Una salida más, con aquel mar frío que parece una mesa de cristal negro, comprimida por un cielo pesado como el mármol.
Una salida más, desafiando al tiempo, para arrancar un hálito de vida al agua. En las horas en las que el día pugna con la noche, cuando las luces tiemblan en el aire inmóvil y las manos ateridas no atinan a aferrar los cabos y los remos.
Una salida más, desesperada por ser más breve, en la que el tiempo y la necesidad contribuirán al frenesí de las maniobras.
Una sola posibilidad, correr de una banda a la otra de la barca para asegurarse de que no haya nudos en la red, que las mallas no se enreden bajo la superficie y se capturen a sí mismas, que después de tanto esfuerzo, de tanto cuidado y tanto empeño no suban a la superficie únicamente una masa de cuerdas y algas.
Una sola salida, y en la mitad de tiempo, para ver qué más podremos ofrecer en las cestas de juncos a los ojos de aquellos cuya única preocupación es preparar la comida de Navidad.
Una salida más, y cómo duelen estos huesos que, cuando cumplan cincuenta y pocos años, dolerán tanto que nos dejarán paralizados, atados a una silla desde la cual contemplaremos a los jóvenes que acabarán como nosotros. Una sola más, en este amanecer gélido del día de la antevíspera de Navidad, tan distinto de los otros.
Soñaba con recoger una red llena de picareles y calamares, de corvinas y chuclas con sus barrigas plateadas, de bogavantes y anguilas de mar, para llenar el fondo de la barca y sentir cómo se restriegan entre los pies, su vida por la nuestra y la de nuestros hijos.
Una salida más, vida contra vida, por cuatro cuartos.
Y por otra Navidad.
Ricciardi decidió pasar por su casa, en vez de quedarse en la jefatura hasta la tarde o de ir al Gambrinus a tomarse una sfogliatella a toda prisa.
Era algo raro en su rutina, normalmente renunciaba al tiempo necesario para llegar hasta Santa Teresa y regresar, más de una hora en total, para no sustraerlo a los compromisos de trabajo y la tediosa burocracia que lo rodeaba.
Esta vez quería regresar a su casa. La multitud que llenaba las calles a pesar del frío invadiría el café, obligándolo a esperar largo rato de pie, de manera que la pausa resultaría más fatigosa que relajante; aunque el motivo principal no era ese.
El motivo era Rosa. Desde hacía unos días había notado que el rumor de fondo de las quejas de la mujer sobre el desorden de su vida, la música de acompañamiento poco agradable de sus horas vespertinas, se había atenuado hasta casi desaparecer. Su tata estaba distraída, nerviosa, como preocupada.
Al principio no fue más que una sensación que después se transformó en certeza. Quería preguntarle cómo se sentía, si notaba algún malestar; quería preguntárselo, aunque sabía que haciéndolo se expondría a una larga parrafada sobre la soledad, la necesidad de formar una familia, en una palabra, sobre todos aquellos temas que constituían los caballos de batalla de Rosa.
Mientras se abría paso entre la masa de gente que abarrotaba la via Toledo, reflexionó sobre el hecho de que él, por el contrario, tenía una familia. Formada nada menos que por aquella extraña viejecita, enérgica y sencilla, frágil y muy fuerte que lo acompañaba desde su nacimiento, sin separarse de su lado, atenta desde su puesto de retaguardia, más que su padre muerto joven, más que su madre siempre enferma, más que nadie. Su familia, a la que quería más de lo que era capaz de demostrar, más de lo que hubiera estado dispuesto a reconocer.
Durante el trayecto, la multitud de los vivos aparecía salpicada de muertos. Un muchacho caído de un andamio, con el cuello partido, llamaba a su madre; un hombre víctima de una paliza, que a través de la mandíbula fracturada despotricaba contra un tal Michele; una mujer atropellada por un automóvil en medio de la calzada, que desgranaba como en una plegaria la lista de la compra, mientras de la pierna arrancada de cuajo la arteria bombeaba sangre al vacío.
