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La mañana del 23 de diciembre comunicó al mundo entero que la cosa iba en serio: la Navidad ya estaba allí.

El cielo era de color plomizo a causa de la pesada capa de nubes grises que, venidas del norte tras darse cita durante la noche, esperaban para participar en los festejos de algún modo, de momento solo conocido por ella.

El aire estaba en suspenso, frío e inhóspito, como corresponde, para dejar a todos claro que el lugar reservado a los seres humanos se encontraba bajo techo, con el sonido de las canciones y las risotadas, al calor de las estufas y los hogares y a la luz de mil bombillas que decoraban las salas, abiertas para la ocasión.

En las calles se veían los mismos peatones, que las recorrían con un nerviosismo diferente. El plazo había vencido, los regalos ya debían estar comprados o por lo menos decididos, los menús establecidos, los ingredientes debían encontrarse en las despensas y las decoraciones en su sitio. Quienes no habían terminado de hacer las compras daban vueltas ceñudos, perseguidos por un vago sentimiento de culpa, resignados a gastar más y peor que los previsores que lo habían hecho con la antelación suficiente.

Todavía quedaban mercancías que atraían a los clientes con su último reclamo, desesperado y cautivador.

Las tiendas competían con sus imaginativas exhibiciones, proponiendo paredes de embutidos colgantes sobre montañas de higos secos y dátiles, adornadas con hilos plateados y dorados, invadiendo la acera con sacos de almendras, nueces y castañas, bajo arcos de ramas y hojas trenzadas.

Los carniceros también se jugaban las últimas cartas exponiendo toda la mercancía sobrante; en los escaparates, sobre un fondo de cuartos traseros de buey y cerdo limpiados con mimo y regados a intervalos para dar la impresión de la bondad y la frescura de los animales muertos, se veía un frente de capones, pavos, gallinas y conejos, con plumas y pelo o despellejados, aterrorizando a los niños con sus ojos vítreos.

Espectaculares los escaparates de los confiteros, en cuyo centro destacaba un Niño de azúcar hilado, repletos de todo tipo de crocantes, montañas de struffoli, las bolitas de masa frita bañadas con miel y confites de colores, y las cassate. Y los imprescindibles dulces tradicionales, como las pastas de almendra de colores, dispuestas sobre obleas cortadas a medida, los taralli duros a base de almendra, denominados roccocò, los mustacciuoli con forma de rombo recubiertos de un glaseado de chocolate, los quaresimali especiados y perfumados, las pignolate en forma de medialuna, los susamielli, las delicadas galletas a la canela con forma de pequeña serpiente. Y los raffioli, las sapienze, las pastas rellenas de crema de castañas y clavos de olor, buscaban desesperados una última mesa que quisiera darles cabida, como los quintales de dulces similares vendidos en los días anteriores.

El 23 de diciembre es la última ocasión.

Lo saben los verduleros que, exhaustos y preocupados, esperan sentados en el centro de sus elaboradas instalaciones. Llevan una semana en vela, alternándose en la guardia con sus esposas e hijos, para que los granujillas de la calle no les roben la mercancía expuesta. Han construido falsas grutas con el Nacimiento, entrelazando ramas de limonero y naranjo con los frutos todavía colgados, mezclando con arte el verde de los brécoles, el naranja de las mandarinas, el amarillo de los gordos limones de Sorrento, flanqueados por melones y tomatitos que coronan las pirámides de higos chumbos, manzanas y peras.

El frío es bien recibido, porque disminuye el flagelo de los insectos, ahora bien, todo aquello que el 23 no se haya vendido corre serio riesgo de pudrirse en las estanterías; de ahí el tono suplicante de las ofertas hechas a los transeúntes, tan distinto del triunfal reclamo de las mañanas anteriores, cuando las voces sonaban alegres al convocar a las amas de casa.

Ahora se ruega, se suplica: compren, compren. Apiádense de nosotros.

Porque el 23 de diciembre es la última ocasión.

Maione y Ricciardi se encontraron en la oficina de este último, frente a la taza de sucedáneo de café del sargento, conscientes de haber llegado a una encrucijada decisiva en la investigación de la muerte de los Garofalo. Tal como habían imaginado, los datos que cada uno había reunido por su cuenta en el barrio de pescadores y en el puerto no añadieron ni quitaron nada a la fragilidad de la condición de los sospechosos.

