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Si el pescado es el príncipe de las mesas navideñas, el capitone es, sin duda, el rey.

Esta gruesa anguila de quijadas protuberantes, gorda y resbaladiza, en constante movimiento, llega a casa atontada dentro del cucurucho en el que la envuelven, y en cuanto la echan al agua para lavarla, se reanima y vuelve a ser como una serpiente, ante la mirada de fascinación y terror de los niños que asisten a su cruenta preparación, espectáculo que jamás olvidarán. En efecto, las rodajas recién cortadas, empapadas en sangre, no dejan de moverse como dotadas de vida propia, como si el animal fuese capaz de derrotar a la propia muerte, hasta que, bien enharinadas, aterrizan en la sartén para convertirse en el plato principal de la cena navideña, acompañado de las típicas hojas de laurel.

En la via Santa Brigida los pilones de las anguilas eran tomados literalmente al asalto a medida que pasaba el tiempo y se acercaba la hora de regresar a casa. Uno de los vendedores más activos, un guapo muchacho moreno de cautivante sonrisa y voz profunda, atraía a las mujeres sujetando en la mano grupos de anguilas y agitándolas en el pilón que tenía delante al tiempo que gritaba:

—¡Vivos y muertos, capitune auténticos, colas del Diavulo!

La frase simbólica, la referencia a las colas del diablo y a la vida y a la muerte llamaron la atención del comisario que se acercó, separándose de la multitud y de Maione, que seguía observando a los Boccia, a los que les iban bien las ventas.

Cuando Ricciardi estuvo cerca del pilón de las anguilas, en el traslado de la balanza al cucurucho de papel, un grueso ejemplar dio un respingo súbito y salió volando hacia la calle.

La muchacha que acababa de comprarlo siguió su trayectoria con la mirada, sorprendida como el pescadero por el coletazo de vitalidad de la anguila, que aterrizó entre los pies de una pareja que pasaba en ese momento. El hombre fue el primero en darse cuenta, dio un salto lateral que echó al suelo, con las piernas en el aire, a un niño que caminaba de la mano de su madre; la mujer lanzó un grito y, tras subirse la falda con ambas manos, se exhibió en una especie de danza propiciatoria alrededor del pobre bicho que se retorcía sobre el empedrado de la acera.

En un instante el alboroto llegó a mayúsculo: unos gritaban, otros reían, una muchachita se echó a llorar al verse separada de sus padres, todos trataban de atrapar a la anguila que, resbaladiza y retorcida según su naturaleza, se zafaba de todas las manos.

Ricciardi miraba boquiabierto, era el único que seguía inmóvil en medio de la confusión general.

Miraba a la anguila, inasible. La veía deslizarse entre los dedos de todos, hasta que, con un salto hacia adelante, el propio pescadero al que se le había escapado, la agarró y la recondujo a su propio destino.

A esas alturas Ricciardi se había esfumado.