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Sabía que debía haber regresado a su casa, donde lo esperaban su mujer y sus hijos. Tenía hambre; el frío, que se intensificaba por momentos, le calaba los huesos.

Sin embargo, a la hora de cenar el sargento Maione se encontró en San Gregorio Armeno en el preciso instante en que las tiendas cerraban los batientes, atraído como la polilla a una farola en una noche estival.

Del barrio de pescadores pasó por la jefatura para comprobar si había novedades; el comisario todavía no había regresado, pero en el patio estaba el coche de la señora Vezzi, que lo esperaba. Le dio por pensar que quizá, para variar, el comisario podía disfrutar de la compañía de una mujer hermosa, él que era joven y sin compromisos.

Había mirado la hora en el reloj que llevaba en el bolsillo de la guerrera; su turno había terminado. Era el momento de regresar a casa. Había echado a andar en dirección de su casa, por la cuesta que desde la via Toledo llevaba a la Concordia y a los ojos azules de Lucia.

Lucia. Fue pensar en ella y, como una acusación que llevara encima, se acordó de Biagio Candela, el hombre que había matado a Luca. Sus pies decidieron por sí solos, cambiaron de dirección y lo llevaron hacia la piazza del Gesú, y de allí, cruzando la via Tribunali, a la calle de los fabricantes de figuritas.

¿Qué estás buscando?, se preguntó. ¿Qué quieres ver? ¿Qué quieres saber?

Amaba la sencillez de su trabajo; se producían hechos ilícitos y él debía encontrar a los responsables y hacer que pagaran. Era fácil. Sin embargo, esta vez se sentía en un laberinto, condenado a dar vueltas en círculos, buscando una salida que quizá no existía. Por más que lo pensaba, no sabía qué estaba haciendo.

Envidiaba a Franco Massa, que tenía las ideas claras; el muchacho debía pagar, porque había cometido el más terrible de los crímenes.

Sin embargo, pensaba Maione, lo que aquí hace falta no es solo un policía. Aquí se me pide que haga de policía, de juez y de verdugo. Una cosa es encarcelar a un criminal, y otra muy distinta es verlo vivir, trabajar, amar y después quererlo muerto.

Se encontraba frente a la tienda donde había visto a Biagio tallando delante de un grupo de curiosos embelesados. Ahora no había nadie, aunque en la calle seguían las luces y los adornos natalicios que, según la tradición, no quitarían hasta pasada la Epifanía. Buscó la sombra de un zaguán y se puso a observar lo que ocurría.

Los batientes estaban entrecerrados; el dueño, el hombre que había conversado con él, se encontraba en la caja, contando el dinero visiblemente satisfecho. A pocos metros, el muchacho rubio barría las virutas del suelo. Se le encogió el corazón; así de lejos por un momento confundió al asesino con su víctima. Biagio tenía el pelo del mismo color que Luca, el mismo tono que el pelo de Lucia, su mujer.

El ojo entrenado vio, antes de que se encontraran bajo la luz de la farola que colgaba en el centro de la calle, a tres muchachos que se dirigían con paso decidido hacia la tienda. Al principio andaban despacio, como holgazanes que vuelven tarde a casa; después apuraron el paso. Los ojos del que iba delante estaban clavados en el dinero que el dueño de la tienda tenía en las manos.

Maione se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder; al mismo tiempo vio llegar a la joven esposa del muchacho rubio, con la niña de la mano y el pequeño en brazos.

Echó una mirada a ambos lados de la calle; no había un alma. El instinto lo impulsaba a intervenir, pero sabía que si lo hacía en esas circunstancias tan especiales, revelaría su presencia y se vería obligado a dar una explicación. Dudó un largo minuto.

Los jóvenes habían llegado a la puerta de la tienda; dos de ellos se colocaron a los lados de los batientes, el tercero se dispuso a entrar.

Los acontecimientos se precipitaron: el ladrón sacó un cuchillo y se acercó a la caja; de un salto, Biagio se plantó frente a él, empuñando la cuchilla que había utilizado por la mañana para tallar la cabeza de la vieja. El ladrón amagó un ataque, que Biagio esquivó; al percatarse de lo que ocurría, la mujer lanzó un grito que llevó a algunos vecinos a asomarse a las ventanas; los dos que esperaban en la puerta se miraron y se esfumaron en la sombra.

