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A Ricciardi y a Maione la Navidad se les echó encima aullando en cuanto doblaron la esquina de la via Toledo. Como era tradición, el 23 de diciembre transformaba una de las calles más históricas de la ciudad, la misma que desde los antiguos barrios del ejército aragonés llevaba hasta el puerto, en el gran mercado al aire libre del alimento estrella de las mesas festivas napolitanas: su majestad el pescado.

Decenas de pilones de madera pintados de azul para dar una idea de mar y frescura habían sido dispuestos, como todas las navidades, en las aceras, decorados con redes de pesca, erizos, algas e incluso caballitos de mar. En su interior, en veinte centímetros de agua de mar, constantemente remojados, coleaban peces de todos los colores, anguilas, boquerones y otros recién atrapados.

La calle, ancha y breve, era el lugar perfecto para la exposición y el paseo de los tan deseados compradores. Los pescaderos habían colocado una cuña en la parte posterior de sus tenderetes para inclinarlos hacia la calle con el fin de ofrecer a la vista la máxima superficie; en perfecta simetría sobre ellos habían dispuesto las spaselle, unas cestas bajas de junco trenzado, repletas de almejas y tellinas, mejillones y langostas con las pinzas atadas con cordel y antenas en perenne movimiento, mújoles boqueantes y salmonetes de roca.

Unas lámparas de acetileno, que desprendían una luz casi cegadora en la tarde cada vez más oscura, iluminaban los tenderetes. Alrededor, las decoraciones preparadas esa misma noche con fatiga por las manos de las mujeres: flores, algas verdes, conchillas, piedras de colores para reforzar la impresión de que el mar había ido a visitar la ciudad por Navidad.

El perfume a mar era intenso, tanto por la vegetación como por la fauna presentes en gran medida; pero también por el agua salada con que se rociaba sin parar la mercancía para acentuar la impresión de frescura, y sobre todo, por las caras morenas y duras como el cuero de los pescadores quemados por el sol y curtidos por el viento, con los pantalones arremangados en las pantorrillas musculosas y los sombreros blandos en forma de pirámide echados hacia atrás sobre los hombros. Dispuestos a esbozar sonrisas tentadoras con sus bocas desdentadas, la chaqueta echada sobre un hombro y la balanza en la mano, la mirada provocativa; encuentren, si pueden, mercancía mejor que la mía.

El ruido era casi insoportable. Al zumbido constante de la inmensa multitud que se hacinaba en busca de ocasiones se sumaban los reclamos de todos los vendedores.

—¡La red lo acaba de pillar, miren cómo colea!

—¡Recién pescado, acaba de salir ahora del agua!

—¡Pescado fresco, con limón está riquísimo!

Y no faltaba quien se decantaba por pregonar la procedencia específica de lo que vendía.

—¡Es de Marechiaro, de Marechiaro!

—¡Este viene de Pusilleco, fresco de Pusilleco, huele a fresco!

—¡Estos mejillones llevan dentro el alma de Mergellina!

Ya se sabe que la compra del pescado no podía hacerse con antelación y que en ninguna mesa podía faltar. Por ello, en ese único territorio y en pocas horas, los pescadores napolitanos jugaban su desesperada partida navideña. Motivo por el que todos participaban, esposas e hijos, parientes que normalmente se ocupaban de otros menesteres; contrataban trabajadores a jornal, con la esperanza de poder ganar suficiente para darles una paga adecuada.

Los dos policías avanzaban en silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos. El comisario se preguntaba, preocupado, por qué le temblaba la mano a Rosa; se propuso hablar con el doctor Modo y se arrepintió de haberla dejado sola, en las condiciones en que se encontraba. Estaba decidido, la obligaría a dejarse ayudar, a su edad ya no podía con la carga de trabajo que se imponía.

Por irracional que pareciera, sus pensamientos se centraban en Enrica, y en lo que consideraba su forma serena de afrontar la vida. Le hubiera gustado pedirle consejo. Después, su mente lo devolvía al camino trillado y triste de la imposibilidad de hacerla realmente partícipe de su vida, y se entristecía.

