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La Nochebuena acaba llegando al fin; y después de tanta espera pilla a todos desprevenidos.

Las amas de casa encuentran que las mesas son inadecuadas, más pobres de como las habían imaginado durante los preparativos; los regalos son insuficientes, se nos ha olvidado el de uno de nuestros tíos, el de la esposa de un amigo, el de uno de nuestros sobrinitos; tememos que los dulces no alcancen, aunque con lo que cuestan imposible comprar más.

Desde la mañana se oyen los petardos, acompasados, como para marcar el tiempo de la espera que nos separa de la medianoche, cuando la ciudad estallará como un polvorín feliz inundándose de humo y luz; y los hospitales se verán invadidos por los heridos de esta guerra de la alegría, con dos dedos o un ojo de menos, lo justo para acordarse de la fiesta.

La Nochebuena acaba llegando al fin.

El subjefe de policía Angelo Garzo miraba a su alrededor solo en parte satisfecho.

Había deseado con todas sus fuerzas aquella cena de Nochebuena en su casa, había invitado a muchas personalidades, aunque muy pocas habían aceptado, pues prefirieron celebrarlo con sus familiares. No tenía importancia, porque algunas sí lo habían hecho y él se sentía gratificado.

Su esposa, con la ayuda de la criada, había preparado una mesa preciosa, con flores, velas, la cubertería de plata y la cristalería. El pesebre, pequeño pero antiguo, ocupaba el sitio de honor, debajo de la campana de vidrio.

Entre los invitados se encontraba nada menos que el duque Freda di Scanziano, cónsul de la segunda legión de la milicia portuaria. No podía declinar la invitación tras haber resuelto de forma brillante el homicidio de aquel centurión del que Garzo no recordaba el nombre. Solución que no había desvelado, tal como temían en Roma, la participación de otros milicianos.

El subjefe de policía había aprovechado, como era habitual en él, la llamada telefónica de agradecimiento para invitar esa noche al cónsul y a su esposa: un golpe de auténtica suerte.

Después de la Epifanía, Garzo esperaba la llamada telefónica del obispo para quejarse por la irrupción en el convento, pese a que luego la monja había confesado. ¿Y qué podía hacer él?

Aunque, hay que ver, una monja. Maldito Ricciardi, nunca le daba por detener a un delincuente con pinta de delincuente. De eso se ocuparía pasadas las fiestas, ahora debía atender al invitado importante. Tarde o temprano le resultaría útil en su carrera.

Se acercó, y con la espléndida sonrisa ensayada mil veces con el nuevo bigote, le preguntó:

—Señor cónsul, ¿gusta otro roccocò?

La Nochebuena acaba llegando al fin. Y entre tanto desorden hay algo que logra incluso apañarla.

Lomunno miró a su alrededor y, por primera vez, el ambiente de la choza le pareció menos miserable.

Había conseguido hacerse con un par de velas y un mantel, y el dinero ganado en el mercado le había servido para comprar un poco de comida más variada. Para premiarlo por su duro trabajo, su jefe le había regalado pescado fresco.

Los niños comían a gusto; de vez en cuando, por algún motivo que solo ellos conocían, reían por lo bajo. Lo hacían también en la otra vida, hacía mil años, cuando la Navidad era la fiesta de otra familia ahora desaparecida.

Lomunno pensaba que la mente es algo raro. Jamás habría tenido fuerza para vengarse de Garofalo, el miedo a lo que podía pasarle a sus hijos cuando se quedaran solos se lo impedía. Saber que seguía vivo, que gozaba del bienestar que le había robado, que reía y engordaba sin que la conciencia lo aplastara, le quitaba el sueño.

Ahora que el responsable de su ruina estaba muerto, tal vez había llegado el momento de pensar en otra cosa; por ejemplo, en cómo seguir adelante y construir una vida decente para sus niños.

Lomunno alargó la mano y acarició a su hija que se levantó con cara seria y le dio un beso en la mejilla.

A veces, pensó Lomunno, del mal puede salir algo bueno. Y en el fondo hoy es Nochebuena.

La Nochebuena llega y se entretiene reuniendo cosas dispares.

El doctor Modo se secó las manos y se volvió hacia los padres de Vincenzino.

—Ya no tiene fiebre. El niño sigue débil, pero a medida que le vaya bajando la inflamación, se irá animando y recuperará el apetito. Boccia, me parece que de ahora en adelante tendrá que pescar bastante más. Prepárese, porque este lobo devorará cuanto le ponga en el plato para recuperar fuerzas.

—Doctor, le juro que por mi Vincenzino vacío el mar —respondió Aristide, emocionado—. Creí que lo iba a perder, no sabe cuántos de nuestros niños se nos van por enfermedades así.

—Ya lo sé, con esta humedad y estas carencias alimentarias, solo sobreviven los más fuertes. Y nuestro Vincenzino es un roble.