Maione comprendió que, a pesar de que blandía el cuchillo con más habilidad que su adversario, Biagio se limitaba a esquivar los embates y no trataba de herirlo. Decidió que había visto suficiente y desde la sombra donde se encontraba, sacó el silbato que empleaba para advertir de su presencia y sopló con fuerza. Al oír el sonido agudo, el ladrón se echó atrás y se dio a la fuga callejón arriba.

El dueño temblaba como una hoja y, aturdido, miraba a su alrededor preguntándose dónde estaban los policías que habían tocado el silbato. Hecha un mar de lágrimas la muchacha se lanzó a los brazos de su marido, mortalmente pálido a la luz de las bombillas decorativas. Como si quemara, lanzó lejos el cuchillo que rodó por el suelo y salió por la puerta de la tienda.

Todo había durado menos de dos minutos.

De repente Maione sintió una gran nostalgia por su casa. Salió de la sombra y emprendió el camino de regreso con el corazón aún más pesaroso.

Ricciardi se sorprendió de la multitud que con aquel frío se agolpaba en la acera frente al cine-teatro Kursaal, de la elegante via Filangieri. Se respiraba el ambiente de espera; la gente iba muy elegante, reía y fumaba mientras daba golpes con los pies en el suelo y hablaba del tiempo.

En el coche, Livia le había comentado que la de los tres hermanos era una compañía que estaba destacando y comenzaba a hacerse un nombre incluso fuera de la ciudad. Se trataba de tres personas muy distintas pero perfectamente compatibles en la escena: la hermana, fea pero muy talentosa, capaz de hacer reír y llorar sin el menor problema; el hermano menor, dueño de una vis cómica instintiva y cáustica, que pese a su juventud arrancaba sonoras carcajadas en la platea; el hermano mayor, al frente de la compañía y autor del texto de esa noche, un genio de la escena que, según se rumoreaba, tenía un carácter muy difícil.

Ricciardi preguntó cómo era posible que estrenaran en una fecha tan insólita, dos días antes de Navidad. Livia le contestó que en eso residía la gracia: la comedia de un solo acto representaba justamente la Navidad en una familia burguesa de la ciudad.

La mujer estaba entusiasmada, pero no era a causa de la representación teatral; había logrado convencer a un hombre tan refractario a toda forma de diversión social, y su disponibilidad, aunque le había costado un esfuerzo enorme, la había enternecido. Estaba allí con ella, a su lado. Con eso le bastaba. Al menos por esa noche.

Ocuparon su sitio, bajo infinidad de miradas curiosas. La exótica belleza de Livia y la relevancia de sus amistades la habían convertido en centro de los chismes de la alta sociedad de la ciudad; en todos los salones se preguntaban cómo era posible que una mujer así no tuviera marido, o al menos un par de amantes, puesto que eran muchos los que la asediaban con sus cortejos. Cuanto más declinaba ella amablemente las invitaciones, mayor era el número de hombres que le enviaban flores y dulces y las mujeres que aseguraban haberla visto aquí o allá en equívocas compañías.

Por ello, verla acompañada era un espectáculo dentro del espectáculo; y por aquel extraño individuo, además, al que nadie había visto en sociedad y cuyo nombre era desconocido. Vestido de forma ordinaria, sin sombrero, nada menos, su aspecto inquieto y su actitud desconfiada, intrigó a todo el mundo. Se llegó a pensar que se trataba de alguien venido de fuera, quizá de Roma, y como tal, muy ligado al régimen. Con aquellos raros ojos verdes que destacaban en la cara afilada, inspiraba un vago temor, como si pudiera ver cosas que los demás no veían.

La comedia fue divertida, y hasta Ricciardi, cansado y distraído por mil pensamientos, en algunos pasajes sonrió y en otros se enterneció. Por otra parte, ciertos elementos de la obra le recordaban la investigación que tenía entre manos, como las referencias constantes al pesebre; una posterior demostración de la importancia que para la gente de la ciudad tenía la representación artesanal del nacimiento de Jesús.

