En contra de su costumbre, a las ocho y cuarto el subjefe de policía Angelo Garzo ya se encontraba en la oficina. El hecho había provocado una crisis en Ponte, el agente elegido para ascender a ayudante personal del funcionario.
Aunque Ponte tenía serias dudas de que ese ascenso se tratara de un progreso. El sueldo había aumentado unas cuantas liras, y venía bien para llegar a final de mes; además, ya no debía salir a patrullar, lo que había resuelto la incomodidad de verse expuesto a la intemperie, con todos los dolores y malestares que provocaba, especialmente en días de lluvia como esos. Por último, la nueva función le había hecho ganarse el respeto envenenado de sus colegas que, al reconocer en su gusto por la delación la causa principal de su nuevo puesto, procuraban mantenerse a distancia.
A cambio debía soportar el humor de su superior, el elemento más variable de la naturaleza: a los momentos de euforia sin motivo seguían profundas y negras depresiones durante las cuales el pobre Ponte debía adivinar los deseos de Garzo por las expresiones de su cara. Las arrogantes benevolencias que venían, por ejemplo, tras el encomio del jefe de policía, se alternaban con iracundas irritaciones ante las cuales convenía desaparecer porque, de manera invariable, el subjefe de policía se desquitaba echándole unas broncas monumentales.
Por otra parte, el período actual era el peor que él recordaba. La situación era la siguiente: un mes antes habían recibido un despacho telegráfico del Ministerio del Interior en el que se anunciaba la decisión del Duce de pronunciar precisamente en Nápoles el discurso a la Nación. La visita del primer ministro, acompañado de los más altos funcionarios, se realizaría los días 3 y 4 de noviembre. Como era lógico, en primer lugar, esperaban la máxima colaboración de las organizaciones del gobierno local, la jefatura y el gobierno civil.
Ponte había sido el primero en leer el despacho que le entregó el encargado del telégrafo de la jefatura para que lo llevase sin pérdida de tiempo al señor jefe de policía; pero como era muy consciente de que Garzo lo habría despellejado vivo si no le enseñaba a él antes que a nadie una noticia de tamaña importancia, había ido corriendo a verlo a su despacho.
Jamás olvidaría la reacción de su superior. Primero se puso blanco como el papel, luego viró al púrpura para palidecer otra vez, con gran profusión de manchas rojas en el cuello y la frente. Se levantó de un salto y la hoja se le cayó de las manos temblorosas. Lo miró fijamente, murmurando frases ininteligibles, luego se desplomó en la silla, indicándole con un leve ademán que llevase el documento al jefe de policía.
A partir de ese momento, y según pasaban los días, Garzo se había vuelto cada vez más intratable. Se encerraba durante horas en su despacho, repasaba una y otra vez las actas de meses anteriores, aterrado ante una posible inspección. Otras veces irrumpía en el puesto de guardia y con su voz de falsete aullaba que era inconcebible la dejadez reinante en el local. Y para colmo, ahora llegaba a la jefatura poco después del amanecer, cuando el pobre Ponte solo deseaba prepararse un sucedáneo de café y fumar su cigarro en paz; miró el calendario: ocho días más a ese ritmo serían insoportables.
Garzo miró el calendario por cuarta vez en media hora y pensó que no aguantaría ocho días más de tensión. El Duce. El Duce en persona, el Gran Condotiero, el jefe de la nación, el hombre al que todo el pueblo italiano miraba con fe ilimitada estaría allí, tal vez en su propio despacho, delante de él. Y tal vez le sonreiría, le tendería la mano para saludarlo. Por enésima vez desde que había leído el telegrama del ministerio, se sintió desfallecer. La seguridad del Duce estaba garantizada por el ejército y la policía secreta, eso al menos no era de su competencia; pero el jefe de policía había sido muy claro: el orden, el aspecto de la jefatura y, más en general, de la ciudad, eran asuntos que estaban bajo su exclusiva responsabilidad.
En una palabra, dependía de él, únicamente de él, que el Duce, el ministro y todos los funcionarios que llegaran de Roma encontrasen en Nápoles la perfecta ciudad fascista, libre de delincuencia y fealdades. Y él estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano para que la ciudad ofreciera esa imagen.
