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Livia Lucani, viuda de Vezzi, se complacía al comprobar que su nueva casa napolitana empezaba a cobrar forma, y respondía a la perfección a la idea que se había hecho cuando decidió trasladarse a esa ciudad.

Era la primera casa realmente suya, solo suya. Había salido de la de sus padres, herederos de una noble y rica familia de Jesi, para ir a Roma a estudiar canto, y alojarse en casa de una tía. Al comienzo de una prometedora carrera lírica, cuando su hermosa voz de contralto comenzaba a ser reconocida y apreciada, conoció a Arnaldo, uno de los tenores más importantes del siglo, y se casó con él; de modo que era la primera vez, reflexionó, que elegía y decoraba una casa para ella sola.

Tal vez no viviera sola mucho tiempo, pensó con una sonrisa mientras tomaba el café. Tal vez, tarde o temprano, alguien llenaría su cama, su casa y su vida. Tal vez sería alguien de ojos verdes.

Con esfuerzo centró la atención en la casa y en las tareas que la esperaban a lo largo del día. La había elegido en el centro con la ayuda de Ricciardi, a quien le había pedido consejo. Como siempre, él no quería asumir responsabilidad alguna respecto de ella, ponía mucho cuidado en evitarlo; pero ella daba tiempo al tiempo, estaba segura de que tarde o temprano, con naturalidad, se daría cuenta de que era la mujer adecuada, la que lo sacaría de aquella soledad extraña y cenagosa en la que se obstinaba en vivir.

En lugar de la agradable colina de Posillipo, desde la que se podía ver el golfo, o de las nuevas construcciones del Vomero, plagado de verde y frescor, había optado por las proximidades de la via Toledo y elegido un elegante apartamento situado en la via Sant’Anna dei Lombardi. Le apetecía vivir en el centro, cerca de los teatros y los cafés, para poder pasear entre las tiendas más refinadas y las iglesias más antiguas.

Se había enamorado de aquella ciudad incluso antes que de Ricciardi; adoraba su alegría, su capacidad para mudar de cara y color según las estaciones, el enjambre de granujillas que se colgaban de los tranvías rechinantes; disfrutaba de su música perenne, del hecho de que a todas horas y en cualquier circunstancia hubiera siempre alguien cantando a voz en cuello o suavemente; apreciaba su comida y su clima agradable que, sin embargo, sabía ser caprichoso, como en esos días de lluvia. En esa ciudad no conseguía ponerse triste.

Sus amigas romanas la llamaban por teléfono casi a diario para preguntarle qué embrujo tenía Nápoles para impulsarla a establecerse allí. En realidad, pensó sonriendo, se morían de curiosidad por saber si era ese el verdadero motivo de su mudanza.

Livia fue uno de los centros de la vida de la alta sociedad de la capital; era realmente raro que una mujer tan hermosa y fascinante, dueña de su simpatía, lograra gustar también a las señoras de ese ambiente, propensas a la envidia y al miedo a que les quitaran el marido. Pero ella, abierta y sincera, navegaba con despreocupación en el mar de chismorreos y maledicencias y, al final, embelesaba a todos, hombres y mujeres.

Una auténtica amistad la unía a ciertas personas; una de ellas era Edda, la hija predilecta del Duce. La muchacha tenía poco más de veinte años, diez menos que ella, y era una mujer inconstante y caprichosa; pero estaba subyugada por la fascinante señora, modelo de elegancia y clase. Se caían bien, y cuando los compromisos de Estado se lo permitían, Edda llamaba a Livia para mantener largas y divertidas conversaciones telefónicas. Era uno de los motivos por los que le había pedido a su padre ir con él en su visita a Nápoles, a pesar de que era inminente su viaje a China, en el que acompañaría a su marido diplomático, con quien se había casado el año anterior.

A Livia se le había ocurrido dar una recepción para unos pocos invitados; una forma de abrir oficialmente la nueva casa a la vida social y de demostrarle a su amiga que la ciudad no era el suburbio caótico y peligroso que a algunos les gustaba describir.