Pensó en todo lo que le había comentado el padre Pierino, en el pesado olor a incienso de la iglesia de San Ferdinando: cada figura, cada construcción es un símbolo. Nada es casual, todo tiene un significado. Y pensó que quizá toda la ciudad era así, y la imaginó vista desde el piazzale di San Martino, con mil ventanitas iluminadas, en apariencia iguales aunque cada cual ocultaba su historia, su familia, su drama.

En el fondo, reflexionó, esta ciudad no es más que un pesebre que dura todo el año. Un inmenso pesebre viviente, donde bullen los amores, el hambre, los odios y rencores, que se protege del calor y el frío como puede y se las ingenia para mejorar su terrible condición. Un pesebre cuyos pastores están dispuestos a todo.

Un pesebre del que únicamente él veía una parte, una gran parte: la constituida por los gritos de quienes habían sido arrancados a la vida, que, por desesperada que fuese, era el único bien del que disponían.

La obra terminó con un gran éxito. Ricciardi captó la mirada de reojo que intercambiaron los dos hermanos cuando los llamaron a salir a escena a recibir el aplauso fervoroso de la platea, aunque quizá fuera su impresión. Se llenó de tristeza al pensar que, por deformación profesional, se había convertido en alguien que buscaba sentimientos negativos como los celos, incluso cuando no había motivos.

Livia, radiante y colgada de su brazo, trató de convencerlo de que cenaran juntos, siguiendo la corriente de espectadores que no quería terminar la velada, pero él logró resistir. Por lo demás, la mujer vio en su cara los signos profundos del cansancio y no quería tirar demasiado de la cuerda. Por esa noche ya estaba bien así.

Cuando estuvieron delante de la casa de Ricciardi, en la via Santa Teresa, él se despidió e hizo ademán de apearse del automóvil; ella le puso la mano en el brazo y le dijo:

—Gracias, Ricciardi. Esta noche me has hecho un regalo maravilloso. No lo olvidaré.

Y antes de que él pudiera contestar, le dio un rápido beso en los labios.

En cuanto pisó la calle, el comisario miró instintivamente hacia la ventana de Enrica, y por primera vez se alegró de verla cerrada.

La antigua Enrica habría esperado, como la nueva, detrás de los postigos cerrados a que regresara el hombre que amaba, preocupada por la luz apagada y la hora tardía.

Habría recorrido silenciosa, como la nueva Enrica, la distancia entre su alcoba y la cocina que daba a la calle, para no despertar a sus padres; habría sostenido entre las manos un vaso de agua para contar con una excusa si llegaba a cruzarse con algún familiar noctámbulo.

La antigua Enrica, que había existido hasta esa mañana, habría presenciado con el corazón en la boca la llegada del imponente coche a esas horas de la noche, su parada delante del portón del número 107 de la via Santa Teresa. Igual que la nueva.

Como la nueva Enrica, la antigua habría aguzado la vista detrás de las gafas recuperadas a toda prisa de la mesilla de noche para ver qué ocurría en el coche, que esperaba con el motor ronroneante en la oscuridad, como un tigre de Salgari en la jungla; y habría visto en el asiento posterior iluminado por la farola, la silueta más pequeña acercarse a la más alta, para hablarle mejor. Antes de que la cabeza se proyectara veloz hacia adelante, como una serpiente venenosa, y se acercara a la otra en lo que a ambas Enricas habría parecido un beso.

Y la antigua Enrica, como la nueva, habría visto al hombre del que estaba perdidamente enamorada apearse del vehículo que emprendía la marcha, para dejarse ver al fin y mirar hacia arriba, hacia donde ella estaba, invisible en la oscuridad, detrás de los postigos cerrados, antes de suspirar y con la cabeza gacha abrir el portón de su casa e irse a dormir.

La antigua Enrica se habría desesperado, y tal vez se habría encerrado en su alcoba a llorar en silencio. Pero la antigua Enrica ya no existía.

La nueva Enrica entrecerró los ojos como dos ranuras y esbozó una sonrisa felina. Luego murmuró: pues muy bien. Muy bien.

Y se fue a la cama.