2

Lunes, 26 de octubre de 1931 – IX

La llamada llegó a las seis y media, una hora antes de que terminara el turno de noche.

A Ricciardi no le disgustaba quedarse en la jefatura cuando le tocaba; casi siempre eran horas tranquilas en las que podía entregarse a la lectura o a un agradable duermevela en el sofá del cuarto contiguo a su despacho. Era bastante raro que el reposo o las reflexiones se viesen interrumpidas por un agente que llamara a la puerta, pidiendo su intervención.

Los delitos ocurren de noche, pero se descubren a lo largo de la mañana; la hora peligrosa era precisamente esa, cuando la luz del día levantaba el velo de las infamias que la oscuridad había ocultado la noche anterior.

Ricciardi acababa de lavarse en la pila del final del pasillo cuando vio al sargento Maione subir con fatiga el último tramo de escaleras.

—Comisario, no podían esperar a que terminara nuestro turno, claro que no. Hemos recibido una llamada telefónica, un señor del Tondo di Capodimonte. Dice que se ha encontrado allí a una lechera con una cabra llorando.

Ricciardi consideró la cuestión mientras se secaba las manos.

—¿Y ahora también nos llaman cuando las lecheras lloran? Por cierto, ¿quién llora, ella o la cabra?

Maione tendió los brazos, jadeando todavía tras haber subido las escaleras corriendo.

—Comisario, tiene ganas de broma, mire que caen chuzos de punta y como nos queda una hora de servicio, nos tocará ir a Capodimonte bajo la lluvia. Se trata de algo serio, parece que hay un niño muerto en la escalinata monumental. Lo ha encontrado precisamente la mujer, que bajaba de una granja con su cabra para vender la leche; dice que es su zona, que lo vio quieto, lo sacudió, pero no se movía. Entonces pidió ayuda en el edificio más cercano, y ese señor que nos ha llamado era el único que tenía teléfono. Y yo me pregunto, ¿no podía haber ocurrido dentro de un par de horas, y así la caminata bajo la lluvia le tocaría a Cozzolino, que es joven y diligente?; porque a mí, en cuanto me mojo un poco, me entra un dolor de espalda que me quedo tieso.

Ricciardi ya se había puesto el impermeable.

—Te estás haciendo viejo de veras. Anda, vamos a ver de qué se trata. Con suerte es una broma, ya sabes que a la gente le encanta ver a los policías correr de aquí para allá bajo la lluvia. Después te vas para tu casa y te secas.

El trayecto desde la jefatura hasta Capodimonte coincidía con el que Ricciardi hacía para regresar a su casa. Era un camino largo, que en un momento dado empezaba a ascender cortando la respiración. Había que recorrer la via Toledo, con sus imponentes edificios nobles, cruzar el largo della Carità y Spirito Santo, bordear el Museo Nacional, una línea fronteriza a ambos lados de la cual se extendían los callejones impenetrables de los Quartieri Spagnoli, el puerto y la Sanità, un hervidero de vida y dolor, alegría y pobreza.

Ricciardi lo pensaba siempre, todas las mañanas y todas las tardes, cuando notaba sobre su pellejo los ojos recelosos de quienes ocultaban su forma de ganarse la vida; aquel trayecto decía mucho de la ciudad. Lo decía todo.

Y cambiaba siempre, de estación en estación, ofreciendo una tórrida imagen estival en la que la cochambre se maceraba bajo el sol, o un perfumado cuadro primaveral, con los vendedores de fruta y flores que exponían su mercancía al paso de los ricos, o un falso desierto invernal, con sus turbios trapicheos en los bajos adyacentes a la calle, al abrigo del gélido e incesante ulular del viento.

Ahora, en ese otoño húmedo, la larga calle era recorrida por muchos regatos, tantos como callejones la cruzaban, llevando hacia un mar inalcanzable los desechos y la suciedad de la colina lejana.

Maione daba saltitos para esquivar los charcos más profundos, en un vano intento por protegerse las botas.

—Me mata. Seguro. Mi mujer me mata. Usted no tiene idea, comisario, de cómo se pone cuando me tiene que limpiar las botas embarradas, como una fiera. Y yo le digo, no te molestes, que me las limpio yo, y ella me dice, déjate de tonterías, soy la mujer de un sargento y las botas te las limpio yo. Entonces yo le digo, ¿a qué viene tanto cuento? Y ella me dice, yo te las limpio, pero tú podrías tener un poco más de cuidado, ¿no?