—En fin, comisario —atacó Maione—, estamos como al principio, igual que ayer y que anteayer. Lomunno y los Boccia, a menos que haya sido otro pescador que hasta ahora no ha salido a relucir. No olvidemos que a los Boccia los encontramos porque fueron a casa de los Garofalo días antes de los hechos. Si los verdaderos asesinos se hubiesen apostado frente al edificio, a la espera de que el portero hiciera su descanso en la taberna para entrar sin que nadie los viera, ¿cómo vamos a saberlo?

—No hay manera —convino Ricciardi—. Si fuéramos de esos que meten a alguien en chirona a la fuerza con tal de cerrar un caso, podríamos decidirnos por Lomunno o los Boccia. El primero quizá se sacó el gusto en un momento de desesperación, los segundos no tendrían cómo defenderse porque el testimonio de los compañeros de barca no es demasiado fiable. Ahora bien, tú y yo sabemos que el hecho de que alguien tenga motivos para matar y haya tenido ocasión de hacerlo, no significa que lo haya hecho realmente. Y no somos de los que meten en la cárcel a una persona que quizá luego resulte inocente, ¿verdad? De lo contrario, habríamos actuado como jueces y no como policías.

De lo contrario habríamos actuado como jueces, pensó Maione.

—¿Y qué hacemos ahora, comisario? Nos vendría bien que surgiera algo que los traicionara. Algo imprevisto.

Ricciardi reflexionaba, con su característica postura, las manos unidas delante de la boca, la mirada perdida en el tablero de su escritorio.

—Algo imprevisto. Raffaele, ayer fui al teatro. Livia me llevó a rastras. Vi esa única representación sobre la Navidad, la de los tres hermanos.

—He oído hablar de ellos, comisario, son muy buenos, en la ciudad no se comenta otra cosa.

—Sí, son muy buenos, aunque yo de teatro no entiendo mucho, ya lo sabes. En fin, que en un momento dado, se encuentran los tres, y todo sale a relucir. Vete a saber, a lo mejor es lo que necesitamos, un encuentro.

—Probablemente haya uno. Hoy es veintitrés de diciembre, el día decisivo en el mercado de pescado de la via Santa Brigida.

—¿Decisivo? ¿En qué sentido?

—Siempre se me olvida que, en el fondo, usted no es de aquí —sonrió Maione—. Por eso se le escapan algunas de las tradiciones de la ciudad. En la época navideña, por comodidad de los clientes y de los comerciantes, todo el pescado se vende en una calle, precisamente la via Santa Brigida, que está cerca de aquí. Se ponen todos allí, con sus pilones de madera pintados de azul imitando el mar; y la gente va a comprar lo que necesita para la cena de Nochebuena y la comida de Navidad. Es una especie de lucha, los comerciantes quieren vender enseguida y a precios altos, los clientes esperan a último momento para comprar a precios bajos, arriesgándose a quedarse sin nada.

Ricciardi escuchaba.

—¿Y entonces? ¿Por qué debería producirse ese encuentro?

—Porque cuantos operan en el sector del pescado, los trabajadores esporádicos también se encuentran allí. Seguramente estarán los Boccia y sus compadres, para ganar más con la venta directa del pescado, y quizá también Lomunno, con algún comerciante que necesite mano de obra.

—Es verdad —asintió Ricciardi—, de hecho ayer en el puerto un tipo comentó que hoy lo vería en el mercado. De modo que se refería a esta venta de la via Santa Brigida.

—No podía referirse a ninguna otra —corroboró Maione—. Vayamos a dar una vuelta, comisario, a primeras horas de la tarde, cuando habrá más gente, porque ahora mismo corremos el riesgo de que los pescadores aprovechen para hacer otra salida con las barcas. En una de esas nos encontramos también a una brigada de la policía portuaria vigilando el movimiento de mercancías.

Ricciardi se rascó brevemente la herida ya cicatrizada.

—La verdad es que no dejo de darle vueltas a la simbología de san José. ¿Qué habrán querido decir al romper la estatuilla?

—No lo sabremos, comisario —dijo Maione negando con la cabeza—, hasta que alguien lo confiese.

—Si es que alguien lo confiesa —añadió Ricciardi con una mueca triste.