Un tanto desanimada, Enrica observó al muchacho dormido con la pluma en la mano, la cabeza reclinada sobre el folio, un hilo de baba en la comisura de la boca. Roncaba. Era la tercera vez esa mañana que se quedaba dormido.
De las clases particulares que daba, la que impartía a Mario era la más difícil; con su costumbre de quedarse dormido de repente, el chico había conseguido que lo expulsaran de todos los colegios del reino, y su padre, un rico comerciante de embutidos, había confiado su desesperación a la madre de Enrica, que era cliente suya. Ni corta ni perezosa la mujer se apresuró a recomendar a su hija, maestra diplomada, cuya paciencia y tozudez parecían hechas expresamente para resolver el problema.
Por ello Enrica se pasaba buena parte de las mañanas tratando de despertar a Mario, por lo demás un muchacho estupendo, que se quedaba dormido encima de su cuaderno de deberes. Confiaba en presentarlo a los exámenes para el diploma de bachillerato elemental con la esperanza de que los superara, siempre y cuando no le diera por ponerse a roncar durante la prueba escrita.
Sin embargo hoy, durante unos minutos, Enrica dejaría dormir a su alumno sin despertarlo. Tenía que hacer.
Procurando no hacer ruido, sacó del bolsillo de la falda una hoja y se calzó las gafas de miope en la nariz. Enrica no era guapa, pero poseía una gracia natural y una feminidad que expresaba con sus gestos y sus sonrisas atractivas, aunque tal vez fuese demasiado alta, con las largas piernas ocultas bajo las faldas de corte anticuado que prefería. Su carácter introvertido, dulce pero obstinado, le permitía evitar discusiones, en especial con la madre, que trataba de imponerle sus convicciones, y, pese a ello, mantenerse en sus trece con el apoyo de su padre, un reconocidísimo comerciante de sombreros de la via Toledo.
El hombre quería con locura a su primogénita, tan parecida a él en su actitud reservada y en la parquedad de palabras, que, con veinticuatro años nunca había tenido novio. Y eso que pretendientes no le habían faltado; el último, el hijo del adinerado propietario de una tienda contigua a la suya, al que Enrica se había negado a frecuentar provocando con su actitud las iras de su madre, que temía que su hija se quedara para vestir santos. Amo a otro, había dicho, así, con simplicidad, susurrando la terrible noticia durante un almuerzo dominical, antes de ponerse a dar cuenta del ragú.
En los días siguientes, Giulio Colombo, el padre de Enrica, hubo de emplearse a fondo para tranquilizar a su esposa. No habían conseguido saber nada del enamorado fantasma de su hija, solo que no se trataba de un hombre casado; menos mal, había dicho su madre agitando con gesto nervioso el abanico. Y nada más. ¿Qué intenciones tienes?, le había preguntado a la muchacha, consciente de que seguiría adelante con su plan, fuera cual fuese. Esperaré, había contestado ella, con su habitual y apacible determinación.
Cuando se ponía así, había que dejarse de historias.
En casa la vida retomó su ritmo habitual. Enrica volvió a dar sus clases, a preparar los platos preferidos de su padre y, después de la cena, a bordar junto a la ventana de la cocina, escuchando el sonido que le venía de la radio encendida en la sala. Y a lanzar miradas furtivas hacia la ventana del edificio de enfrente, detrás de la cual se perfilaba una silueta delgada que la miraba mientras cosía.
Hacía unos meses se había enterado a quién pertenecía aquella silueta. La habían citado en la jefatura en relación con un delito de sangre en el que ella no tenía nada que ver y se había encontrado frente al hombre de sus sueños, el desconocido observador de la ventana: el comisario Luigi Alfredo Ricciardi. A decir verdad, el encuentro no dio mucho de sí. A ella la había irritado el hecho de que la ocasión la hubiese pillado desprevenida, más desaliñada y desordenada de lo habitual, sin una pizca de maquillaje, por lo que había reaccionado con una agresividad impropia de ella. Tras el encuentro, se había torturado durante días, dolorosamente convencida de que nunca más volvería a verlo.
