Maione boqueó dos veces, como un salmonete recién pescado, en el fondo de una barca. Sintió una especie de extrañamiento, como si Lucia se hubiese materializado a su lado a raíz de su evocación. Como si hubiese llegado a la Villa Nazionale en alas de su pensamiento.
La miró con fijeza, el sombrero ajustado con una cinta, el abrigo con cuello de pieles que le había regalado hacía tantos años y que ella conservaba como nuevo, las mejillas enrojecidas por el frío y aquellos ojos azules que miraban en la misma dirección en la que él mismo había estado mirando segundos antes.
—Luci’, ¿qué haces aquí?
La mujer no respondió, los labios apretados, la expresión decidida.
—No es por trabajo —dijo por fin—. Y no intentes siquiera decirme que estás aquí por trabajo, que estás siguiendo a algún delincuente la antevíspera de Navidad. Esa gente no está escapando, esa es una familia normal, que toma un poco el aire en la Villa. Rafe’, ni se te ocurra contarme mentiras.
Maione conocía a su esposa. En casa, cuando Luca vivía, a veces decían en broma que la auténtica policía era ella. No obstante, el sargento lo intentó.
—¿Y eso qué tiene que ver? Si supieras cuánta gente parece normal, inofensiva, y después resulta que hace unas cosas que nadie imaginaría. Ten en cuenta que las personas no son lo que parecen.
Sin apartar la mirada de la familia de Biagio, Lucia respondió:
—Tonterías. Hace un momento te echaste las manos a la cara. Y eso lo haces cuando estás confundido, cuando no sabes qué tienes que hacer. Y en el trabajo nunca tienes vacilaciones. Aquí el problema es otro, y quiero que me lo cuentes.
Maione no supo qué decir.
—Llevo un tiempo vigilándote —prosiguió la mujer—. Desde que regresaste por la noche, hace tres días, cambiaste de humor. Estás triste, pensativo, no das pie con bola. Tratas de mostrarte normal, pero yo te conozco. A mí no me engañas. Cuando estás en medio de una investigación, te concentras tanto que te la traes a casa, pero siempre dentro de ciertos límites. Esta vez hay algo más, y quiero saber de qué se trata.
Su tono no admitía réplicas.
—Ven, Luci’. Sentémonos en aquel banco, y te lo cuento.
Unos rayos de sol se abrieron paso con dificultad entre las pesadas nubes negras e iluminaron el mar aquí y allá. El asiento estaba helado, pero se soportaba gracias a que no soplaba el viento. Los paseantes se fueron reduciendo porque era ya la hora de la comida, aunque la orquesta resistía heroica, manteniendo en alto la atmósfera navideña como la bandera de un regimiento en la trinchera.
—¿Crees que hay cosas que nunca se terminan, Luci’? ¿Crees que se puede poner fin a ciertos dolores y volver a vivir?
La señora Maione se sentó rígida, la cara parapetada tras el cuello de pieles. El sargento no veía su expresión. Mejor, así encontraría el valor para contárselo todo.
—Creo que tanto las alegrías como los dolores dejan su marca. Y que hay que resignarse a llevar esas marcas. No terminan, no, te dejan diferente. Pero le debes una explicación a quienes dependen de ti. Lo descubrí al cabo de tres años, ya lo sabes. Nunca hablamos de ello. Un buen día te sonreí y tú me abrazaste. Es lo único que sé y lo único que me importa.
Dos gaviotas le protestaron al invierno con sus chillidos. La esposa de Candela le contaba algo a sus hijos, que la escuchaban embelesados; él miraba el mar y fumaba sentado en el suelo.
Lucia y Raffaele, a pocos metros de la pareja y de los niños, los contemplaban y de vez en cuando miraban el mar, traspasado por los rayos de sol. La Navidad se cernía sobre todos, mitad promesa, mitad amenaza.
—Habla. Presiento que se trata de algo no solo tuyo, sino que me incumbe también a mí. Si es así, y sé que lo es, entonces tienes que contarme hasta el último detalle.