Por enésima vez abrió el espejito de bolsillo y comprobó que en el bigote, reciente intuición de su esposa, no hubiese un pelo fuera de sitio. Su mujer, enérgica y despótica, se mostró firme cuando le dijo que el aspecto físico era una importante carta de presentación si se quería hacer carrera. Ella sabía de esas cosas: su tío se había jubilado como gobernador civil, tras haber escalado todos los niveles de la carrera ministerial.
Garzo era consciente de no ser especialmente agudo en las investigaciones; la mentalidad criminal siempre le había causado disgustos, y le horrorizaba tener que ensuciarse las manos codeándose con delincuentes. No obstante, como compensación siempre había tenido gran habilidad para las relaciones, ateniéndose al sano principio de mostrarse fuerte con los débiles y débil con los fuertes. De esa forma había logrado apartarse del servicio activo y asumir papeles de mando, en los que había impuesto sus habilidades como organizador. Sabía reconocer los problemas y evitarlos, aislando sus causas y eliminándolas con esmero.
¿Cuáles eran ahora los problemas?, se preguntó. ¿Qué podía interponerse entre las alabanzas del Duce, los elogios del ministro, el grato abrazo del jefe de policía? A su mente acudió rauda la imagen de Ricciardi y su mirada burlona.
El momento era propicio para la visita del Duce. No había investigaciones en curso, ni casos por resolver, no había desórdenes. Por una vez, todo iba como la seda. Entonces, ¿por qué estaba tan preocupado?
Ricciardi era eficiente, eso era indiscutible. Había resuelto casos muy complicados, algunos francamente incomprensibles; en cierta ocasión, Garzo le había confesado a su mujer que sospechaba que podía hacerlo por la sencilla razón de que en su interior albergaba un criminal, que pensaba como los delincuentes a los que echaba el guante. Dejando de lado esa apreciación, de la que él mismo no estaba tan seguro, quedaba el hecho de que Ricciardi era incontrolable, huidizo, imprevisible. Vivía con su vieja tata. No se le conocían vicios, amigos ni mujer. Un hombre sin vicios, pensó, no puede tener grandes virtudes. Además estaban sus ojos: aquellos inquietantes ojos verdes, transparentes como el cristal, con unos párpados inmóviles, decididos; aquellos ojos que te desafiaban sin desafiarte, que te ponían frente a la peor parte de ti mismo, la que no querías conocer, la que ignorabas tener. Garzo se estremeció.
Para colmo, estaba el asunto de la viuda de Vezzi. Esa era una complicación más. El subjefe de policía no conseguía explicarse cómo una mujer tan hermosa, rica y apreciada, con amistades tan importantes (se rumoreaba que entre ellas estaba la mismísima hija del Duce), se hubiese encaprichado de aquella manera de alguien como Ricciardi.
Iba a verlo a la jefatura, sin ninguna vergüenza, sin ningún pudor; y cuanto más desinterés mostraba él, más descarada se volvía ella en su cortejo. Esa presencia, y el papel social que la mujer iba asumiendo en la ciudad, ahora que se había instalado allí, constituía una protección más para el comisario. ¿Protección?, se preguntó Garzo; sí, protección. Porque de no haber sido por la viuda, de mil amores se habría quitado de encima a ese Ricciardi; se habría liberado, enviándolo a investigar a alguna otra parte, a un pueblo de la provincia, lejos de la jefatura y de su carrera.
Se dispuso a ordenar los tomos intactos de jurisprudencia que decoraban su biblioteca, para que el color de los lomos armonizara mejor con el de las alfombras. No lograba sentirse tranquilo: Ricciardi lo pondría en dificultades, se lo estaba oliendo.
Aunque, pensándolo bien, el hecho de que la viuda de Vezzi cortejara al comisario podía resultarle útil. Se comentaba que, con motivo de la visita del Duce, la mujer quería organizar en su nueva casa napolitana una recepción exclusiva. Quién sabe, reflexionó, en una de esas, aprovechando su posición podía conseguir que lo invitara, e incluso hacerse notar. Había oído decir que Edda era la hija predilecta del Duce y que ejercía una gran influencia en su padre; con suerte, podía caerle simpático y, de ese modo, conseguir una recomendación.
Ya se veía convertido en jefe de policía, en el palco principal del teatro San Carlo, saludando afablemente con la mano a los nobles más destacados de la ciudad. Sonrió al pensar que podría sacar alguna ventaja de la presencia de un plasta como Ricciardi.
Poseído por una nueva euforia, llamó:
—¡Ponte!