Angelina se volvió, dejando de revolver un momento la olla que tenía en el fuego.

—Doctor, discúlpeme la pregunta. ¿Dónde comerá esta Nochebuena? ¿Lo esperan en su casa?

—No, no, señora —respondió Modo con un suspiro, mientras se ponía la chaqueta—, a mí y a mi perro no nos espera nadie. Daremos un paseo y buscaremos un bonito mesón donde tomaremos un poco de vino, me refiero a mí, no al perro, y después nos iremos a dormir. Siempre y cuando no nos tengan despiertos con esa estúpida costumbre de lanzar petardos por Navidad, que para lo único que sirven es para llenar los hospitales de mutilados.

La mujer miró de reojo a su marido y le hizo una imperiosa petición con la mirada. Entonces el hombre dijo:

—Doctor, si no se ofende, ¿por qué no cena con nosotros? Aquí acostumbramos a cocinar todo lo que no vendemos en el mercado; por suerte, este año no es mucho, y nos lo comemos todos juntos con las familias de los compañeros de la barca. Después tocamos un poco de música, bailamos, reímos. Pobres, pero alegres. ¿Qué me dice, nos hará este honor?

Modo se apartó el sombrero y se rascó la cabeza. Miró al perro echado en el umbral con una oreja levantada.

—¿Qué me dices, perro? ¿Pasamos la Nochebuena con nuestros nuevos amigos?

El perro ladró una sola vez y agitó la cola.

—Él manda. De acuerdo, gracias. ¿Qué ha preparado de bueno?

La Nochebuena llega y ocupa todos los rincones.

Maione casi no había hablado en toda la mañana, y Lucia volvía a estar preocupada. Esperaba de todo corazón que su marido hubiese abandonado el terrible proyecto de venganza que, estaba segura, habría destrozado su vida para siempre. Había perdido demasiado, en términos de felicidad, esperanza, futuro. No aceptaría volver a sumirse en una pesadilla. Conocía a Raffaele, sabía que si seguía un código distinto del suyo propio, en el mejor de los casos, sería víctima de su conciencia el resto de su vida.

En un momento dado, como si hubiese tomado una decisión definitiva, había salido de casa con el pretexto de comprar algo que se le había olvidado. Ella trató de retenerlo, aduciendo que faltaban pocas horas para la cena preparada con tanto esmero, que cómo iba a dejar solos a los hijos; él le sonrió para tranquilizarla y se marchó.

Lucia se había aferrado a aquella sonrisa durante las dos horas que esperó su regreso, dos horas que fueron como dos años. Después oyó las llaves en la cerradura, y se preparó para todo, pero no para aquello con lo que se encontró.

De pie, en el umbral de la puerta, apareció Raffaele. No venía solo. Lo acompañaba una niña con cara de asombro, la manita aferrada a la de él, la cara enrojecida por el frío y dos trenzas que asomaban del sombrerito de lana.

Su marido le pidió con la mirada que no le hiciera preguntas; llamó a su hija menor, que apenas tenía un año menos que la pequeña invitada, se la confió para que la llevara a su habitación y le enseñara sus muñecas. Cuando se aseguró de que no iba a oírlo, le habló.

—Luci’, no podía celebrar la Navidad con este peso encima. La niña perdió en pocos días a sus padres, y después a la tía. No tiene a nadie. Por ahora deberá quedarse en el convento, después se verá. Pero saber que iba a pasar sola la Nochebuena, entre esas monjas, me ponía enfermo. He hablado con la superiora, que me ha permitido tenerla con nosotros hasta pasadas las fiestas. Perdóname si no te lo he dicho antes.

Ese era Raffaele Maione, el hombre que había amado, el hombre con el que se había casado, el hombre que amaba. El padre de sus hijos. Tan buen padre que era capaz de sentirse padre incluso de los hijos ajenos.

Le acarició la cara en la que se reflejaba la preocupación.

—Has hecho bien. Muy bien. Y te digo lo que vamos a hacer de ahora en adelante. Ese lugar vacío en la mesa lo ocuparemos siempre en todas las fiestas, Navidad, Pascua, siempre. Somos muy afortunados de tener esta familia, y no es justo que nos la quedemos solo para nosotros. Ya verás lo contento que se pondrá el dueño de ese sitio.

La Nochebuena llega y lo desbarata todo.

Cuando se dio cuenta de que estaba solo en la oficina, Ricciardi decidió irse a casa.

Echó un vistazo por la ventana: casi no quedaba nadie en la plaza. De vez en cuando se oía algún estruendo lejano, los primeros estallidos de los fuegos artificiales que inundarían el aire a medianoche para celebrar el nacimiento de un Niño al que se pedían paz, salud y riqueza. Una exageración, pensó el comisario, tratándose de alguien tan joven.

