Cuando el amanecer rescató de la noche y la lluvia el perfil de las cosas, si alguien hubiese pasado, habría visto al perro y al niño al pie de la monumental escalinata que llevaba a Capodimonte. Aunque habría sido necesario prestar mucha atención: apenas se distinguían bajo la luz titubeante del alba.
Estaban allí, quietos, indiferentes a los goterones fríos que caían del cielo, sentados en el escalón de piedra, en el entrante ornamental, después de los primeros peldaños. Las escaleras eran un torrente de agua desbordada y hojas que bajaba del bosque del palacio.
Si alguien hubiera pasado y se hubiese detenido a mirar, tal vez se habría preguntado cómo era posible que el incesante flujo de agua y residuos diera la impresión de respetar al perro y al niño, pasando a su lado sin tocarlos, salvo alguna salpicadura ocasional. El entrante servía para cobijarse hasta de la lluvia: solo los pelos del lomo del perro se estremecían de vez en cuando, como agitados por el viento.
Quizá alguien se habría preguntado qué hacían allí el perro y el niño, quietos en el frío amanecer de un otoño lluvioso.
El niño era gris, las manos descansaban sobre el regazo, los pies suspendidos a unos centímetros del suelo, la cabeza ligeramente inclinada, los ojos perdidos como en pos de un sueño o un pensamiento. El perro parecía dormido, la cabeza apoyada en las patas, la pelambre con manchas marrones empapada, una oreja erguida, la cola inmóvil recogida al costado.
Alguien se habría preguntado a quién estaban esperando. O si estaban pensando en algo que había ocurrido, o que había dejado una huella en su memoria. O si estaban escuchando un ruido, una música leve.
La lluvia arrecia, clamoroso estrépito de rebelión al salir el sol; el perro y el niño no reaccionan, la furia del agua los deja indiferentes. De la nariz de uno y de la oreja erguida del otro caen fríos regueros.
El perro espera.
El niño se ha quedado sin sueños.