54

Lo hicieron pasar a una sala de la planta baja que no había visto en las visitas anteriores. Era de noche; el aire se iba haciendo cada vez más frío.

Al principio no vio a nadie: la iluminación de la estancia era tenue, un par de lámparas bajas despedían una luz amarillenta que dejaba los rincones a oscuras. En el centro de la habitación, dominando el espacio, se alzaba el pesebre más grande que Ricciardi había visto en su vida; una auténtica ciudad en miniatura descendía desde la colina hacia un populoso barrio en cuyo centro, en una gruta amplia y alumbrada por una serie de bombillas ocultas, se encontraba la Sagrada Familia.

Aunque sumido en sus pensamientos, el comisario quedó fascinado por la estructura: casas lejanas con ventanas que brillaban en la oscuridad, rebaños de ovejas, vacas pastando, campesinos y pastores errantes por los campos más lejanos; tabernas, hosterías y todo tipo de tiendas en el nivel intermedio, con sus mercancías expuestas y sus tenderos y clientes enzarzados en conversaciones mudas y realistas; delante se veían ángeles, los reyes Magos, adoradores del Niño, representados por estatuillas de extraordinaria belleza y aspecto antiguo. Sin ser un entendido, Ricciardi calculó que el valor de aquel pesebre y el empeño por construirlo debían de ser realmente notables.

Mientras miraba boquiabierto, una voz estridente como una tiza que se quiebra en la pizarra le hizo dar un brinco.

—Nuestro pesebre es famoso en toda la ciudad, comisario.

Sor Veronica apareció de improviso, la cara redonda enrojecida, sudorosa y sonriente.

—Hay pastores del siglo dieciocho, y todos los años algún alma piadosa de los alrededores, al regresar a la Casa del Padre, nos hace alguna donación. A nosotras nos corresponde completarlo y conseguir que siga creciendo. En realidad, a mí. Desde hace siete años me ocupo de esta tarea.

Ricciardi se acercó a la monja para saludarla. Ella le tendió la mano diminuta, fría y húmeda de sudor, como de costumbre. El policía seguía paseando la mirada por el paisaje en miniatura.

—Realmente impresionante. ¿Lo hace todo usted sola, hermana?

La mujer contempló satisfecha el resultado de sus fatigas.

—Esta habitación está dedicada al pesebre. Permanece cerrada todo el año hasta el día de la Inmaculada. La estructura se mantiene intacta, pero pasada la Epifanía se guardan los pastores en sus cajas, se embalan con atención. Algunas piezas son muy valiosas, ¿sabe? Mi trabajo consiste en disponer las figuras y agregar alguna cada año, así los niños y mis hermanas reciben una sorpresa cada vez que vienen a verlo el ocho de diciembre, cuando se abre la puerta.

—¿Y qué hay de nuevo este año?

La monja se entusiasmó mucho al comprobar el interés de Ricciardi.

—Sigo trabajando hasta la víspera de Navidad, incluso cuando ya se puede visitar. Este año, usando las herramientas y el material que ve en aquella mesa, añadí una colina. Coloqué encima unas ovejas, allá y allá, y también tres casas iluminadas con un par de bombillas, ¿las ve? Todavía no he terminado. Me queda por encolar parte del musgo, aunque ya casi lo tengo.

Saltando de puntillas e indicando a Ricciardi los lugares que iba describiendo, sor Veronica parecía una niña. Su voz, de por sí estridente, sonaba aún más aguda, acentuando la impresión de rejuvenecimiento. De pronto se detuvo, recuperó la compostura y pareció darse cuenta de quién era su interlocutor.

—Disculpe, comisario. Cuando se trata del pesebre, pierdo un poco la cabeza; me gusta muchísimo, es el triunfo de la fe en la vida de todos los días, donde los símbolos de aquello en lo que creemos se mezclan con lo que ocurre a nuestro alrededor. Sirve para que los niños comprendan que Dios, la Virgen y los santos siempre ven todo lo que hacemos, por lo tanto, debemos comportarnos según Su voluntad aunque creamos estar solos.

