En esa ocasión, la sanidad pública estaba representada por el doctor Bruno Modo, que correteaba en el agua afanándose en la imposible tarea de no mojarse demasiado y, al mismo tiempo, sostener un paraguas, el maletín de cuero y una hoja de papel. En cuanto vio a Ricciardi y a Maione, se acercó belicoso.
—Conque vosotros, ¿eh? No podía ser de otra manera. Una llamada a primera hora de la mañana, cuando aún no has terminado de secarte los pantalones que se te mojaron de camino al hospital, dos kilómetros a contracorriente, en este maldito río que llamáis via Nuova Capodimonte, ¿y quién podía ser? El alegre Ricciardi y su flaco escudero, el noble sargento Maione. Dígame una cosa, sargento, ¿cuándo dejará de llamar y preguntar por mí? Lea, lea: se requiere la presencia inmediata del doctor Bruno Modo. ¿Y por qué no puede acudir un médico cualquiera? ¿Siempre a mí me tiene que llamar?
Maione ensayó una sonrisa sardónica.
—No es así, doctor Modo, la cuestión es que el comisario, aquí presente, solo se conforma si viene usted. Porque no se fía de nadie más que de usted. Cuando viene el otro, el doctorcito joven, no sé, parece que no nos satisface. Nadie trata a los cadáveres como usted, mi querido doctor. Por eso lo mandamos llamar, ¿qué pasa, no se alegra de vernos?
Modo se volvió hacia Ricciardi, con aire de fingida amenaza, agitando el despacho telefónico en el que se solicitaba su presencia.
—Ojalá que un día me llegue un despacho telefónico en el que diga: encontrados dos policías despedazados por los fascistas. ¡Ojalá me llegara! Entonces sí que voy y me inscribo en el partido, juro que me inscribo.
Ricciardi no había cambiado de expresión, pero se notaba que aquello lo divertía.
—¿Nunca habéis pensado en dedicaros al teatro de variedades? No estaría mal una parodia en el Salone Margherita, el doctor y el sargento, tararín chimpún. ¿Qué tal si nos dedicamos a examinar el cadáver y dejamos de mojarnos? Así, a primera vista, no aprecio signos de violencia.
—Lo que faltaba —dijo Modo con cara de ofendido—, ahora eres tú quien decide si hay o no hay signos de violencia. Ya que me habéis hecho venir y tengo los calzoncillos mojados hasta las rodillas, más nos vale que haga el examen como es debido. ¿Dónde está el cadáver? Ah, sí, ahí lo veo. Un niño. Muy pequeño, tendrá entre siete y ocho años. Una pena.
Dio vueltas alrededor del niño, subiéndole las prendas con cuidado, palpando con ternura las manos y las piernas. Ricciardi observó que, de lejos, el perro se había levantado y tenía las dos orejas erguidas, como si esperase una llamada; sin embargo, pareció intuir la delicadeza de Modo y, sin dejar de estar alerta, no se movió de su sitio.
El médico forense comprobó la posición del cadáver, se agachó para tocarle los pies, le inspeccionó la cara. Tomaba notas al dorso del despacho telefónico. Entretanto, tratando de adivinar la dirección de sus rápidos movimientos, Maione sostenía el paraguas para que no se mojara.
Al final Modo se acercó a Ricciardi, secándose las manos con el pañuelo.
—Veamos, el cadáver está rígido y frío, en mi opinión murió a última hora de la tarde de ayer o a primeras horas de la noche. Tienes razón, en el cuerpo no se aprecian signos de violencia, al menos no de tipo mortal: viejos morados, alguna excoriación, nada que pueda vincularse con su muerte. Está sentado porque se apoyó en la pared, de lo contrario se habría caído. Creo que tiene siete años, pero podría tener más, estos niños comen muy poco y se quedan raquíticos, un par de tallas menos de la que corresponde a su verdadera edad. Podría tener diez o doce años. Eso lo tendrás que averiguar tú.
—¿Estás seguro de la hora de su muerte? —le preguntó Ricciardi.
—Con frío y lluvia, no se puede estar seguro. Las córneas ya están opacas, veladas, y a los costados de las pupilas se aprecian manchas negras. Las hipóstasis, es decir, las manchas rojas producidas al depositarse la sangre por efecto de la gravedad, se aprecian en el costado derecho del cuello, en el pabellón auricular derecho, debajo de los muslos y en las piernas, como si fuesen medias. ¿Lo ves? Si presiono la piel con los dedos, no se vuelven blancas. El cadáver lleva mucho rato en esa posición.
—¿Y la causa de la muerte? No hubo violencia, pero ¿cómo murió?
—No sabría decírtelo. Me parece que se trata de un simple paro cardíaco. Ya te lo he dicho, son débiles, están desnutridos, un simple resfriado se convierte en pulmonía. No tienen acceso a los medicamentos, nadie cuida de ellos. Es el tercero este mes. A uno lo encontraron en la estación, tenía las costillas tan marcadas que podías estudiar su esqueleto sin necesidad de abrirlo. A otra, en Sant’Eframo, estaba tan hambrienta que se desplomó en la calle y un coche le pasó por encima, como si fuese un hatillo de trapos. Es una lástima, ya lo sé. Pero no es más que uno de los efectos de la pobreza de esta ciudad que espera el sol del porvenir.
Maione escuchaba negando con la cabeza.
—Qué quiere que le diga, doctor, estas criaturas me dan una pena infinita. Antes cada familia acogía a uno, los llamaban los hijos de la Virgen. Llegaban a tratarlos mejor que a sus otros hijos, los verdaderos, porque decían que traían suerte. Aunque ahora, con la pobreza que hay, ¿quién puede permitirse una boca más que alimentar en casa?
Modo no perdió la ocasión para tocar su tema preferido.
