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Se preguntaba cómo no se había dado cuenta antes; y eso que resultaba muy evidente.

Y desde el principio, claro como el agua.

Entretanto corría cruzando las calles aún llenas de gente, tenderetes, comida y mercancías.

Corría en medio del frío, pasando junto a los vivos y los muertos, tan concentrados en sí mismos que no escuchaban, incapaces de ver otra cosa que no fuera su mundo diminuto, incapaces de ver y comprender.

Ricciardi había cometido el mismo error. Ahora se daba cuenta. Había mirado cerca, donde le habían dicho que mirase. Se había detenido en la primera estación, luego en la segunda y la tercera, sin considerar que el tren podía hacer un largo recorrido para regresar al punto de partida.

Estaba enfadado consigo mismo por haberse dejado distraer de ese modo por sí mismo. Un paso atrás, maldita sea, se dijo mientras se afanaba a lo largo de la via Chiaia, abriéndose camino entre quienes seguían mirando escaparates, entre quienes reían y hablaban en voz alta sin decirse nada, entre quienes caminaban con la cabeza gacha y el ceño fruncido, sumidos en el silencio de sus propios pensamientos. Habría bastado que diera un paso atrás para que viera las cosas en su justa perspectiva y captara todos los signos.

Pensó en Rosa, en su llanto, en la incomodidad y la sensación de inutilidad. Volvió a enfadarse consigo mismo, por la incapacidad de su mente de establecer las conexiones correctas entre los indicios que había reunido. Ahora esperaba con todas sus fuerzas poder cerrar el círculo y que no ocurriera otro hecho terrible. Tembló al pensar en el riesgo monstruoso que habían corrido en aquellos días, persiguiendo quimeras. Y eso que todos se lo habían dicho, los muertos y los vivos; tenía razón Modo, las manos que habían asestado las cuchilladas eran dos, con fuerza y desde ángulos distintos.

Las manos asesinas.

Se puso a correr más deprisa.

Maione se encontró solo en medio del torbellino de gente que invadía la via Santa Brigida. Se había quedado allí, observando a la familia Boccia, en su desesperada lucha por vender la mercancía; después, sus ojos se cruzaron con los de Angelina, la esposa de Aristide, que inclinó la cabeza a modo de saludo sin interrumpir el regateo por la venta de dos mújoles con un señor bigotudo, poco dispuesto a gastar. El sargento estaba fascinado por el sincronismo con el que todos se movían, y por la determinación que veía en las caras, incluso en la de Alfonso, el hijo mayor de los Boccia, que era poco más que un niño.

Después le llamó la atención el tumulto ocasionado por la fuga de la anguila, y advirtió que había perdido de vista a Ricciardi. Miró a su alrededor, no lo encontró. Se preguntó dónde se habría metido, después vio que a lo lejos, alguien se abría camino en dirección contraria al fluir de la gente que iba al mercado, para dirigirse hacia la via Chiaia. Perplejo, se preguntó qué podía haber impulsado a Ricciardi a salir corriendo, sin avisarle siquiera, y trató de reconstruir los pensamientos de su superior.

La anguila, pensó; el niño de los Boccia, Lomunno; los milicianos.

Con una desagradable sensación de peligro inminente, se abrió paso a codazos entre el gentío.