En las semanas siguientes, las cosas volvieron a encarrilarse. Siguieron mirándose de lejos, incluso llegaron a intercambiar algún tímido saludo, una inclinación de la cabeza, una media sonrisa. Enrica era paciente. Sabía esperar. Su espera se vio recompensada días antes, al recibir la carta que ahora tenía en sus manos, mientras el pequeño Mario roncaba.
Sonrió al recordar a su padre que, al regresar del trabajo, echó un vistazo al correo que acababa de entregarle el portero. Se había detenido al ver el sobre, había fruncido el ceño, luego le había hecho una seña para pedirle que se reuniera con él en otra habitación, lejos de la mirada escrutadora de su esposa. Allí le había entregado la carta, sin decirle más que:
—No lleva sello.
Quería indicarle que alguien la había entregado en mano, o introducido en el buzón de correos del edificio. La había dejado a solas, sin preguntar nada, ni entonces ni después. Entre ellos siempre era así, ante todo la discreción.
Enrica sintió que el corazón le estallaba en el pecho. En su dormitorio esperó casi media hora, con la vista clavada en el sobre, imaginando de todo. No dudó ni por un instante que la carta era de él, que por fin se había decidido a dar señales de vida; al mismo tiempo, temía la decepción, que se tratara solo de un saludo formal, nada más.
Ahora, al releerla por centésima vez, pensó que quizá no había sido más que eso. Sin embargo, era siempre un contacto. Decía así:
Apreciada señorita: Me permito escribirle para no darle a usted la impresión de que soy una persona descortés, que se toma la libertad y la confianza de saludarla desde la ventana. Sin embargo, el encuentro que tuvimos fue tan imprevisto que no me atreví a presentarme como era debido. Me llamo Luigi Alfredo Ricciardi, soy comisario de la jefatura de policía y, como sabrá, vivo al otro lado de la calle, precisamente frente a sus ventanas. Le escribo estas breves líneas con la única intención de averiguar si le molesta que la salude cuando la veo ocasionalmente de lejos. Si fuera así, le aseguro que no volverá a ocurrir. Pero, con toda sinceridad, he de decirle que me gustaría mucho que no fuera así.
Espero agradecido sus noticias. Suyo affmo.
LUIGI ALFREDO RICCIARDI
Objetivamente, nada del otro mundo; pero para Enrica contaba muchísimo lo que no estaba escrito en la carta, es decir, que él no tenía compromisos, por ejemplo, con esa hermosa y sofisticada señora en cuya compañía lo había visto una vez en el Gambrinus, pues en caso contrario no le habría escrito. Y que ella no le era indiferente. Y, además, que era educado, reservado y tímido, como había imaginado.
¿Y ahora?, se preguntó, preocupada. Ahora le tocaba a ella. Debía contestarle, sin excesiva confianza, pero tampoco con demasiada frialdad; de lo contrario, él se convencería de que no tenía ningún interés, como había temido que hubiese podido deducirse de su actitud durante su único encuentro. Debía pensar, y deprisa; si tardaba mucho en responderle podía interpretarse como un signo de fastidio.
¿Y cómo se las ingeniaría para hacerle llegar su respuesta? Conocida como era ella en el barrio, no podía permitir que la vieran con un sobre en la mano, merodeando por los buzones del edificio de él, y despachar la carta habría supuesto una enorme pérdida de tiempo. Pensó que conocía de vista a la señora anciana que vivía con él, una mujer gorda y jovial que compraba en la misma tienda de especias que ella; tendría que sacar fuerzas de flaqueza, detenerla, presentarse y hablarle. Debía hacer de tripas corazón.
Guardó la hoja en el bolsillo y suspiró, mirando a Mario perdido en sus sueños. Tosió; el muchacho se despertó y la miró con aire ausente, haciendo un esfuerzo por reconocerla. Ella le sonrió y le dijo:
—¿Dónde nos habíamos quedado?
Y lanzó una mirada tierna a la ventana de enfrente.