Ahora está tranquila. Habla, y la voz y los conceptos rechinan y resuenan en la mente y el corazón de Maione y Ricciardi.
¡No la rompí! No la tiré al suelo, ¿lo entienden? Jamás lo habría hecho, desde entonces no dejo de rezar día y noche para que en el Paraíso nadie crea que lo he hecho a propósito.
Yo, precisamente, jamás rompería una imagen sagrada. Se me cayó, por culpa de estas malditas manos. Se me resbaló de entre los dedos, cayó al suelo y se hizo añicos, que Dios me perdone.
Solo eso debe perdonarme el Señor. Lo demás, no. Lo demás es justo. Lo demás bien hecho está. La Virgen en persona me lo dijo; con todo el dolor que siente por las espadas clavadas en el corazón, ella me dijo que había llegado el momento de hacerlo.
Deben escucharme. Tengo que contárselo, con todo detalle. No quiero su perdón, que conste. Tampoco su comprensión. Quiero contárselo para que entiendan lo que pasó, para que sepan cómo debe comportarse una persona respetable.
Porque yo soy monja, ¿saben? Yo soy sor Veronica. Soy la monja que construye el pesebre, la monja pequeñita, la de la voz estridente como una trompeta. Soy como un hada, los niños me adoran. Y yo adoro a los niños, son mi misión, la Virgen me ha llamado para eso.
De improviso, la cara se transfigura, se vuelve dulce y devota, como las de las estampas que las mujeres besan y los hombres llevan en la billetera.
Desde jovencita quise a los niños. Quería tener los míos propios, muchos hijos nacidos de una familia, hijos del amor. Esperaba encontrar al hombre adecuado, y pensaba tanto en él, a todas horas, que le escribía poemas en mi diario e incluso lo dibujaba, tal como lo imaginaba.
Mi madre me decía: espera que ya aparecerá el padre de tus hijos. Yo le preguntaba: madre, dígame, ¿cómo voy a reconocerlo cuando aparezca? Y ella me respondía: quédate tranquila, oirás dentro de ti una vocecita que te dirá: es él, el que esperabas.
Yo esperé. Me preparaba a diario para ser una buena esposa, aprendí a coser, a lavar, a planchar, a cocinar. De lo contrario, no me habría conformado con otro. Más bien habría renunciado.
Mi hermana, en cambio, solo pensaba en sí misma, se peinaba, se pavoneaba frente al espejo. Ella era así.
Y un buen día lo encontré. Mi padre trabajaba en el puerto, tenía una pequeña empresa, yo le llevaba la comida cuando no podía salir y venir a casa; ese día lo vi hablando con mi padre. Era él. Emanuele.
Ricciardi ve la pena, la melancolía. Y ve el amor, ese viejo enemigo.
Era funcionario de la autoridad portuaria, todavía no habían inventado la milicia. Era muy apuesto, ¿sabe usted? Guapísimo. Me miró, lo miré y oí aquella voz dentro de mí, la vocecita de la que me había hablado mi madre: es él, me dijo. Es él, me dije.
A mi padre no le gustaba, según él era un arribista. Que manejaba el dinero con excesiva desenvoltura. Dentro de mí yo había oído la voz, y a partir de aquel día no pensé en otra cosa.
Nos veíamos a escondidas. Él me decía que parecía una niña y sonreía. Yo era feliz, como nunca antes, como nunca después.
Un día tuve fiebre y mi hermana fue a llevarle la comida a mi padre.
Una nube cruzó su cara. No era remordimiento, no era disgusto. Más bien fastidio. Un tropiezo, un infeliz contratiempo. La hermana vanidosa, la hermana estúpida. La hermana que ganó la partida.
No sé qué pasó. Yo no le había hablado de él a nadie, porque mi padre no quería. Nada sabía mi madre, nada sabía mi hermana. Pero él sí, vaya si sabía. Y fingió no saber. No se dejó ver más durante un par de meses, y una noche, a la hora de la cena, me lo encontré sentado a la mesa: el novio de mi hermana.
Yo lo había dicho siempre: o era el hombre que el destino me tenía reservado o no sería ningún otro. A la noche siguiente, llorando en mi lecho, oí la voz dentro de mí que me decía: entonces vente conmigo.