Mientras caminaba intentaba protegerse a sí mismo y a Ricciardi de la lluvia, sosteniendo un enorme paraguas negro. Como de costumbre, el comisario no llevaba sombrero ni parecía importarle el tiempo. Maione cambió fácilmente de tema:

—Yo a usted no lo entiendo, comisario. Del paraguas no le digo nada puesto que, aunque convendría que lo llevara porque llueve sin parar desde hace tres días, puede que se harte de cargar con él y, en fin, tiene un pase, pero lo del sombrero… ¿Por qué no se pone sombrero? Usted es joven, pero siga mi consejo, que cuando tenga mi edad, cada gota de lluvia se convertirá en una punzada de dolor en la cabeza.

Ricciardi caminaba a paso ligero, las manos hundidas en los bolsillos del impermeable, la mirada clavada al frente.

—Sabes que no soporto el sombrero, me da migraña. Además, soy de montaña, y el frío y la humedad no me molestan. No te preocupes; piensa en tus dolores y en no embarrarte las botas.

Habían llegado a la parte del recorrido que más pesaba a Ricciardi. Se trataba del puente construido por los Borbones para llegar al Palacio Real sin tener que cruzar por la Sanità, desde siempre uno de los barrios más peligrosos. Por algún motivo extraño e inexplicable, desde entonces aquel alto viaducto, aquel puente sin río que hundía sus pilares en las callejuelas de abajo, era el lugar de los suicidios.

Eso que para sus adentros Ricciardi llamaba «el Asunto», la dolorosa condena por la que percibía el último pensamiento de los que sufrían una muerte violenta, se convertía en un peso insoportable en las inmediaciones del puente. Siempre había por lo menos una imagen suspendida, dispuesta a levantar la mirada a su paso para comunicarle las palabras con las que se había visto obligada a abandonar la existencia de carne, hueso y sangre. Una nota de despedida con un único destinatario: él.

Aquella mañana lluviosa, bien visibles a los ojos de su alma, en vilo sobre el parapeto veía a dos adolescentes asidos de la mano. El muchacho tenía el cuello partido, y volvía la cara hacia atrás, como si le hubiesen colocado la cabeza del revés; murmuraba: «Sin ti no, sin ti jamás».

La chica tenía el tórax aplastado y las facciones casi borradas por el impacto. Del amasijo ensangrentado en que se había convertido su rostro provenía un pensamiento: «No quiero morir, soy joven, no quiero».

Ricciardi pensó que quizá el amor había causado más víctimas que la guerra. Mejor dicho, sobraba el «quizá».

Más allá, en el mismo parapeto, un viejo gordo, con el cráneo hundido decía: «No puedo devolvérselo, no puedo». Deudas, reflexionó el comisario apurando el paso y dejando atrás al acezante Maione. Otra enfermedad incurable. Dios, qué cansado estaba. Siempre igual, siempre las mismas cosas.

Llegaron por fin al Tondo di Capodimonte, desde donde arrancaba la monumental escalinata. Lo hicieron con cierta dificultad, porque el último trecho del trayecto era un río impetuoso de ramas y hojas que recorrieron a contracorriente. Maione renunció a salvaguardar sus botas y asumió una expresión sombría y silenciosa. Ricciardi llevaba encima la imagen de los suicidios y lo embargaba una gran tristeza.

Al pie de la escalinata después del primer tramo de peldaños, se había reunido un pequeño grupo. La multitud de paraguas impedía ver lo que se ofrecía a la vista. La llegada de Maione y Ricciardi, acompañados de dos agentes, dispersó al instante la aglomeración. Maione rio, malicioso:

—Lo de siempre. En cuanto llega la policía, lo único más fuerte que la curiosidad es el miedo a verse metido en un lío.

Ricciardi vio enseguida al niño, sentado en un banco de piedra, debajo del contrafuerte de la izquierda. Era bajo, los pies no le llegaban al suelo, estaba calado hasta los huesos. El agua le bajaba por el pelo y le empapaba la ropa andrajosa, de granuja. Calzaba unos zuecos; las marcas de los sabañones eran perfectamente visibles. Los labios violáceos, los ojos entreabiertos al vacío.

Le impresionaron las manos, abandonadas sobre el regazo, como dos pajarillos muertos. Blancas, mucho más claras que la piel de las piernas, lívida por el frío, al comisario le parecieron un signo de rendición y desaliento. Miró instintivamente a su alrededor, no vio rastros de imágenes: el niño debía de haber muerto sin violencia, tal vez de frío, o de hambre, tal vez por una enfermedad. Abandonado, pensó, a sí mismo, a la intemperie, a la violencia, a la soledad. Sin elección posible.