—Pero ¿no dicen todos que vivimos en un país perfecto? Lea los periódicos, sargento, y se enterará de las más variadas fiestas, recepciones, ceremonias de botadura de buques y paradas militares. Se enterará también de las visitas de príncipes y reyes extranjeros, de las muchedumbres que aplauden felices. Pero usted, nuestro amigo Ricciardi y yo sabemos bien que la realidad es muy distinta. Que se deja que los niños como este desconocido se mueran de hambre en una esquina cualquiera.
—Ten piedad, Bruno —suplicó Ricciardi levantando la mano—. Por favor, no me vengas con política, esta mañana, no, no lo soporto. Me he pasado gran parte del turno de noche rellenando papeles y estoy más hasta el gorro que tú del aparato y la burocracia. Pero creo que, tarde o temprano, con esa obsesión que tienes con Mussolini y los fascistas acabarás metido en líos, y muy serios.
Modo se pasó la mano por el tupido cabello blanco y se puso el sombrero.
—¿Entonces? ¿Crees que a mi edad puedo tener miedo de expresar lo que pienso? ¿Con lo que yo he hecho en la guerra por mi país? Te contesto como contestan ellos: ¡me importa un bledo!
—No te das por enterado —dijo Ricciardi—. O mejor dicho, finges no darte por enterado. Los que son como tú hacen mucho por su gente. Eres el mejor médico que conozco, y no solo porque sabes desempeñar tu trabajo y eres bueno, sino sobre todo porque tienes piedad. Te observaba antes, cuando examinabas a este pobre cadáver. Lo hacías con respeto, como si siguiera vivo. ¿Crees que sería mejor para ellos, para nosotros, si a la gente como tú, que es muy poca, la retiraran de la circulación por una frase o incluso una sola palabra pronunciada en el lugar equivocado en el momento equivocado? ¿No es mejor tratar de cambiar las cosas día a día?
—Tiene razón el comisario, doctor —añadió Maione, debajo del paraguas—. De todas maneras, yo debo cumplir con mi deber de espía, y dentro de cinco minutos voy y lo denuncio, así lo mandan al exilio, a un lugar cálido y seco y, de paso, le hago un favor.
Modo estalló en carcajadas, y les hizo una seña a los dos ordenanzas del depósito de cadáveres que lo habían acompañado.
—No hay nada que hacer, y soy un tonto por insistir en mantener una discusión seria con la policía. Es como hablar con una yunta de bueyes, con la diferencia de que los bueyes por lo menos fingirían prestarme atención, sin soltarme comentarios idiotas. En fin, que me voy para el hospital, por lo menos los muertos no se hacen los graciosos. Y mando a este pobre infeliz al cementerio, donde al menos él descansará en paz.
La lluvia caía tan fina que parecía niebla. Los dos ordenanzas levantaron el cadáver, y con cierta dificultad le estiraron las articulaciones rígidas. Ricciardi los vio dirigirse hacia el carro, tirado por un viejo caballo negro, reluciente de agua. La cabeza del niño quedó colgando y un hilillo le bajó por el cuello. Un mecanismo involuntario de la memoria hizo que Ricciardi recordara la imagen de un corderito con el que jugaba cuando era pequeño, sacrificado por el granjero para celebrar la Pascua: la misma cabeza colgante, la misma nuca tierna. Dos animalillos indefensos. Dos víctimas.
En el ambiente espectral de muerte y niebla, el perro lanzó un único y breve aullido. Ricciardi sintió un escalofrío en la espalda.
Llevado de un impulso llamó a Modo, que se alejaba con los sepultureros.
—Bruno, escúchame, tienes que hacerme un favor. No lo mandes al cementerio. Diles que lo lleven al hospital, hazle la autopsia. Quiero saber con exactitud de qué murió.
—¿Cómo que de qué murió? —preguntó Modo mirándolo sorprendido—. Te lo acabo de decir, de un paro cardíaco. Estos niños carecen prácticamente de sistema inmunitario, puede haber muerto de cualquier cosa. ¿Para qué quieres seguir martirizándolo? Además, no tienes idea del trabajo que tengo en el hospital. Con el tiempo que hace, dos de cada cinco colegas están enfermos, y la gente no para de llegar con bronquitis, pulmonías y contusiones por caídas y accidentes.
Ricciardi le puso la mano en el brazo.
—Por favor, Bruno. Nunca te pido nada. Hazlo por mí, como un favor personal.
—No es cierto que nunca me pidas nada —rezongó Modo—. Para ser exactos, eres un plasta imposible. De acuerdo, te voy a hacer este favor. Pero no olvides que me lo debes.
—Muy bien, te debo un favor. Cuando llegue a mi mesa la orden de detención con tu nombre, iré a buscarte por el camino más largo, así te dará tiempo a hacer una última visita al burdel donde sueles ir a divertirte.
El médico se echó a reír.
—O sea que ya sabes que las putas de esta ciudad no pueden vivir sin mí. Eh, vosotros, alto ahí, cambio de rumbo. Al niño me lo lleváis al hospital. Es cliente mío.
Cuando el carro hubo partido, Maione se acercó a Ricciardi.
—Comisario, esta vez no lo entiendo. ¿No era que el pequeño ya había sufrido bastante? ¿Era necesario torturar al pobrecillo incluso después de muerto cuando no presentaba ninguna marca en el cuerpo?
Ricciardi se quedó en silencio; observaba al perro, que no había apartado los ojos del grupo que seguía allí reunido, incluso cuando el carro con el cadáver se había alejado. Se encogió de hombros.
—Qué quieres que te diga, Maione. No me parecía bien mandar que lo enterraran sin saber cómo murió. Ven, volvamos a la jefatura y a ver si terminamos de una vez este turno de noche.