Era la Virgen. Era su voz: ahora lo sabía. Me quería, ella sí que me quería. A la semana siguiente comencé el noviciado. Mis padres no opusieron mucha resistencia; en cambio mi hermana, sí. ¿No querías tener muchos hijos?, me preguntó. Y yo le respondí: y voy a tener muchos. Muchísimos.
Ahora daba miedo aquella voz estridente de niña con expresión sombría, de vieja de cien años. De pie a sus espaldas, preparado para inmovilizarla, Maione sintió escalofríos.
Pasaron unos años, por lo menos cinco. Fui a su boda, pero nunca a visitarlos. Verlos felices era algo que nadie podía pedirme, solo la Virgen, y no me lo pidió. Mi padre falleció; mi madre enfermó, aunque nosotras, las monjas decimos que nuestra familia es el convento.
Me enteré de que mi hermana esperaba un hijo. Fui a verla. Estaba molesta, enfadada, preocupada. Me dijo que iba a ponerse como una vaca, que su marido se iría con otras, era toda su preocupación.
Le dije que si hablaba así, con toda seguridad, iría al infierno. Que un hijo es la mayor bendición, que era una sacrílega si se quejaba. Y ella: si tanto te gusta, críala tú. Yo le contesté: claro que la criaré. Porque será una niña, y así fue.
La sonrisa, una sonrisa fría, infunde miedo. O quizá sean las luces del pesebre que parece una ciudad lejana, y el frío que aumenta de minuto en minuto.
Fue una niña, y desde el principio estuvo más conmigo que con la madre. Verá usted, mi hermana no había nacido para ser madre. Ella sonreía, era amable, se miraba al espejo y no servía para nada más.
Ya la ha visto usted a Benedetta. Es como yo. Seria, aplicada, inteligente. Prefiere estar aquí, a estar en su casa, siempre me lo dice.
E iba bien, todo bien, yo a él me lo cruzaba muy rara vez, fingía no verme, me saludaba solo para que mi hermana no sospechara. Ella me lo comentó en un par de ocasiones, mi marido no quiere que la niña pase tanto tiempo en el convento; pero él estaba todo el día en el trabajo y a ella le iba bien poder recibir a la peluquera o irse por ahí a ver escaparates.
¿Conoce esa canción que habla de perfumes y juguetes? ¿Esa que hace llorar a cuantos la escuchan? Mi hermana era como la madre de esa canción.
En la canción la niña está sola y enferma, pero Benedetta me tiene a mí. Y todo iba bien.
Hasta que a mediados de diciembre a ese demonio se le ocurre hacer el pesebre.
Mira a Ricciardi, como si con eso lo explicara todo. Como si bastara para explicar toda la sangre, todo el dolor. Como si bastara.
El pesebre, ¿se da usted cuenta? El pesebre en aquella casa. La representación de la familia en su forma más sagrada, la fe, el amor, nada menos que en aquella casa. Yo dije: ¿el pesebre? ¿Por qué el pesebre?
Mi hermana se echó a reír en mi propia cara. Me dijo: ¿tú me lo preguntas, que en todo el año no piensas en nada más, y vas por ahí mendigando donaciones, tú que lo construyes pieza por pieza? Para que lo sepas tú tienes la culpa, la niña está tan enamorada de vuestro pesebre del convento que Emanuele ha decidido construir uno también aquí. Es más, le ha dicho a Benedetta que el que compre será aún más hermoso.
Empieza a llorar, un espectáculo tremendo. Las lágrimas bajan por esa cara de niña vieja, enrojecida, rabiosa. La voz, uña arañando pizarra.
Yo esperé, le recé a la Virgen para que perdonara esa blasfemia. ¿Cómo iba a representar a la Sagrada Familia alguien como él, que me había desechado, que había tenido una hija a la que no quería, que fingía no acordarse de lo que había habido entre nosotros? ¿Cómo podía? Recé para que lo perdonara, para que los perdonara. Créame, yo quería salvarlos. Pero una noche la Virgen me dijo que no, que el pecado era demasiado grave. Que no se podía ensuciar el mundo de esa manera, que había que limpiarlo.
Ya estamos, piensa Ricciardi. Ya estamos. El amor, el viejo enemigo degenera y se convierte en locura.
Esperé al sábado, cuando él sale más tarde; conozco sus costumbres. Fui por la mañana a recoger a Benedetta; confiaba en que el borrachín del portero estuviera en la taberna, como de costumbre, sin embargo, lo encontré medio dormido en su garita del zaguán.