Si había algo que odiaba era los niños muertos. La sensación de derroche, de renuncia, de ocasiones perdidas. Había leído que un pueblo, una civilización se caracteriza por el cuidado de sus niños. Esa ciudad no salía bien parada, la verdad.

Maione lo sacó de sus pensamientos.

—Antes de salir de la jefatura pedí que llamaran al hospital y mandaran al forense y el carro para levantar el cadáver, estarán a punto de llegar. Allá al fondo está la lechera, la que lleva la cabra de una correa, ¿quiere hablar con ella? A su lado está el dueño del teléfono, ese señor del paraguas. Le he dicho que no lo necesitamos, que puede irse, pero no se mueve. ¿Los hago venir?

La lechera tenía los ojos gachos, le temblaban los labios bajo el pañuelo ceñido a la cabeza. Era joven, poco más que una niña; con una mano sujetaba la cuerda atada al cogote de la cabra, con la otra, un recipiente metálico para la leche. Poquito a poco, tiritando de frío, miedo e incomodidad, contó que bajaba la escalinata y se disponía a cubrir su ruta de venta de leche, cuidando de no tropezar, cuando la cabra se desvió hacia un lado. Un perro tumbado de lado al comienzo del último tramo de escalones estaba gruñendo.

—Ahí lo tiene, ¿lo ve usted? Se apartó cuando volví de la casa de este señor que aquí ve, para llamarlos, y después ya no se movió más.

A unos veinte metros de distancia, Ricciardi vio un perro echado sobre las patas traseras, inmóvil como una estatua, los observaba con atención. Era un perro mestizo de los que se veían a decenas, con la pelambre blanca manchada de marrón, el morro aguzado y una oreja erguida.

La mujer siguió contando cómo, después de tratar de ver si el niño estaba dormido o enfermo, se fue corriendo al edificio más cercano donde había llamado al contable Caputo, su cliente. El hombre, un atildado señor de mediana edad, bajito y con gafas de montura dorada, dio un paso al frente y se quitó el sombrero.

—Comisario, si me permite, soy el contable Ferdinando Caputo, a sus órdenes. Esta muchacha, que se llama Caterina, pasa cada dos días. La única leche que me sienta bien es la de cabra, la de vaca no consigo digerirla, y cuando la tomo, me encuentro mal todo el día. En fin, que esta mañana la chica que aquí ve, Caterina, llega al patio del edificio y se pone a chillar, corran, corran, auxilio, hay un niño en la escalinata y no responde. Yo acababa de despertarme, todavía estaba en camisa de dormir, así que me tiré de la cama y fui a la ventana…

—De acuerdo, señor Caputo, si es tan amable, vaya usted al grano; con el debido respeto, no nos interesa qué se pone usted para dormir —bufó Maione, molesto—. ¿Qué ocurrió entonces, bajó usted?

—No, sargento, ¿cómo quiere que bajara con la camisa de dormir y la papalina en la cabeza? No, le dije a la chica que aquí ve y se llama…

—… Caterina, eso ya lo hemos oído y ya lo ha escrito en el atestado el agente que aquí ve y que se llama Antonelli…

El contable miró a Maione de reojo.

—¿Qué ocurre, sargento, me está tomando el pelo? Yo quería ser exacto, en interés de ustedes. En fin, que la chica subió y yo telefoneé a la jefatura. Es todo.

Ricciardi agitó la mano.

—De acuerdo, de acuerdo, gracias a los dos. El agente ha tomado nota de sus datos, si los necesitamos, los mandaremos llamar. Aunque no creo que haga falta. Pueden retirarse.

Cuando se quedaron solos, se acercaron al cadáver. Ricciardi se preguntó cómo era posible que ningún familiar o conocido hubiese ido en busca de un niño tan pequeño al ver que no había llegado a casa. Acuclillado, Maione observaba al muerto con interés.

—Comisario, habrá que averiguar si este niño tiene familia. La ropa parece sacada de la basura, fíjese, los pantalones son tan anchos que, para que no se le caigan, el cordel de la cintura le da dos vueltas. Y la camisa es de tela de arpillera. Fíjese qué zuecos, los pies al aire con este frío. Se trata de un granujilla, de esos sin casa, créame. Sin amigos y sin familia.

Ricciardi se volvió a mirar al perro, inmóvil a poca distancia, que no les quitaba la vista de encima a los dos.

—Puede que no tuviera familia. Pero al menos tenía un amigo; lástima que no nos pueda contar nada. Ah, aquí llegan los de la sanidad pública. A lo mejor ahora sabremos algo más sobre la muerte de nuestro pequeño solitario.