Ricciardi estaba aterido de frío y con las ideas muy confusas.
El recorrido por las pocas empresas de importación y exportación de la zona del puerto no había dado resultados; los responsables recordaban vagamente que Lomunno había pasado en días anteriores a pedir trabajo, pero no supieron decir con exactitud la fecha y, mucho menos, la hora. Algunos ni siquiera lo recibieron; no tenían trabajo o bien temían ponerse a la milicia en contra por contratar a alguien a quien habían expulsado con deshonor. Sin embargo, todos confirmaron que, a través de los contactos anteriores a su expulsión, tenían de él una opinión muy positiva y que se habían sorprendido al enterarse de las acusaciones y el arresto.
Un hombre, responsable administrativo de una sociedad de armadores, llegó incluso a comentarle que tenía la impresión de que en la milicia no todos estaban convencidos de que Lomunno fuera culpable y que no soportaban al difunto Garofalo, cuya fachada intachable no les resultaba muy convincente.
Esa última conversación llevó a Ricciardi a seguir un impulso y pasar otra vez por el cuartel Mussolini, quizá también para aprovechar y entrar en calor.
El miliciano de la puerta era el mismo de la última vez; de hecho lo reconoció y lo saludó con el enérgico taconazo de siempre. Preguntó directamente por el cónsul y, tras un breve intercambio de comunicaciones a través del telefonillo, se presentó el soldado que montaba guardia en la puerta del comandante para conducirlo hasta él.
El recibimiento fue bastante cordial; el cónsul cruzó el inmenso despacho y fue a su encuentro.
—Comisario, usted por aquí. Esta vez su visita no ha sido anunciada previamente, ¿a qué se debe?
Ricciardi hizo una mueca que podía interpretarse como una sonrisa.
—Buenas tardes, señor cónsul. Tendrían que haberme leído el pensamiento; hace un par de minutos decidí pasar a saludar.
—Ha descubierto la única manera de prevenir los avisos —dijo Freda, riendo divertido—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Cómo marcha la investigación?
—No muy bien. Estamos siguiendo un par de pistas. Por suerte o por desgracia, no basta con que alguien tenga un buen motivo para matar para que luego lo haga.
El cónsul se dejó caer en su sillón.
—Comprendo. Y me doy cuenta de las dificultades. Hay situaciones que pueden tener una difícil lectura.
Ricciardi se inclinó hacia adelante.
—Señor cónsul, tengo que hacerle una pregunta. Y se la tengo que hacer a usted de forma no oficial, dado que esta visita tampoco es oficial. ¿Hubo algún motivo por el que nos condujo a Lomunno? El otro día, cuando vinimos, se las arregló para que recogiéramos indicios de lo ocurrido en su momento, que luego desembocaron en la expulsión de Lomunno de la milicia y el ascenso de Garofalo. ¿Por qué?
Freda miró hacia la ventana, aunque fuera ya estaba oscuro. Dio la impresión de reflexionar a fondo la respuesta.
—Cuando nos enteramos del trágico fin de Garofalo, aquí todos pensamos en Lomunno. Reconocerá usted que tenía muchos motivos para… para hacerlo. Y los que fueron a verlo de forma extraoficial cuando salió de la cárcel hablaban de un hombre envenenado por la rabia y el dolor a causa de la muerte de su mujer, la carrera perdida, las condiciones en que vive con sus hijos. Que quede claro, comisario, ninguno de nosotros cuenta con el menor indicio en su contra; pero era factible que hubiese sido Lomunno. Sin embargo, a fuerza de trabajar aquí dentro codo con codo aprendemos a conocernos. Y Lomunno caía bien a todo el mundo, algo que no pasaba con Garofalo.
—¿Y entonces? —Ricciardi esperaba.
—Entonces —prosiguió el cónsul—, preferimos que usted se enterara de la situación por nosotros, más que a través de un frío informe judicial o de la maledicencia de la gente. Eso es todo.
Ricciardi reflexionaba a toda velocidad; era crucial saber si el cónsul, y por tanto la milicia, sospechaban de que Garofalo estaba implicado en otros negocios turbios, que extorsionara a los pescadores. Dirigir las investigaciones hacia Lomunno podía ser una manera de cubrir la que para el cuerpo sería otra vergüenza.