Livia era distinta. Ella era consciente de sus imprevistas tristezas, de la huella de soledad que llevaba marcada, y parecía convencida de querer aceptarla pese a todo. Quién sabe, pensaba Ricciardi, quizá al final es legítimo que cada cual escoja la vida que quiere.

Una vez más, Maione notó la cabeza como en una nube. La conversación mantenida con su esposa minutos antes en la Villa lo había dejado agotado.

No había códigos de honor, no había sentencias que dictar y ejecutar, eso le había dado a entender Lucia; solo había una vida que vivir, y cinco hijos que sacar adelante. Cada gesto tenía sus consecuencias, y había que ser conscientes de ello, en todo momento.

Al sargento le hubiera gustado sentir alivio, y en parte lo sentía; sin embargo, en lo más hondo de él una voz seguía preguntándose si había hecho bien, si hubiera podido convivir con la idea de que un asesino, de su hijo o de otros, siguiera con su vida como si tal cosa, sin cumplir una condena.

¿No puede ser, se preguntaba Maione, que la condena sea justamente esa? ¿Vivir con el remordimiento constante y la pena de que tu hermano se muriera en la cárcel por un delito que tú cometiste con tus propias manos?

En la mirada de Biagio había leído, esa misma mañana en la Villa, una profunda melancolía. La familia y los recuerdos de infancia formaban parte de las fiestas, a Maione le constaba. Si el hombre hubiese seguido siendo delincuente, el sargento no habría dudado en detenerlo y encarcelarlo: pero la honradez de su vida actual equivalía a haber descontado muchos años de prisión, y a no querer regresar bajo ningún concepto.

En el fondo, sabía que seguiría vigilando de lejos la vida de Biagio Candela; que no permitiría que con sus propias manos causara un nuevo dolor a nadie. Era una obligación que aceptaba de buena gana, como padre y como policía. Buscaría a Franco Massa, hablaría con él seriamente, lo convencería para que compartiera la decisión, que era más de Lucia que suya propia. Basta de dolor. Basta de sufrimiento.

Con esfuerzo, tanto Ricciardi como Maione volvieron a centrarse en la investigación que llevaban a cabo: los cadáveres de los Garofalo, la soledad de su pequeña merecían la máxima atención, entre otras cosas porque la Navidad ya había llegado para sepultarlo todo bajo la fiesta que detendría su actividad y todas las otras durante varios días.

Dieron vueltas un tanto desconsolados, en busca de alguna cara conocida. Después de pasar casi un cuarto de hora intentando abrirse paso en el río de gente, entrevieron a Lomunno que descargaba cajas de pescado de un carro tirado por un caballo y las llevaba al tenderete de un pescadero. Tenía la cara enrojecida por el esfuerzo y cubierta de sudor; con expresión concentrada ponía la máxima atención en que no se le cayera nada. Sus movimientos eran rígidos y hablaban de su escasa experiencia en este tipo de trabajo.

Maione le dio un codazo al comisario y se lo señaló. Mientras se acercaban, entrevieron una brigada de milicianos que cruzaba la calle; estaban allí para vigilar que en el mercado no se cometieran irregularidades, y la multitud se abría a su paso, como si quisiera evitar su contacto.

Ricciardi reconoció entre ellos a Criscuolo, el jefe de manípulo del bigotito móvil que le había contado la historia de la promoción de Garofalo. Miraba a su alrededor, circunspecto, como buscando a alguien.

El comisario retuvo a Maione del brazo; quería observar la situación sin que lo vieran. Apartó al sargento de la multitud y ambos se acercaron a un vendedor de calamares que seguía balanceando en la mano un ejemplar inmenso para demostrar su vitalidad.

A pocos metros, Criscuolo se detuvo junto al tenderete donde trabajaba Lomunno, que en ese momento se encontraba en el carro. El pescadero reconoció al miliciano y lo saludó, deferente, con una reverencia, la gorra en la mano; el oficial le contestó con un gesto expeditivo de la cabeza, y su bigotito vibró en consonancia. Hubo un intercambio de miradas, interrogativa la de Criscuolo, alusiva la del pescadero, en dirección a Lomunno, que en ese momento se acercaba.