Avanzó rápido por la acera al fin libre de tenderetes y mendigos; todos habían encontrado un sitio donde pasar esas horas, puede que incluso a alguien a quien abrazar.

Pensó en su tata, en su mano temblorosa; por primera vez notó una punzada de angustia al imaginar el fantasma de una futura soledad más profunda y oscura que la actual. Tendría que obligarla a cuidarse, era su obligación protegerla, como ella hizo con él desde que había venido al mundo.

En el trayecto solo se cruzó con los muertos, con sus últimos pensamientos, dolorosos e irreflexivos; y con algún tardón que corría a toda prisa.

En la esquina del museo arqueológico, cuando la calle empezaba a subir hacia Capodimonte, Ricciardi oyó que lo llamaban desde un automóvil.

—Buenas noches, agente. ¿Puedo llevarte a casa?

El interior del vehículo era agradable y cálido; el perfume de Livia lo envolvió.

—Pasaba justo por la jefatura y el guardia de la puerta me dijo que acababas de salir. Conozco el camino que haces para regresar a tu casa, y aquí me tienes. No te hagas ilusiones, ¿eh? Yo voy a lo mío, me han invitado unos amigos, visto que tú ni te acuerdas de que estoy sola en Navidad.

Ricciardi se excusó de un modo confuso.

—Pensé que te ibas a Roma, o a ver a tu familia. No sabía que estabas aquí.

Livia se echó a reír.

—¿Qué habrías hecho si no, me hubieras invitado a tu casa? Vamos, Ricciardi, no me tomes el pelo.

—Livia, conoces mi situación. Estoy con mi tata, que es mayor, y, además, no se encuentra bien de salud. De todos modos ya te he dicho que de mí no debes esperar el mismo comportamiento que… que tienen los demás. Siempre me alegra verte, pero tengo mi vida y mis cosas, y no son fáciles de compartir.

—Ya sé que crees eso —dijo la mujer adoptando un tono dulce—. Y en el fondo de mi corazón sé también que te equivocas, que bastaría con que entreabrieras un poco la puerta para dejarme entrar, para ser feliz tú y hacerme feliz a mí. Esta noche he querido verte por dos motivos.

El breve trayecto hasta la casa de Ricciardi ya había terminado; el chófer estacionó cerca del portón.

—¿Y qué motivos serían esos?

Por las rendijas de los postigos de cierta ventana, un par de ojos que esperaban vieron lo que querían ver.

—En primer lugar —contestó Livia—, quiero decirte que por primera vez en mi vida he perdido la seguridad. Desde jovencita siempre creí que podía obtener de los hombres lo que deseaba. Después te conocí a ti, y tengo la impresión de estar dándome cabezazos contra una pared.

A Ricciardi le pareció otra mujer, le temblaba el labio inferior, y se notaba que hacía esfuerzos tremendos para contener el llanto. Cerró en un puño las manos enfundadas en los guantes de terciopelo negro y recuperó el tono normal de voz.

—En segundo lugar, quería decirte que podía irme, sí. Pero me conformo con estar en tu misma ciudad. Me basta. Por ahora, me basta.

En la oscuridad, los ojos negros relucían con el brillo de las lágrimas.

—Feliz Navidad, Ricciardi.

Se inclinó hacia adelante y lo besó.

Los ojos que observaban se desplazaron de los postigos al portón. Las nubes negras, que durante todo el día habían ido acumulándose en el cielo, soltaron un copo de nieve que giró lento. Luego otro, y otro más.

Se abrió la portezuela del automóvil, un hombre se apeó y fue hacia el edificio de enfrente. El vehículo se alejó.

Mientras trajinaba con las llaves, Ricciardi notó un movimiento a sus espaldas.

Se dio media vuelta y, sorprendido y como paralizado, vio que Enrica iba hacia él.

Por su forma de andar se notaba que había perdido la inseguridad; no llevaba abrigo ni sombrero; sobre el pelo descubierto caían los copos de una nieve cada vez más intensa. Los ojos tras las gafas algo empañadas por el frío brillaban como estrellas negras.

Ricciardi comprendió en un instante que era imposible que no hubiese visto a Livia despedirse de él con un beso. Deseó que la tierra se lo tragara. Cerró la boca con un chasquido perceptible y buscó con desesperación la forma de no perderla otra vez.

—Señorita, yo… yo no sé qué pensará, pero debe creerme. Ese automóvil no…

Enrica se aproximó hasta donde él estaba y se detuvo a pocos centímetros. Le aferró la cara con las manos y le dio un largo beso apasionado.

Luego dio media vuelta y se fue para su casa.

Ricciardi se quedó bajo la nieve, con las llaves en la mano y un terremoto en el alma.

A su alrededor, la ciudad era un inmenso pesebre.