Ricciardi escuchaba, las manos en los bolsillos del abrigo, los ojos clavados en la cara de la pequeña monja. Todavía notaba los dedos sudorosos de la mano de la mujer.

—Tiene razón, hermana. La vida de todos los días oculta muchas cosas. Por desgracia, nosotros lo sabemos bien pues nos enfrentamos a diario a lo que los hombres les hacen a sus semejantes. Por eso he venido, quisiera hacerle unas preguntas. Tengo una teoría sobre quién pudo haber hecho algo tan terrible a su hermana y el marido. ¿La niña está bien? ¿Dónde se encuentra ahora?

—A veces se pone triste —contestó sor Veronica, encogiéndose de hombros—. No habla de ello, pero se nota que piensa en su casa, en sus padres. Mientras siga aquí, está a salvo conmigo, con mis hermanas que la quieren, con los compañeros con los que juega y se divierte. Claro que ahora es Navidad, la fiesta de la familia. Ha escrito la cartita a sus padres, cree que están de viaje, hemos simulado que la despachábamos.

Para sus adentros, Ricciardi suspiró aliviado. Al menos no llevaría ese peso sobre la conciencia.

—Comisario —prosiguió la monja—, me decía usted que tenía una idea sobre quién pudo haber hecho algo tan horrible.

El comisario se acercó al pesebre, a la gruta con el Nacimiento.

—La otra vez, cuando vine a hablar con su sobrina, reprendió usted a un niño que no se había persignado al pasar delante de la imagen de la Virgen. ¿Se acuerda?

La mujer se había acercado a la mesa con las herramientas y, sin dejar de conversar con Ricciardi, se había puesto a palpar una plancha de corcho que no estaba encolada con la misma firmeza que las restantes. Sonrió.

—Claro que me acuerdo. Era Domenico, un díscolo, corre siempre por los pasillos pese a que le he dicho mil veces que no lo haga. Pero no es malo, es solo un niño.

Ricciardi asintió, sin dejar de contemplar la Sagrada Familia.

—Claro, es un niño. Eso me hizo pensar en la importancia de las imágenes sagradas, en su valor. No honrar la imagen sagrada, como usted dijo en esa ocasión, es un pecado, un pecado grave.

Sor Veronica se había desplazado para seguir manejando las herramientas mientras miraba a Ricciardi, atenta a sus palabras.

—Es exactamente así. Pero son niños, comisario. No es justo castigarlos en demasía, ¿no le parece?

El comisario cogió de improviso la figura de san José y la sopesó en la palma de la mano.

—¿Y si un adulto, a sabiendas, no honrase una imagen sagrada, O peor aún, si la destruyese deliberadamente?

Petrificada por el miedo, la mujer observaba al policía que amenazaba la integridad de san José.

—¿Qué hace, comisario? ¡Deje ahora mismo en su sitio a san José! ¡No tiene usted idea del valor de esa pieza!

La voz se le había vuelto aún más aguda; era como si la monja tuviera fragmentos de vidrio en la boca.

—¿Qué pensaría de mí, sor Veronica, si tirara al suelo esta figura y la hiciera añicos?

—¡Ni se le ocurra! ¡Ni se le ocurra! ¡No tiene derecho a tocar esa imagen! ¡Déjela ahora mismo en su sitio!

Ricciardi no se inmutó.

—Pues eso es lo que voy a hacer. Puedo hacerlo porque usted misma lo ha hecho.

Demudada por la ira, la monja lanzó un grito muy agudo, sonó como una cuchilla deslizándose sobre una placa metálica. Con un gesto veloz aferró de la mesa un largo cuchillo afilado; se disponía a abalanzarse sobre Ricciardi cuando una mano firme le sujetó el brazo.

Se dio media vuelta y se encontró delante con los ciento veinte kilos de un Maione sin aliento.

—Hermana, yo no lo haría. Si fuera usted, no lo haría.