el viento que, enfurecidos, azotaban la plaza, arrancando de las calles cuanto objeto no estuviese anclado al suelo. Las encinas sacudían sus ramas desnudas contra el cielo, la gente buscaba refugio bajo los portones y trataba de salvar sus paraguas, inservibles ante aquella furia.
Como de costumbre, la ventana le recordó a Enrica bordando; la imagen de la calma y la serenidad, en la que se refugiaba cuando se sentía agitado y ansioso. Enrica. Y la carta que le había escrito.
Aunque sabía que no se había comprometido en exceso, se sentía profundamente inquieto. Para alguien como él, tan poco dado a las relaciones y a las manifestaciones de afecto, había sido una auténtica revolución empuñar la pluma, buscar el papel y establecer un contacto tan directo, para colmo con una persona que nunca le había sido presentada. Lanzó una mirada a la silla frente al escritorio, donde la mujer se había sentado en aquella infortunada ocasión en que se vieron por primera vez. Qué bochornoso papel había hecho. Debió de pensar que era un imbécil, un pobre infeliz.
¿Y si la carta que le he escrito le parece una intolerable intromisión en su vida?, pensó. Me quedaría también sin poder contemplarla desde la ventana. Observar sus gestos simples, serenos, lentos. Normales. La normalidad, esa extraña condición que desconocía. Recordó los meses en que la había observado a escondidas, encontrando en su labor de bordado, en la forma tranquila de moverse por los cuartos, un espectáculo por el que valía la pena regresar a casa por las noches. Se arrepintió de haberle escrito. Pero ya estaba hecho; ahora tocaba esperar.
En la plaza martirizada por la lluvia veía pasar los coches. A lo lejos divisó a una mujer con una niña de la mano, detenidas en la calzada, inverosímilmente vestidas de verano. Recordaba el accidente, ocurrido un mes y medio antes, durante el último coletazo del verano: a la niña se le había caído algo, quizá un juguete, lo que obligó a la madre a detenerse en el mismo instante en que un Fiat 525 doblaba la esquina y enfilaba hacia la plaza; el conductor, que iba distraído, las atropelló y no se detuvo hasta que las ruedas posteriores pasaron por encima de los dos cuerpos. Desde donde estaba, Ricciardi veía las piernas de la mujer arrancadas de cuajo a la altura de los muslos, y la cabeza de la niña triturada del cuello para arriba. La mujer decía: «date prisa, nos espera». A saber quién las esperaba, y las esperaría por siempre jamás. La niña decía: «la peonza, se me ha caído, la peonza». Una peonza de madera. Causa de la muerte, una maldita y minúscula peonza de madera.
A pesar de estar ensangrentadas y de haber sido destrozadas por las ruedas, las mujeres eran las únicas secas bajo el agua. Pequeños privilegios de la muerte, pensó Ricciardi con ironía. Pero el privilegio de escuchar las palabras incluso de lejos y de ver sus cadáveres disolverse poco a poco, día tras días, era solo suyo. Ya ves lo que soy, Enrica. Un hombre destinado a andar entre el dolor, a ser ensordecido, apestado, ahogado por el dolor. Qué egoísmo el mío al escribirte esa carta inútil. Qué egoísmo.
La niña y su peonza le recordaron el cadáver con el que había iniciado la semana. El hecho de no haber visto su imagen, las palabras de Modo sobre la certeza de una muerte natural. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede ser natural la muerte de un niño tan pequeño? ¿No debería haber tenido el derecho de conocer las emociones, los orgullos, las tristezas de una vida?, se preguntó.
Vio otra vez su nuca surcada por la lluvia, la cabeza suspendida en el vacío cuando los sepultureros se lo llevaban como la carroña de un animal vagabundo. ¿Cómo se llamaba? ¿A qué jugaba, qué amigos tenía? ¿Tendría una madre, unos hermanos que ahora lloraban y se desesperaban ante su ausencia, o estuvo en vida solo y abandonado como en la muerte?
Ricciardi vio con los ojos de la memoria a otro niño que, veinticinco años antes, jugaba solo en un viñedo con una espada de madera; de nuevo oyó el murmullo con el que describía para sus adentros el mundo fantástico en el que soñaba estar, en su imaginación. Y pensó que la soledad es una enfermedad que no perdona ni a los ricos, y que desde la infancia se transmite a la madurez e incluso a la vejez.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por unos discretos golpecitos en la puerta, a los que siguió la entrada de ciento veinte kilos de sargento empapado.
—Todavía nada, comisario. No hemos recibido información sobre un niño desaparecido, parece que nadie ha notado que el crío ya no está entre nosotros. O por lo menos a nadie se le ha ocurrido avisar a la policía.
Maione se limpiaba con una toallita, escrutando con resignación las botas embarradas.
—No hay modo, este asco no saldrá nunca; ¿quién aguanta ahora a Lucia? Qué mala pata, tenía que pasarme justo al final del turno, cuando no me queda tiempo de que se sequen un poco; ahora tengo que volver a casa perdido de barro. ¿Qué le pasa, comisario, estaba pensando? ¿Le he interrumpido?
—¿Qué pasa, a ti no te da por pensar a veces? Me preguntaba por el niño. Si tenía a alguien o si estaba solo.