Así era, Maione lo sabía. Su mente sencilla comprendía que debía compartir con Lucia lo que estaba ocurriendo, pero el temor a romper el débil equilibrio que habían conseguido recuperar tras la muerte de Luca, lo paralizaba.
Comprendió de pronto que había cruzado esa línea en el mismo momento en que se había enterado de que aquel muchacho rubio, de aspecto amable e inofensivo, sentado tan cerca de ellos, era el asesino de su hijo.
Maione suspiró. E inició su relato.
Habló, y su voz parecía el murmullo del mar en la playa desierta. Habló, y sus palabras susurradas cavaron un surco profundo como el infierno. Habló, y al hacerlo, relató cosas de sí mismo, ordenando sus pensamientos vagos y rebeldes que viajaban entre la mente y el corazón, sin dejar sosiego.
Habló, y fue como si hubiese pasado un siglo desde la noche en que, tres días antes, se había encontrado con el fantasma de Franco Massa, esperándolo en la esquina de la via Toledo.
Habló de la voz ronca que provenía del corazón roto de un padre que no había tenido hijos, y a través de aquella voz contó de una confesión arrancada mediante una gran mentira, y de la gran verdad revelada en aquella confesión.
Habló de un hombre culpable de muchos delitos e inocente de uno solo, que había muerto convencido de haberse arrepentido delante de un sacerdote, y de aquel sacerdote falso que decidía condenar a muerte a un hombre inocente de todo menos de aquel delito. Y de la remisión de la condena, que estaba en sus manos, las del padre que había tenido un hijo que ahora había perdido.
Habló de su visita a la buhardilla de Nenita, de un nombre y una dirección susurrada entre cortinajes de seda y palomas moribundas. Y del trayecto hasta San Gregorio Armeno, en una Navidad que era como una representación colectiva carente de sentido, al ritmo de la canción de muerte que sonaba en su corazón.
Habló del vacío en el estómago y del mareo, cuando a la luz del alba había visto por primera vez la mano que había cambiado el color del sol y el sabor de la felicidad. Del horror que sintió al ver que el asesino y la víctima tenían el mismo cabello rubio, la misma juventud.
Lucia navegaba en silencio en las olas del relato de su marido como en una densa niebla. Tuvo la sensación de estar escuchando una historia que nada tenía que ver con ella, de estar observando de lejos los hechos y los personajes como en el cine.
Maione seguía hablando con la vista clavada al frente, siguiendo el fluir de sus pensamientos. Sentía una gran opresión de la que se iba liberando.
Habló de la mano que seguía empuñando el cuchillo, aunque para dar vida en la madera a un personaje, no para quitarla clavándolo en la espalda de su hijo. Del orgullo del dueño de la tienda, de la sonrisa de la joven esposa desde el balcón del edificio de enfrente, de la alegría de la niña al abrazarse al cuello de su padre.
Habló del atraco, de la reacción instintiva del muchacho, de los bandidos que salían por piernas, sin saber que a pocos metros de distancia, Lucia asistía a esa misma escena, preguntándose por qué su marido no intervenía y deseando que no lo hiciera para no correr riesgos.
Hizo una pausa. Y siguió hablando, con el mismo tono, susurrando en el aire calmo y gélido del 23 de diciembre, cuando la ciudad contiene el aliento a la espera de la Navidad, y le describió la tormenta que sacudía su alma desesperada, el alma de un policía que quería ser padre, y, en cambio, las circunstancias y Franco Massa querían convertir en juez y verdugo.
Le contó a Lucia sobre ella misma, le dijo que su dolor de madre, los días en el abismo pasados en la cama, mirando el retazo de cielo, eran para él la obligación que más oprimía su pecho impulsándolo a cumplir con la sentencia. De cuánto pesaba sobre su espalda la carga de sufrimiento que día tras día llevaban todos, sin pronunciar palabra.
Al final calló. Y en el silencio los dos se dieron cuenta de que tenían la vista clavada en la nuca del asesino de Luca que, a su vez, contemplaba los esporádicos rayos de sol sobre el mar oscuro. Las dos gaviotas se llamaron y se contestaron.