—Por el momento, nuestras investigaciones no han sacado a la luz ningún otro móvil que pueda haber llevado a otra persona a matar a los Garofalo. De modo que por ahora Lomunno es el único sospechoso.
En la cara de Freda se reflejó lo que Ricciardi interpretó como auténtico disgusto.
—Siendo así, comisario, le ruego que siga buscando. Aquí estamos todos convencidos de que el pobre Lomunno ya ha pagado bastante por su error, que no fue otro que confiar en un subalterno infiel. No creemos que haya sido él. No se lo pido como comandante de la legión, ni como antiguo oficial de la marina de guerra. Se lo pido como hombre y como padre, haga lo posible para que acusen a Lomunno única y exclusivamente si está convencido de que puede haber sido él.
Ricciardi se quedó mirando durante un buen rato la cara de Freda y se convenció de que no sabía nada más sobre la vida de Garofalo. También comprendió que acusar a los Boccia habría alegrado a mucha gente de aquel cuartel.
—De acuerdo, señor cónsul. Se lo prometo. Seguiremos buscando. Pero por ahora no contamos con nada más. Si llegara a recordar algún otro detalle o surgiera algún dato nuevo, por favor, no dude en avisarme.
Por décima vez entró en el salón para mirar el viejo reloj de péndulo que marcaba ruidosamente el transcurso de las horas. Lucia Maione estaba nerviosa, y cada segundo añadía más ansiedad a su estado de ánimo. La investigación, de acuerdo. Los primeros días son los más importantes, sin duda. Hay pistas que no deben dejar de seguirse, perfecto. El mundo más seguro sin asesinos, también para nuestros hijos, desde luego. Pero las ausencias, las miradas perdidas en el vacío, las preguntas que se quedaban sin respuesta, esas no eran más que señales; y yo no dejo que nadie me tome por tonta.
Razón por la cual llamó a la mayor de sus hijas, una niña, desde luego, pero lo bastante adulta para ocuparse de sus hermanos durante una hora; le dio las instrucciones oportunas y acto seguido se puso el abrigo, el sombrero y los guantes y salió de casa con discreción, decidida.
Nunca des por terminado el día antes de haber cerrado la puerta de casa a tus espaldas, un principio básico de un antiguo jefe suyo. Ricciardi pensó en su voz ronca, obra de miles de cigarrillos, cuando al darse una vuelta por la jefatura para comprobar si había novedades se encontró de frente con una Livia alegre y chispeante, luciendo un traje recién estrenado.
—Por fin. Estaba pensando en contratar a uno de tus colegas para averiguar tu paradero. Corremos el riesgo de llegar tarde, ¿lo sabías?
Ricciardi cayó de las nubes, aunque no dejó de tomárselo con su celo excesivo; si desde el puerto hubiese regresado directamente a su casa, ahora no se encontraría en un aprieto.
—¿Tarde para qué? Perdóname, Livia, pero estoy muy cansado. Ha sido un día durísimo.
La sonrisa de la mujer no se movió ni un solo milímetro; estaba decidida a disfrutar de su velada.
—Mira, Ricciardi, no acepto excusas. Dios sabe el trabajo que me ha costado encontrar estas dos entradas para el Kursaal. Para conseguirlas me vi obligada a alardear de amistades que no tengo y no pienso desaprovecharlas. Me vas a acompañar.
—No me parece buena idea, Livia, de veras. Mírame, llevo todo el día caminando, estoy sucio e impresentable. Te haría quedar mal.
A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas de frustración. Le tembló el labio inferior y apartó la mirada.
—Creo que no me merezco las continuas bofetadas que me propinas. En el fondo solo te estoy pidiendo que me acompañes al teatro. No me parece demasiado.
Ricciardi no tenía suficiente experiencia para enfrentarse a una de las mayores fuerzas de la naturaleza, es decir, las lágrimas de una mujer. Además, sabía leer entre líneas, y las frases de Livia le estaban diciendo: cuando me has necesitado, no te he fallado. Pensó sin querer en los postigos obstinadamente cerrados de la ventana de enfrente.
—De acuerdo —dijo con un suspiro—. Te acompañaré. Pero después del teatro debo irme enseguida a casa. Mañana me espera otro día infame.