Yo soy policía, pensaba Maione. Policía.
En sus sueños incoherentes de esa noche, recordó sus propias manos. Recordó que se encontraba en un callejón desierto que desconocía, y que lo recorría en toda su tortuosa extensión, con cuestas y pendientes, para regresar al punto de partida.
Se ponía otra vez en marcha y mientras caminaba le entraba un cansancio mortal y un entumecimiento en las manos.
En el sueño se miraba y se volvía a mirar las manos; no las reconocía. Le parecían partes extrañas, dos animales dotados de vida propia, separadas por completo de sus brazos y su voluntad. Le entraba ansiedad y echaba a andar, mejor dicho, a correr, y lo seguía Franco Massa, que lo llamaba Oso como cuando eran niños, y le decía: tienes que matarlo, tienes que matarlo. Te corresponde a ti. Con tus propias manos, debes hacerlo. Con tus propias manos.
Y en el sueño se le encogía el corazón; veía a los dos niños, a la guapa muchacha morena; a Biagio no le veía la cara, solo el pelo rubio.
Con mis propias manos, repetía. Con mis propias manos.
Yo soy policía, le decía a Massa en el sueño. Soy policía, no soy juez ni verdugo. ¿Cómo puedo hacerlo?
Al final del callejón, que culminaba en una pendiente, veía a los dos niños que reían e iban a su encuentro, llamándolo abuelo. Y él se acercaba por detrás a Biagio, que no se volvía, y sus manos ajenas al control de la voluntad lo agarraban por el cuello y apretaban. Con mis propias manos, le decía la voz en su cabeza. Y Biagio se volvía en el espasmo de la muerte, y Maione descubría que se trataba de Luca, su hijo, al que él mataba con sus propias manos.
Se había despertado sobresaltado, cubierto de sudor. Por suerte, Lucia dormía tranquilamente a su lado.
Aprovechó que debía reunirse con el comisario a primera hora de la tarde para echar un vistazo en el mercado del pescado y en lugar de regresar a casa decidió ir otra vez a San Gregorio Armeno. La tienda donde trabajaba el muchacho se encontraba cerrada al público, aunque la puerta de madera estaba entreabierta.
Se asomó al interior y encontró al dueño a solas.
—Sargento, pase, pase. Un gusto volver a verlo.
—Disculpe —dijo Maione mirando atentamente a su alrededor—, quería comprar un par de ovejas, pero veo que está cerrado. ¿Cómo es eso? ¿Ha pasado algo?
—No se lo imagina —respondió el hombre con un suspiro teatral—. ¡Estuvimos al borde de la tragedia!
—¿Qué ha pasado?
El dueño de la tienda salió de detrás de la caja y se plantó en medio de la tienda vacía.
—Ayer por la tarde, a la hora de cerrar, estaba contando la recaudación del día, una suma considerable, porque ya sabe usted que estas son fechas especiales en las que tenemos que ganar para mantenernos todo el año. En fin, que estaba detrás de la caja, allí mismo, ¡cuándo entraron cuatro enmascarados con cuchillos en la mano!
Maione simuló horrorizarse por la noticia, sonriendo para sus adentros al comprobar que los bandidos se habían multiplicado y que llevaban máscaras como en las películas de indios y vaqueros.
—¡No me diga! ¿De veras? ¿Y le robaron?
—Podría haber sido una tragedia —contestó el hombre poniendo mucho dramatismo—, la caja de dos días completos. Me vi perdido. Pero se interpuso Biagio, ¿lo recuerda?
Maione puso cara de no saber de qué le hablaba.
—No, ¿quién es?
—¿No se acuerda? El muchacho ese del que usted dijo que era muy bueno, el tallador. ¿Se acuerda ahora?
El sargento fingió recordarlo en ese momento.
—Ah, sí, el rubito.
—Ese mismo —asintió el hombre—. Se puso aquí, donde usted me ve a mí ahora, entre los ladrones y la caja, con el cuchillo que por la mañana había usado para tallar, y se batió a duelo con esos canallas, como en una comedia napolitana, ¿sabe usted, cuando interpretan la última escena? Pues lo mismo.
—¿Y qué pasó entonces?
—Pues que cuando los delincuentes vieron que las cosas se ponían difíciles, salieron corriendo por el callejón. Quiso el destino que en ese preciso momento llegaran a la tienda la esposa y los niños de Biagio, que si los ladrones llegan a escaparse hacia el otro lado, se hubieran topado con ellos. Un peligro enorme.
—Pasaría usted un mal rato.
—Ni se lo imagina. También nos ayudó el hecho de que justo cuando esos tipos estaban aquí dentro, se oyó un silbido como los que hacen los polizon…, en fin, como los que hacen ustedes con sus silbatos. Pero resulta que después, ahí fuera, no apareció ningún agente. Qué raro, ¿no?
Maione puso cara de incertidumbre.
—Ya sabe que a veces los niños imitan muy bien los silbatos de la policía.
—Por no mencionar a las brigadas de los fascistas, que también dan vueltas por ahí. Esos son peores que ustedes, sin ánimo de ofender, sargento, porque primero reparten golpes y después preguntan. A esos tampoco se les ve el pelo cuando uno los necesita.
Maione miró al hombre a la cara con gesto torvo; él se encontraba allí aunque no había podido dejarse ver.
—En fin, ¿cómo es que no ha abierto hoy?
El dueño esbozó una sonrisa ancha y magnánima.
—Le he dado medio día de fiesta al muchacho para premiarlo por lo de ayer. Se ha ido a la Villa Nazionale con sus niños, para que tomen un poco el aire y se compren unas almendras tostadas con el dinerito que le he dado. Hoy abriremos después de comer.
En la Villa Nazionale, pensó Maione. Una familia feliz, que pasea la antevíspera de Navidad.
Se acercó a la mesa y cogió un san José de barro parecido al que encontraron hecho añicos en casa de los Garofalo. Lo sopesó para comprobar su consistencia.
—Bonito, ¿eh, sargento? No es porque yo lo diga, pero nuestros productos son refinados, no como esas porquerías que hacen por aquí alrededor en las que no se sabe dónde está la cara y dónde está el cuerpo, de lo mal pintadas que están. Fíjese qué rasgos, la barba, el bastón.
—Según usted, ¿qué representa san José? —le preguntó, con el ceño fruncido.
Se refería al trabajo, la carpintería, los artesanos. Sin embargo, el hombre le contestó:
—Representa al padre de los hijos, sargento. Todo el amor y todo el sufrimiento que aguanta un padre. Porque siempre se dice, la madre, la madre. Pero nosotros, que sudamos sangre en silencio de la mañana a la noche, ¿por quién lo hacemos si no es por los hijos? Claro que a los padres nunca se nos tiene en cuenta. Y san José representa eso, a un padre que se mantiene apartado, que trabaja en la sombra y en silencio durante toda la vida por el bien de sus hijos.
Maione escuchó sorprendido.
—Todo se hace por los hijos —dijo luego—. Ellos son lo que más cuenta, ¿no?
—Sí, sargento. Ayer cuando me vi delante esos cuchillos, no pensaba en otra cosa. Lo único que uno pide es trabajar en paz por el bien de sus hijos.
De pronto el policía se sintió aplastado por una angustia infinita. El bien de los hijos, sí. Pero ¿los hijos de quién?
—Gracias, le deseo una feliz Navidad. Y hágame el favor de cerrar a su hora, que los ladrones aprovechan cuando las calles se vacían.