Mi hermana se preparaba para salir, él seguía en la cama. Dije que tenía prisa, recogí a la niña y nos fuimos. Al llegar al final de la escalera, fingí darme cuenta de que soplaba un viento gélido y que se me habían olvidado el sombrero y los guantes de la niña.
La dejé en el zaguán y subí otra vez.
Ricciardi nota la punzada de rabia por no haberlo comprendido enseguida. Ferro había recordado la belleza de las trenzas de la niña, aquella mañana, porque la había visto sin sombrero; la imagen de la mujer muerta que dice: «¿Sombrero y guantes?». No los pide, sino que los entrega, son de la niña; y mira hacia abajo, por la estatura de su hermana o porque busca a su hija. Seré imbécil, un reverendo imbécil.
La Virgen me había pedido que lo hiciera y yo no sabía cómo. Después se me ocurrió llevar el cuchillo para cortar corcho, que es afilado como una navaja. En cuanto ella me abrió la puerta, tendiéndome el sombrero y los guantes de la niña, los agarré y lo hice. Un golpe, uno solo. Fue suficiente. Solo tenía que hacer que se callara.
Un golpe, un solo golpe. De derecha a izquierda, como había dicho el médico, con fuerza y decisión. Se lo había pedido la Virgen.
Después entré y fui a la alcoba. Con el cuchillo en la mano. Debía darme prisa, porque la niña podía enfriarse sin su sombrero y sus guantes. Es delicada, ¿sabe usted? Sufre de la garganta. Todos los inviernos le da fiebre, por lo menos una vez.
Él dormía tranquilamente. Le puse el cuchillo en el corazón y esperé. En un momento dado abrió los ojos. No dijo nada, tal vez pensó que soñaba, tal vez soñaba conmigo, como yo soñaba con él, incluso después de tantos años.
Debes quitar el pesebre, le dije. Debes quitarlo.
Puso mala cara y dijo…
Yo no debo nada, nada de nada, dijo. Y yo, piensa Ricciardi, pensé que hablaba de dinero.
… que no debía hacer nada. Entonces hundí el cuchillo en aquel corazón negro de pecados. Y le asesté una cuchillada tras otra, una tras otra: san Sebastián era su protector, quizá él quería morir así. La mano, las manos… siempre me sudan. Cuando estoy nerviosa mucho más. Cambié de mano y seguí golpeándolo. Debía ser castigado, debía ir al infierno. Y debía mandarlo yo, con mis propias manos.
Las manos eran dos, tenía razón el doctor Modo, piensa Ricciardi; con distinta fuerza a causa del sudor y con un ángulo diferente. Las manos asesinas. Y la sangre que lo salpicó todo no se notaba, porque el hábito de la monja es negro. La única manera de marcharse tranquila, empapada en sangre. Y las manos asesinas.
Después limpié el cuchillo con la sábana, es que me seguía haciendo falta, ¿sabe usted? Me quedaba por agregar una colina, esa de ahí, ¿la ve? Todavía tengo que ponerle un poco de musgo. El cuchillo me hacía falta.
Antes de marcharme debía hacer una cosa más, y fui a la otra habitación. Quería llevarme a san José, porque una figura así no podía quedarse en una casa como aquella. Un padre, que vive para su hijo, todo lo contrario a él. Lo agarré pero se me resbaló; ¿le he dicho que a veces me sudan las manos?
Por eso me di cuenta. Me lo dijo Rosa, cuando se le cayó el Niño; y la anguila, cuando se escurría de todas las manos que intentaban prenderla. El Niño se cayó, no lo tiraron al suelo, no lo rompieron voluntariamente; resbaladiza y húmeda la anguila, como el cuchillo en la mano asesina. Debía morir, había dicho. Lo mataré. Con mis propias manos.
Debe creerme, jamás habría roto a propósito una imagen sagrada. No debe pensarlo siquiera, se lo ruego. Dígame que no lo piensa. Yo jamás rompería una imagen sagrada, jamás. La Virgen dejó de hablarme durante dos días, y eso que sabía que no lo había hecho a propósito.
De una patada metí los fragmentos debajo del mantel con la esperanza de que nadie los viera. No podía tocarlos, con las manos que habían hecho lo que acababan de hacer.
Dígame que me cree, se lo ruego.
Me cree, ¿verdad? ¿Me cree?