Sin duda, no resultaba fácil, recibir en casa a la hija del Duce. Suponía adoptar imponentes medidas de seguridad y atraer la atención de toda la nobleza y la política ciudadana. Pero sería divertido abrir los salones a personas elegantes y ver cómo se comportaban algunos engreídos notables con los que, en los últimos días, había tenido ocasión de cruzarse en los teatros.

Iba sola; no le apetecía dejarse acompañar por cualquiera. Sin duda tenía dónde elegir: casi a diario la servidumbre le llevaba enormes ramos de flores, anónimos o acompañados de ardientes mensajes con firmas desconocidas. Se levantó, se ciñó a la cintura la bata de seda y se acercó al espejo para contemplar su figura suave, la piel morena, el cabello oscuro y los ojos negros, tersos. Mi belleza, pensó. ¿Cuánto daño ha causado a otros y a mí misma?

Su belleza había encandilado a Arnaldo, un hombre cicatero acostumbrado a conseguir cuanto quería. Su belleza había hecho perder la cabeza a los dos pretendientes a los que había rechazado unos años antes, y que no habían tenido mejor idea que retarse a duelo. Su belleza le impedía mantener una simple amistad con los hombres que, tarde o temprano, trataban de conquistarla.

Y ahora que por primera vez hubiera deseado ser ella quien fascinara a un hombre, que hubiera deseado quedárselo para tenerlo a su lado, era precisamente él quien parecía capaz de resistírsele. Livia notaba que no le era indiferente a Ricciardi, al contrario; percibía la tensión, la vibración silenciosa de su cuerpo cuando se le acercaba, pero había algo que lo frenaba, que lo mantenía alejado de ella.

En una ocasión le había insinuado que había alguien en su corazón. Que otra mujer ocupaba sus pensamientos. Entonces ella le había preguntado si estaba casado o comprometido y él había agachado la cabeza con tristeza.

Eso lo cambiaba todo, pensó ella resurgiendo del abismo de desesperación en el que, por un instante, sintió que se hundía. No era de ninguna, estaba libre, de modo que podía ser suyo. De haber estado comprometido se habría olvidado de él, porque en demasiadas ocasiones había tenido que soportar las traiciones, fugas y humillaciones de su marido como para atreverse ahora a poner a otra mujer en la misma situación. Pero si el extraño y fascinante comisario estaba libre, entonces no había nada de malo que pusiera en práctica una estrategia para conquistarlo.

¿Estrategia? ¿Conquista? Livia sonrió al espejo; eran términos para usar en la guerra, no en el amor. Aunque en el fondo, se preguntó si el amor no era también una guerra. Más bien una cacería que una guerra, si bien el matiz no cambiaba la esencia de los hechos.

Por enésima vez se preguntó qué tendría aquel hombre que le había llegado al alma. Serían los ojos, seguro: dos fragmentos de esmeralda capaces de brillar en la oscuridad. Y ese mechón de pelo revuelto sobre la frente, su manera de apartarlo con un gesto seco. Su mano, delgada y nerviosa, esa mano que en noches lluviosas como esta hubiera deseado sentir en su cuerpo.

Empezó a peinarse. Quería a ese hombre. Lo quería con todas sus fuerzas, lo quería como nunca había querido a nadie. En su vida siempre había sido dirigida y manipulada por los demás: sus padres, sus maestros, su marido. Ahora, por primera vez, disponía de casa propia, elegida por ella, una vida propia, con las cosas que siempre había deseado; era natural que pretendiera tener a su lado al hombre que quería.

Mirándose en el espejo, se preguntó cómo sería su rival desconocida, la mujer que Ricciardi decía amar. No es que aquello supusiera una diferencia ante su determinación; pero se preguntó si sería rubia o morena, alta o baja.

Con aprensión, temió que fuera más hermosa que ella.