—A juzgar por la ropa, para mí que estaba solo. No existe una madre que con esta lluvia mande a su hijo por ahí en zuecos, se lo digo yo. Hasta la más pobre se los habría envuelto por lo menos con un trapo. Cuando yo era niño, en invierno, mi madre tardaba media hora para vendarnos los pies a mí y a mis hermanos. Nos ataba los trapos tan bien que eran mejores que un par de botas, créame. Y nos los apretaba tanto que se nos dormían los pies y nos hormigueaban todo el día, me acuerdo como si fuera ayer. Pero no se deshacían, puede usted estar seguro.
—Pero nuestro pequeño amigo no llevaba los pies vendados con trapos. Y los tenía repletos de sabañones, ¿te fijaste? Siento auténtica curiosidad por saber de qué murió. ¿Qué ha dicho Modo, cuándo nos lo dirá?
Maione no estaba convencido de que lo de la autopsia fuese una buena idea, y no se guardó de disimularlo.
—Ha dicho que nos llamará, a lo mejor mañana. Pero comisario, no me puedo callar. A mí no me gusta lo de hacerle la autopsia al chico. No me gusta la idea de que tenga que irse al hoyo descuartizado, después de que el doctor le haya hurgado el vientre para encontrar lo que no está allí. Ya sé que tiene usted la mejor de las intenciones, pero ya sabe que en esta ciudad los niños se mueren en la calle. Por desgracia, no es ninguna novedad.
Ricciardi dio la espalda a la ventana.
—Ya lo sé. Pero tú, que tienes hijos, no tienes que decirme esas cosas. El niño se ha muerto, es verdad. A mí tampoco me gusta ver los cadáveres destrozados, créeme. Lo que pasa es que no soporto la idea de no saber siquiera cómo murió, eso es todo. A un niño tan pequeño no hay que desecharlo como si fuese un vestido viejo. Nosotros debemos darle un nombre y un apellido, y el doctor, una causa de su muerte, así al hoyo irá una persona, no una cosa.
—Entiendo lo que quiere decir. Yo que he perdido un hijo sé bien lo que se siente cuando no se los ve regresar nunca. Y aunque no hablemos de ello, cuando Lucia y yo miramos a nuestros otros hijos, pensamos siempre en Luca, y siempre pensaremos en él. Lo sé yo y lo sabe ella. Además, ahora que se avecina el día de los Difuntos, pensamos en él todavía más. Esta lluvia, esta lluvia que no para nunca, y se nos mete en los huesos aumentando la tristeza… ¡Hasta en el despacho se nos mete, fíjese cómo está, es un infierno!
—¿Por qué, qué ha pasado?
Maione tendió los brazos con gesto impotente.
—Claro, siempre se me olvida que usted, si no es conmigo, no habla con nadie de aquí dentro. Y bien que hace, créame. En fin, ya sabe que el tres de noviembre vendrá Mussolini, así que Garzo está completamente fuera de sí. Va por ahí diciendo que si algo se tuerce nos manda a todos a Poggioreale a trabajar de carceleros; se pasa el día cambiando de sitio los muebles de su despacho; manda limpiar las escaleras cada dos por tres; ha enviado los dos automóviles a la cochera para que los revisen a fondo, no sea que a Mussolini se le ocurra pedírnoslos para dar un paseíto; a cada rato se mira el bigote en el espejo y se piensa que nadie lo ve, pero todos nos partimos de la risa en cuanto nos da la espalda. ¡En fin, una calamidad!
—¿Cómo es posible ser tan estúpido? —dijo Ricciardi—. Viene Mussolini, ¿y? Dejando de lado el hecho de que por aquí ni aparecerá, ¿qué es lo que cambia? ¿No sigue habiendo muertes, no ocurren igualmente cosas tremendas en las calles?
Maione se dio un puñetazo en la mano.
—Ese es precisamente el punto, comisario: no, no ocurren. En el sentido de que el imbécil de Garzo va por ahí diciendo que en la ciudad todo debe funcionar bien, que no deben producirse delitos ni desórdenes; que esta es la ciudad fascista donde reinan la paz y la tranquilidad para los ciudadanos. En una palabra, que no debe haber asuntos pendientes ni investigaciones en curso, por lo menos hasta que su Magna Excelencia se marche otra vez para Roma por la gracia de Dios.
Ricciardi lanzó una mirada torva a nadie en particular.
—Si cree que vamos a ocultar las cosas o a dar largas en descubrir quién ha cometido un crimen con el solo objeto de fingir que todo va bien, entonces es que se ha vuelto loco de verdad. Ya puedes pedirle a tu amigo Ponte que vaya a decírselo; nosotros siempre hacemos nuestro trabajo, con o sin Mussolini.
Maione se echó a reír.
—Me ca… en mi amigo Ponte. ¡Si por mí fuera, lo ahogaba en una cloaca a ese chivato! Ya sé que estos días él es la primera víctima de Garzo, le está bien empleado; tendría que verlo correr de acá para allá, más ridículo que nunca… Aunque yo ya sabía lo que usted me iba a decir. Y pensé que, en el fondo, trabajar de carcelero en Poggioreale no debía de ser mucho peor que hacerlo aquí, ¿no?