Lucia habló. Su voz era seca y venía de lo más hondo de un alma que nunca había dejado de morir. Al escucharla, Maione supo que su impresión de que había superado el abismo era del todo falsa, que su esposa se había limitado a aprender a vivir con el dolor, dejando de luchar contra él.
—A veces siento que sigue prendido a mi pecho y lo amamanto. Qué absurdo, ¿no? Lo vi hacerse un mocetón, le planchaba aquellas camisas enormes. Me levantaba en brazos él a mí, me hacía dar vueltas hasta dejarme sin aliento, ¿te acuerdas? He tenido cinco hijos más, y sabes bien cuánto los quiero. Pero lo siento aún pegado a mí, sorbiéndome la vida. El primer hijo, Rafe’, es distinto. Es el que te ha dicho quién eres y quién serás el resto de tu vida. Una madre. Solo una madre.
Maione luchaba contra las lágrimas. Asintió con la cabeza, pero su mujer no lo miraba.
—Me he casado con el único hombre que he amado en mi vida. Me casé con él porque me hacía reír, me conmovía. Me casé con él porque es obstinado y honesto, porque es policía. Porque lucha contra lo que está mal, y sobre todo, porque sabe reconocer el mal y se lo enseña a mis hijos, así comprenden el bien. Y la diferencia que hay.
Maione respiró hondo. Tuvo la sensación de estar soñando. El hijo de Candela se acercó gateando a su padre, se sentó a su lado y le pasó la manita detrás de la espalda. El hombre no se movió. Lucia siguió reflexionando en voz alta.
—El amor de mi hijo. El amor de mi marido. Eso soy yo, Rafe’, nada más ni nada menos que el amor de mi hijo y el amor de mi marido.
Se volvió hacia Maione, y sus ojos eran como una ventana abierta al mar estival.
—Es Navidad, Rafe’. Por Navidad Luca nos escribía una carta, ¿te acuerdas? La dejaba debajo de tu servilleta, y tú fingías sorpresa, como haces ahora con las cartas de nuestros otros hijos. ¿Recuerdas lo que nos escribía en aquellas cartitas? Todavía las conservo. Nos decía que quería hacer de bueno, como tú.
Maione creyó que estaba a punto de morir, en aquel banco helado de la Villa Nazionale, a escasos metros del mar. Morir con el corazón roto de pena.
—Es Navidad, Rafe’. Luca no volverá por Navidad. Yo le reservo un sitio en la mesa, como siempre, con su plato y sus cubiertos. Pero él no vuelve. Nunca volverá. Y después de toda una vida, ¿quieres decirle precisamente ahora que se encuentra en el mundo de la verdad, que estás dispuesto a cometer la terrible infamia de dejar viuda a una mujer y sin padre a dos niños inocentes? Nuestros hijos, los hijos ajenos, siempre son hijos.
El sargento miró a su mujer, indeciso.
—¿Qué debo hacer, Luci’? ¿Qué debo hacer ahora?
De las mangas del abrigo salió una mano blanca y delgada. Subió hasta la cara del marido, lo acarició y secó la lágrima que Maione ignoraba haber derramado.
—Ya te digo yo lo que debemos hacer. Es Navidad. Debemos levantarnos e irnos a casa. Todavía me queda por preparar el segundo plato de esta noche, y tú tienes que terminar tu jornada. Después lo celebraremos, porque es Navidad y tenemos cinco hijos que quieren una madre sonriente y un padre honesto a los que escribirles la cartita.
Delante de ellos, la niña se había dormido y el padre había levantado en brazos al pequeño, mientras seguía persiguiendo con la mirada perdida en el vacío a los fantasmas de su conciencia.
Lucia se levantó, aferró a su marido de la mano y ambos fueron hacia la salida de la Villa, mientras la orquesta tocaba y el mar se mantenía en calma bajo los escasos rayos de sol y las muchas nubes negras.
Encima de ellos, la ciudad encaramada a la colina, fue encendiendo poco a poco sus luces. Como en un pesebre.