Los ojos del miliciano y los de su excolega se encontraron. Lomunno se sonrojó visiblemente, avergonzado de ser visto trabajando de simple descargador por quienes habían sido sus subalternos, pero consciente de su deber de mostrar su gratitud al amigo por haberle conseguido el trabajo. Tras asegurarse del éxito de su recomendación, y con un estremecimiento del bigotito, Criscuolo quiso ahorrarle a Lomunno la mortificación de ser reconocido por los otros milicianos, ordenó rápidamente al grupito que diera media vuelta y todos se fueron hacia otra parte.

Ricciardi y Maione intercambiaron una mirada, tras comprender esa otra dinámica de las relaciones entre Lomunno y quienes habían sido sus compañeros de trabajo: la vida había decidido otra cosa; no obstante, algunas relaciones afectivas siguieron intactas. Aunque pensaran que había matado a Garofalo, los milicianos consideraban que Lomunno había descontado ya su pena.

Regresaron al centro de la corriente de transeúntes y se dejaron llevar, en busca de los otros protagonistas de la investigación; los encontraron a una decena de metros de allí. Estaban todos, el matrimonio Boccia, los tres compañeros de tripulación de la barca, un par de mujeres emparentadas con ellos, incluso el pequeño Alfonso, encargado de rociar el pescado con el agua de un balde, tarea que cumplía a conciencia.

Se empeñaban con esmero y profesionalidad, y sus expresiones, al menos eso le pareció a Ricciardi, hablaban de la preocupación de no poder vender toda la mercancía que tenían expuesta; atraían a los viandantes dando voces, trataban de adivinar el precio que estaban dispuestos a pagar, se mostraban dispuestos a aplicar descuentos.

El comisario los observaba, y observaba también a Lomunno que, infatigable, cargaba y descargaba cajas de pescado, a pocos tenderetes de distancia. Alrededor, el ruido de los reclamos de los vendedores y del regateo era ensordecedor, casi insoportable: a un metro de allí, un muchacho juraba por la Virgen a una señora que al precio que le vendía una bolsa de moluscos estaba perdiendo dinero: señora, como hay Dios que hoy en su mesa no pondrá almejas sino la misma frescura del mar del golfo.

Ricciardi pensó en los perfiles de los dos sospechosos, y en la perfecta correspondencia de estos con los resultados de las investigaciones: Lomunno disponía de la fuerza, el móvil y la rabia para imprimir ferocidad al delito, y también de la cultura suficiente para destruir el san José, con el fin de demostrar que quitarle el trabajo a un padre era un pecado mortal; pero estaba solo, mientras las manos asesinas parecían dos; además, la venganza habría resultado mortal para Garofalo aunque también para sus hijos. Por otra parte, a Ricciardi, no le parecía que Lomunno fuera de los que asesinan al delator, artífice de su ruina, en su propia casa, y matan también a la esposa, probablemente lo habría esperado en otro lugar para llevar a cabo su plan con más comodidad.

Los Boccia tenían un móvil todavía más poderoso: la vida de su hijo. Y habían ido a casa de los Garofalo, los habían visto salir, conocían las costumbres del vigilante y habrían podido colarse otra vez. Por otra parte, eran dos y para llegar a cumplir el delito habrían tenido necesariamente que eliminar también a la mujer. Ricciardi no los consideraba capaces de asestar tantas puñaladas a un cuerpo ya muerto; y tampoco estaban en situación de atribuir una simbología a san José, y dejar ese tipo de firma, demorándose en el lugar del crimen más de lo necesario.

Quieto en la acera, zarandeado por la multitud junto a Maione, Ricciardi se convencía más y más de que algo no cuadraba en ambas hipótesis, y no disponía de otras.

De pronto, una anguila saltó de una pila a pocos metros de donde se encontraba.

Y como por arte de magia, todas las piezas encajaron.