Aquí estoy, pensó Ricciardi. Como uno más, en medio de la multitud. Ni gordo ni flaco, ni alto ni bajo; las pequeñas manos nerviosas hundidas en los bolsillos del abrigo, el mechón de pelo rebelde sobre la frente. Como uno más, en medio de la multitud.
La única diferencia, reflexionó con amargura, radica justamente en la multitud. La mía se compone de vivos y muertos, de indiferencia y dolor, de gritos y silencios. Soy el único ciudadano de una ciudad formada por gente que está muerta y cree estar viva, y por gente que respira y cree estar muerta.
Al llegar a su casa, abrió la puerta y notó que alguien estaba llorando en la sala.
La Villa Nazionale se encontraba llena de gente a pesar del frío.
Se encontraba llena de gente porque aquel también era un campo de batalla del 23 de diciembre, en el que pugnaban dos bandos opuestos, el de los vendedores y compradores de todo tipo de mercancías. Hasta el último centímetro estaba ocupado por tenderetes detrás de los cuales los comerciantes trataban de protegerse del frío y la humedad del mar tapándose hasta los ojos con todo tipo de prendas.
La naturaleza lúdica del paseo por la Villa orientaba la elección de las mercancías expuestas: globos, juguetes de latón y madera, dulces; pero también bibelots, cerámicas, vajilla y trastos varios. El resultado era la variopinta cacofonía de reclamos y regateos, bajo un cielo cada vez más oscuro que no auspiciaba nada bueno.
Maione tardó un rato en divisar a quien buscaba, una familia similar a tantas otras, una pareja joven con dos niños pequeños. Acompasó el paso al de los Candela, a un centenar de metros de distancia, escudado tras una cortina de personas que se preparaban para recibir la Navidad con un último paseo entre los árboles, junto al mar.
Los Candela no se podían permitir un cochecito; la niña iba de la mano de la madre, el pequeño, sobre los hombros del padre, que le sujetaba los piececitos con las manos. Maione comprobó que, al contrario que la mayor parte de los críos, los hijos de Biagio no pedían con insistencia que les compraran dulces o juguetes. Los habían educado para resistir a sus propios deseos, o sencillamente estaban contentos con el paseo y no necesitaban nada más.
Al cabo de un momento se detuvieron en un espacio abierto para sentarse en la hierba, no lejos del palco donde una orquesta reorganizada y muerta de frío tocaba arias de óperas sin cantantes. La madre sacó de un capazo un envoltorio con rebanadas de pan, las repartió al marido y a la hija, y se puso a desmenuzar algo que luego daba de comer al pequeño con los dedos. Maione se apostó debajo de un árbol, a unos veinte metros.
¿Qué hago yo aquí?, se preguntó. ¿Qué quiero de estas personas? ¿Por qué sigo observándolos, estudiando sus movimientos, sus expresiones? De este modo, viéndolos vivir, no voy a averiguar lo que quiero hacer. O lo que debo hacer. No hago más que empeorar las cosas, cuando llegue el momento. Saber cómo sonríe a sus hijos, haberlo visto rodar en la hierba con la niña, como hace ahora, o tallar la madera con la mano izquierda y mordiéndose la punta de la lengua, como un crío, o arriesgar la vida para evitar que roben un dinero que no es suyo, no me ayudará. En nada.
A su alrededor, la Villa bullía con el nerviosismo de la expectación por el futuro, el entusiasmo y el optimismo. Las expresiones de las personas eran alegres, la pobreza y la desesperación parecían lejanas, aunque allí estaban, debajo de la superficie de la fiesta inminente, que pasaría demasiado deprisa.
Maione estaba desconcertado, sentía pánico. Por primera vez en su vida, en su interior, lo correcto y lo incorrecto cambiaban sin cesar de sitio, difuminándose y transformándose en conceptos volátiles e inasibles como el globo escapado de la mano de su pequeño propietario, que volaba en el cielo gris.
Sintió frío y se dio cuenta de que provenía de su interior. Le hubiera gustado tener a alguien cerca que lo ayudara. Se pasó la mano por los ojos, desconsolado.
—Podrías hablar conmigo. Antes lo hacías, podrías seguir haciéndolo.
Se volvió con el corazón en la boca. A pocos centímetros de los suyos vio los ojos azules de su esposa.